De la fobia al aislamiento
Miedos adquiridos, horrores elegidos Por Lorenzo Ayuso
5. CIERRA LA PUERTA (O UNA PROYECCIÓN DEL MIEDO)
Tómate el pulso. Comprueba que la frecuencia es adecuada. Debería serlo. Solo estás leyendo. O tal vez no solo estés leyendo. Estás huyendo. Alejándote despavorido anclado en tu aposento, buscando la vía por la que no puedan pasar. Tal vez te están mirando, los tienes frente a ti, inspeccionando cada detalle de tu aspecto externo. ¿Qué estarán pensando? ¿Qué ven? ¿Y si se acercan a ti? ¿Qué pueden querer? No tienes nada que ofrecer. Nada que otros no hayan rechazado ya, nada que no hayan señalado y afeado antes. O tal vez sí, siempre somos capaces de encontrar un nuevo reducto de mierda en nuestro interior, indignas e indignos para que hagan sentir que la integración es real. ¿Por qué no iba a serlo? Te mandó una invitación de amistad, te envió un emoticono rechoncho y sonrosado, se rió contigo. O tal vez se rió de ti, de tu bobalicona apariencia, de tu mueca de payaso triste. ¿Qué haces aún aquí? Estás mal, estás mal hecho y vas a quedar en evidencia. Todas las miradas, todas las pantallas se girarán hacia ti. Hablarán de ti, si no lo haces ya. Estate alerta. Cuidado, tu ritmo cardíaco se aligera. Corre, no te demores, la vía está despejada. Hunde tus ojos sobre el texto, olvídate de que hay nada más a tu alrededor. Solo hay vacío. Solo estás tú, no hay peligro. O tal vez sí, porque solo estás tú, y no hay nada que puedas temer más que a ti mismo.
Solo he hecho lo que me has pedido. Pedías estar solo y ya lo has conseguido. Solo con el monstruo que habita dentro. Solo ante él. Mejor así. Mejor dentro que fuera. Fuera da miedo. Quédate leyendo.
4. RESGUARDARSE O ENCARAR EL HORROR
El ser humano es un animal en esencia social, en tanto su entorno demanda de él una cierta interacción para un adecuado desempeño dentro de sus confines. El intercambio, el acercamiento, se entiende como un proceso esencial para la conservación. Evitarlo, infringir este contrato acarreará una limitación dramática de la existencia.
O eso creíamos hasta el 11 de septiembre de 2001.
La posibilidad de estar asistiendo como espectador al fin de los tiempos alimentó la paranoia y engordó la desconfianza. Alrededor del individuo se propagaba una densa incertidumbre, ocultando infinitos temores en la bruma. La reacción natural era evitar el contacto, atrincherarse y mirar de reojo en busca de la infiltración del enemigo. El enemigo está borroso, desenfocado. Puede ser cualquiera, puede estar entre nosotros.
Las máscaras de cinismo que habían vuelto a ponerse de moda en la década anterior dejaron de encajarle al género tan bien. Se acabó la fiesta de la referencia, se aguó el ponche hemoglobínico. La sangre había corrido y salpicado sobre los rostros de todos, de incluso aquellos que no perdieron a ningún ser querido entre el amasijo de metal y cemento que sentó las bases del nuevo tiempo. Los medios de comunicación se habían encargado, mediante el abuso de la repetición, de afianzar el trauma colectivo a todo Estados Unidos, a toda Norte América, a Occidente en conjunto. La imagen era nítida, pero su explicación resultaba incierta desde una perspectiva lógica, convencional. Y el terror, género instintivo en el que «lo figural […] prevalece sobre lo discursivo» 1, tenía las afiladas herramientas para abordar ese cúmulo de sensaciones que atoraban a la sociedad, que propició un auge de pensamientos atávicos como sostenes de la geopolítica, que enajenó a la población hasta retraerla del exterior.
CSI: Peligro sepulcral
Tal vez eso propició la breve pero contundente revitalización profesional de un cineasta tan político como George A. Romero, tras permanecer desterrado la década anterior, para firmar La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005) y El diario de los muertos (Diary of the Dead, 2007), categóricos manifiestos sobre la crisis del pensamiento imperante. Tal vez por ello Quentin Tarantino decidió incidir en la idea del «enterrado vivo» en su espléndida contribución a la franquicia televisiva C.S.I. Las Vegas (CSI: Crime Scene Investigation, Anthony E. Zuiker, 2000-2015), en el episodio Peligro sepulcral (Grave Danger, 2005): la inmolación del terrorista descorporado por John Saxon resultaba inexplicable para los imperturbables criminalistas al mando de Gil Grissom (William L. Petersen), acostumbrados al horror de la muerte violenta pero nunca al terror de ver a uno de los suyos padeciéndola, condenado por puro azar.
El género se replegó en términos narrativos, tratando de aislar el dolor e imponiendo un estado de sitio narrativo. Volvemos a Romero, a través de la relectura de una de sus cimas, con Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, Zack Snyder, 2004), así como a la insistencia por experimentar sobre las consecuencias del mal a través de proyecciones sociales en microhábitats acechados por amenazas múltiples. De La niebla (The Mist, Frank Darabont, 2007) a Un lugar tranquilo (A Quiet Place, John Krasinsky, 2018). En tiempos de zozobra, de horror, parapetarse parece la elección correcta. La única solución posible.
3. SIMULACROS DE UNA VIDA AMORTAJADA
La primera opción es buscar sostén, hacer comunidad, refundarse en torno a la angustia común. Pero la experiencia del duelo es individual y subjetiva, luego no podemos controlar una respuesta uniforme, mucho menos racional, entre la membresía. Nadie reacciona igual, una única provocación convoca diferentes respuestas. Entonces, ese Ello de lo que huimos se reproduce cual virus dentro de las fronteras que hemos delimitado. Todos podemos ser esa otredad que asusta al que se cuadra delante.
La niebla
En La niebla, cada forzoso inquilino de The Food House halla en el encierro más motivos para la disensión que para el acuerdo. Cuando las bestias aporrean la cristalera, la sociedad se resquebraja en facciones cada vez más pequeñas, más vulnerables. «¿Vas a seguir hablando? Ya has convencido a algunos de los míos», espeta el abogado Brent (Andre Braugher) a su vecino David Drayton (Thomas Jane), refiriéndose a sus iguales como a efectivos para una hipotética batalla sostenida en rencores y reproches. La brecha dimensional que allana el camino para que tremebundas especies tomen un pequeño pueblo de Maine es también la herida sangrante en Occidente, que al sajarse cercenó las expectativas para entablar una conversación conjunta.
Se impone una visión del Primer Mundo determinada y determinista, simbolizada en el refugio escogido. El supermercado, en palabras de Aarón Rodríguez, «no es sino ese gran territorio dorado en el que se ofrecen los triunfos del capitalismo […], sino también el espacio en el que la supremacía occidental se articula como espejismo» 2. El bazar nos ofrece todo lo que el régimen (o una muestra cerrada de este) requiere para garantizar su mantenimiento, permite una simulación de vida plena al margen de la contaminación externa.
Pero eso debe ser protegido de posibles infiltraciones. George A. Romero ya manifestó esta perversa idea décadas atrás en Zombi (Dawn of The Dead, 1978), al evidenciar que, aun en tiempos de zozobra, no todos son igual de dignos de aprovecharse del sueño americano: no son diferentes el cuarteto protagonista que toma el centro comercial de los bandidos en moto que lo sitian en el último acto pues ambos grupos saquean por igual; solo que los primeros se sienten autorizados para ello por su pertenencia al sistema. La apostólica Señora Carmody (Marcia Gay Harden) se siente legitimada para erigirse en profeta y acaudillar, partiendo de la estrategia del miedo, usando las escrituras judeocristianas como sus valedoras. «Pronto se arrodillarán ante mí», asegura cuando la crisis estalla. Una promesa que cumple. Ante el horror de lo intangible, el ser humano aterrorizado busca soluciones concretas, explícitas, la expiación del pecado. Por eso, el soldado es el primero en ser sacrificado cuando la mujer ase el báculo del liderazgo: el joven, aunque inocente, es el símbolo de la autoridad incompetente que, por su acción o inacción, ha hecho tambalear los cimientos que garantizaban su seguridad.
La niebla
El aislamiento nos asegura estar vivos, pero nos priva de nuestra humanidad. «Creo que a cualquiera le puede pasar cualquier cosa, en cualquier lugar y en cualquier momento», asevera Bruce (Ethan Embry) a su mujer, Ellen (Bree Turner). Una doctrina del miedo que sustenta su construcción como heroína del mediometraje Esculturas humanas (Incident on and Off a Mountain Road, Don Coscarelli, 2005), perteneciente a la antología televisiva Masters of Horror (ídem, Mick Garris, 2005-2007). Moonface (John de Santis), un imponente engendro albino cuyas hechuras y sexualidad reprimida (ese gusto por perforar las cuencas de sus víctimas) lo emparentarían con la saga Sawyer, resulta un rival a la altura de la resiliencia de su ambigua víctima, aleccionada para sobrevivir en un mundo hostil precisamente por su principal abusador, quien la extrajera de la sociedad para prepararla ante las potenciales amenazas del mundo y la abocara a enfrentarse sola al monstruo dentro del hogar.
Como en La niebla, el horror externo materializa el mal interno, el sentimiento irracional adoctrinado por el terror institucionalizado. Sea una infestación de cefalópodos salidos de otro plano de existencia, como un psicópata de formas montañosas, la solución pasa por sacudirse las astillas de civilización que han quedado agarradas en la piel. En el caso de Ellen, es su marido, en su condición de páter familias e instructor, quien encarna en la figura máxima de autoridad, su señora Carmody particular. La violencia queda como el único diálogo comprensible para perpetuar la existencia.
«Shhhh…», susurra Ellen al final de su desventura, adoptando el gesto icónico de Moonface, terminando de asumir los rictus de los dos depredadores que la secuestraran. El silencio forma parte del aislamiento, de la vida en tiempos turbios. La comunicación solo transporta el horror, bien porque lo vehicula en su estructura interna, como en Frecuencia macabra (Pontypool, Bruce McDonald, 2008); bien por revelarse como un signo de debilidad, como en Un lugar tranquilo o Hush (ídem, Mike Flanagan, 2016). En ambos casos, el grupúsculo central debe resguardarse del exterior, evitar socializar, evitar hablar.
«¡Tenéis que dejar de entender! ¡Dejad de entender lo que estáis diciendo! ¡Dejad de comprender y escuchadme!», vocifera el lenguaraz locutor Grant Mazzy (Stephen McHattie) desde la pecera que radia la Frecuencia macabra al pequeño pueblo canadiense de Pontypool. Se exaspera al fracasar en su intento por entablar una relación de proximidad con la comunidad que lo escucha desde su burbuja insonorizada. Su censo, al que se debe como comunicador y a la que ha de contentar diciendo lo que esperan oír –así se lo recuerda su productora Sidney (Lisa Houle) al comenzar la retransmisión– incuba un virus que se contagia mediante la palabra. Los mensajes intrínsecos que entrañan esparcen una bacteria que sorbe la conciencia humana y automatiza la conducta. El emisor inconsciente es, desde su cabina, testigo auditivo de la hecatombe, a la vez epicentro y casa franca.
Frecuencia macabra
La lengua (solo la inglesa resulta infecciosa, se especifica de forma nada inocente) es el instrumento del mal, el que se emplea para desunir, para confundir, para distribuir el miedo, el fervor homicida. Lo hace al perseguir una inmediatez que solo genera ruido (la continua yuxtaposición de los parlamentos de Mazzy con las llamadas que Sidney y su ayudante reciben en la mesa de control), al recurrir a estereotipos banales (la banda musical Lawrence and the Arabians que actúa en el programa, aparece con la cara tiznada, turbantes y armas de juguete para su perfomance); al falsificarse en pos de la espectacularización (Ken, el reportero que informa desde el exterior, simula con sonidos de hélices que patrulla la ciudad en helicóptero, cuando en realidad otea esta desde una colina, casi una preconización del escándalo del afamado periodista Brian Williams por sus crónicas desde Irak) 3. Cuando todo es rumor, mentira, se exige de una voz que restaure no el orden sino el lenguaje, que formatee el contenido de cada continente fonemático, que impida su utilización por esos que matan: los rabiosos que demandan más ruido blanco del que alimentarse, esa turba que se congrega en las inmediaciones del estudio; las autoridades que reprimen escudándose en subterfugios y eufemismos, esos cazas que advierten que volaran el edificio cuando el rapsoda enuncia su discurso desinfectante. Hasta conseguir desenmarañarlo, queda callar para estar a salvo.
La relación entre silencio y supervivencia ante el entorno hostil justifica las parábolas de reclusión que firman Mike Flanagan y John Krasinski. Hush se construye en torno a una joven escritora sordomuda en bloqueo creativo (Kate Siegel), que motu propio se confina en el bosque para así huir de sus miedos, solo para ser acosada por un delincuente con ballesta; Un lugar tranquilo alude al escondite donde una familia se salvaguarda de unas predadores alienígenas de agudo oído. El riesgo del sonido los expone ante sus potenciales y bien distintos cazadores. Dialogar, relacionarse, delata y condena. En el primer filme, efectivo ejemplo de home invasion, el preocupado vecino de Maddie sucumbe ante el agresor en cuanto ella le hace una señal desde su escondrijo, distrayéndole fatalmente; el celebrado dispositivo de suspense producido por Michael Bay detona con la muerte del pequeño de los Abbott, ilusionado con jugar con un escandaloso cohete de juguete que alerta a los bichos de su situación.
Un lugar tranquilo
Cuando no puede sacarse nada en claro del estrépito, cuando el mínimo murmullo puede ser fatal, es cuestión de tiempo que la parca haga su aparición. Solo quedan dos opciones: la rendición o la ofensiva. Cada actitud verbaliza un texto: el viejo paisano de Un lugar tranquilo grita para alertar a los extraterrestres de su presencia y que lo liquiden, quedando su grito como la expresión de dolor por su pérdida; la Maddie de Hush recobra su inspiración para dejar por escrito que luchó hasta el final antes de que se lance contra su enemigo con todas las consecuencias. El desenlace de Un lugar tranquilo insiste en esa idea, cuando mamá Abbott (Emily Blunt) recarga su escopeta sin temor al chasquido que pueda hacer el cartucho.
Estos ejemplos no comparten el pesimismo de Frecuencia macabra, que se funde en un cínico estruendo, el de las bombas con las que la voz sana y disonante de Grant Mazzy es acallada. Por el contrario, culminan con una nota alta, articulando un mensaje esperanzador que además coloca a la mujer como la garante del porvenir. Amparada en la militancia contra un Trump que ha confundido a los estadounidenses, Un lugar tranquilo deja la puerta al exterior abierta para que sus inquilinos puedan reconstruirse y plantar cara a los miedos que los retenían. Ahora bien, ¿merece la pena? Una conversación con el Drayton de La niebla quizás les amedrentara. Si los microcosmos formados no son sino metáforas de lo que hay fuera, muestras de toda una sociedad temerosa y deseosa de creer en despiadadas mentiras piadosas, entonces nunca estarán a salvo. Quizás entonces la salida resida en el orificio de una bala que nos entumezca el rictus, en finiquitar la familia y con ello tu conexión al mundo, como hace Darabont al reescribir a King. Es eso o quedarse solo, no salir de uno mismo.
O eso, y quedarse solo, no salir de uno mismo.
La niebla
2. CREARSE UN MONSTRUO, CREERSE UN MONSTRUO
En el mundo post-9/11, la política del miedo escarbaría nuevos cauces para la comunicación en tiempos de desconfianza a través de las redes sociales. Mientras nos empequeñecemos ante los rasgos multiformes del monstruo, que parece agazaparse en cualquier parte, tenemos la oportunidad de mantener una profiláctica simulación de contacto, de modelar un ideal de nuestro yo. Allí todo parece más seguro. Pero, por supuesto, todo es apariencia.
No ha sido hasta épocas recientes cuando la fobia social adquirió auténtica significación clínica, cuando se detectó su prevalencia crítica en nuestro período formativo y en el tránsito a la adultez. Desde su tribuna, la psicología nos advierte de las contraindicaciones de volcar nuestro disco duro cerebral sobre la máquina y sistematizar a códigos binarios nuestras capacidades expresivas. El mundo virtual plantea la complaciente opción de evitar los componentes analógicos de una relación, todos aquellos tics que implican el contacto sensorial y emocional. La mediación limita el peligro ajeno, nos da cobijo en una habitación del pánico estanca donde creemos controlar el flujo que traspasa sus paredes. Una comunicación profiláctica, donde el puerto sustituye al cuerpo.
El problema, entonces, emana de esa individualidad forzosa. Enclaustrados para evitar que el monstruo atraviese nuestro espacio de seguridad, dejamos que otros gules se hagan carne de nuestras entrañas, fagocitándonos y desproveyéndonos de nuestra identidad. Nos hemos plegado hacia dentro, y al reparar en el aspecto del reverso hemos desenmascarado la misma cara roída que nos asustara décadas atrás, formadas sus cicatrices con las fracturas psicológicas producidos por los vicios del mundo contemporáneo. Lo que vemos no es agradable ni plácido, pero solo queda consentirlo o morir. Puede que las dos cosas.
Con Videodrome (ídem, 1983), David Cronenberg penetró en la grieta que el nuevo mundo tecnológico abría en una psique humana alienada, aislada, cuya imposibilidad para encontrar estímulos en lo cotidiano llevaba a buscar el placer bajo el marco de la pantalla. La cópula entre el insaciable Max Renn (James Woods) y su televisor, sumergiéndose en la hendidura abierta de los pulposos labios de Debbie Harry, germinó tres décadas después, traspasando el telón del mundo real. Necesitamos consumir la imagen, necesitamos sentirnos conectados, interactuar mediante avatares, distanciados de la decepción de lo real.
May
Partiendo del referente de Moderno Prometeo de Mary Shelley, la protagonista epónima de May (ídem, Lucky McKee, 2002) modela su alma gemela a base de retales de carne y realidad idealizada. «Si no puedes encontrar una amiga, fabrícate una», le recomienda su progenitora cuando le entrega a su muñeca Suzie, una máxima que lleva al paroxismo al matar y mutilar a aquellas personas que aspiraba, por unos motivos u otros, a acomodar en su vida. El Frank Zito cortado por los enclenques patrones de Elijah Wood en la reimaginación de Maniac (ídem, Franck Khalfoun, 2014) se rodea de maniquíes sobre los que proyecta la feminidad que ha desgarrado desde la cabellera. El trauma que le causa la pulsión por su madre (una prostituta a la que mecía el pelo antes de iniciar su ronda) le anula para disfrutar de relaciones con las mujeres, en cuyo cuero cabelludo espera recuperar las sensaciones de serenidad de su infancia. En su escaparate del horror, los figurines también simulan una existencia, tan irreal como la que aparenta en los portales de citas online.
Si infligen dolor es porque les han adoctrinado en tal conducta. Les han acostumbrado a sentirse seguros en el desarrollo de su patología, les han instado a crearse contextos paralelos, distorsiones de lo real donde el dolor es relativo. May ve la película amateur dirigida por su anhelado Adam (Jeremy Sisto), donde el eros y el thanatos se entregan mutuamente en un festín caníbal. En la muerte se halla el goce, como revela Zito en unos crímenes a los que asistimos en primera persona. El placer catártico que provee el género al reducir bellos cuerpos a fosfatina se nos procura en una visión panorámica que señala nuestras contradicciones como audiencia ávida de sangre. Nos encierra a nosotros, despreocupados cinevidentes, en la carcasa de Zito, convertida en una instalación cerrada para la violencia extrema, y espera que el conflicto nos inunde de dudas ante el espectáculo macabro que aprobamos, empatizando con asesinos que lo son a su pesar, pero que saborean cada crimen en nombre de nuestras propias fobias.
Maniac
En tiempos de hipervisibilización, en los que la tecnología priva a las imágenes desagradables de su carácter arcano, haciéndolas accesibles en una búsqueda en YouTube, un mensaje de whatsapp, un agregador de noticias falsas, propuestas como esas o como Thanathomorphose (ídem, Éric Falardeau, 2012) se regodean en estirar hasta las últimas consecuencias la visión ilimitada. En su caso, la de Laura (Kayden Rose), una joven aspirante a escultora canadiense con síntomas de una progresiva e imparable descomposición pre-mórtem. Atrapada entre los muros del cuchitril que tiene por apartamento, pero también entre dos pretendientes que buscan depositar sus ansias sexuales en ella, nos exhibe su absoluta degradación fruto de sus frustraciones, tanto a nivel físico como mental. Desde que se colorean sus primeros morados en la piel, hasta que los tejidos de su cuerpo se acidifican para disolverse.
Como apunta Liborio Barrera, «no se «ve» un argumento, sino la organización de imágenes creadas en torno a un argumento» 4. Sus imágenes dispuestas a lo largo de 100 minutos de metraje se sustentan en la impudicia que otorga la intimidad (acostumbramos a verla desnuda, aseándose, orinando, masturbándose, desangrándose), la de quien vive ajena al mundo exterior. Las únicas fuentes de contacto son interesadas, agresivas, motivo de sobra para eludir toda ayuda externa y recrearse en el disgusto escatológico de admirarse esputando la vida en un gelatinoso esputo de órganos podridos y parásitos. Estamos solos con ella, con su agorafobia autoimpuesta (Thanathomorphose funciona como una variación fisiológica de la «enterrada viva», con el piso como ataúd metafórico), por lo que todo cuando sale de ella reposa ante la cámara, ante el receptor. De forma insistente, además, lo hace fuera de foco, como contagiándose del estado alterado de su protagonista, para quien los límites de lo real pierden nitidez.
Thanathomorphose
La imagen, enfocada o no, sustenta las tres referencias mencionadas. May queda marcada de niña por su ojo vago; las visiones de su madre alienan a Frank hasta trastornarlo y alienarlo; mientras Laura sufre descubriendo cada nueva mutación de su cuerpo. El monstruo se nutre de los horrores que observa para descubrirse. No parece casual que la supervivencia precise de destruir la vista (la primera y la tercera se arrancan los ojos de forma literal; el segundo, de forma simbólica al cedernos su perspectiva). Ha de reconocerse entonces la atrofia del sentido incapaz de distinguir lo real de lo imaginario, la imagen verdadera de la soñada, el terror provocado a los demás del horror experimentado. Incapaz de sentir ante la saturación de estímulos. Un sentido que nos hunde más y más, nos confunde y nos acorrala en un zulo profundo.
Porque, de nuevo, el enemigo está borroso, y no sabemos ni si estamos a salvo dentro de nosotros mismos.
1. ABRE LA PUERTA (O LA CONVIVENCIA CON EL MIEDO)
Llegados a este punto, no está de más remarcar las facultades reparadoras del cine de terror. Aunque los parámetros del aislamiento en el género parecen reforzar una pérdida de la esperanza por el futuro de unos tiempos donde la amenaza se despliega tanto fuera como dentro de nuestra zona de confort emocional, algunas obras sí afirman la posibilidad de subsistir al horror de la propia conciencia mortificada por el miedo. No son obras optimistas, sino más bien resultadistas, paliativas.
La supervivencia, entonces pasa por firmar un pacto con lo que nos atora. Consiste en asumir el estado de los tiempos, la manía que nos desazona. Asumir la responsabilidad en la situación. Aceptar al monstruo y tratar de domesticarlo bajo nuestras reglas, en nuestro territorio reglado. Aceptar que el Ello, el otro, somos nosotros también. Somos nosotros los que deseamos que mate, luego podremos desear que no lo haga, que se civilice.
Esa es la idea que da descanso a Amelia (Essie Davis) en la australiana The Babadook (Jennifer Kent, 2014), que arrastra el trauma de convertirse en madre y viuda en el mismo lapso. Víctima de un trastorno compulsivo que la obcecaba a culparse por desear otro resultado de ese episodio (que su marido siguiese junto a ella), su imaginación doliente prefigura un coco arraigado al que ha de acoger también en el hogar. Esa es la idea a la que se agarran los pacientes examinados por el documental The Nightmare (ídem, Rodney Ascher, 2015), aquejados por una parálisis del sueño de la que no han logrado despertar en años de padecimiento: sus testimonios recalcan la necesidad de estar en paz consigo mismos y con su dolencia para sobrellevar la presencia de los monstruos que se conjuran en la vigilia.
La enfermedad, cuando crónica, no se supera cuando se elimina, pues es incurable, sino cuando se acepta. No podemos sanar las heridas, pero sí cuidarlas, evitar que se enquisten y nos infecten de nuevo con su malignidad, que nos impidan movernos más allá del umbral.
The Babadook
Eso es, haz un movimiento. Reacciona. Solo he hecho lo que me has pedido. Explicarte, exorcizarte. Querías estar solo y lo has conseguido. Has conseguido mirarte y desvelar la identidad de tu monstruo. Tal vez esas miradas que se giran hacia ti sean mentira. Tal vez ellos estén tan mal hechos como tú, escondan su propio reducto de mierda en su interior. Tal vez ellos son quienes no quieren que los mires. No hay nada que puedas temer más que a ti mismo. No hay nada más que puedan ellos temer que a ti mismo. Temerlo o que te teman, o tal vez no temer nada. Tú eliges. Obra en consecuencia.
En cualquier caso, ya puedes volver a salir. Solo si quieres.
- NAVARRO, Antonio José (2016): «El imperio del miedo. El cine de horror norteamericano post 11-S». Valdemar. Madrid. Página 53. ↩
- RODRÍGUEZ, Aarón (2008): «Miedo, capitalismo y masculinidad: Sobre La Niebla de Frank Darabont (2007)», en Revista F@ro del Departamento de Ciencias de la Comunicación y de la Información, Universidad de Playa Ancha (Valparaíso, Chile), Nº 8, Semestre II de 2008 (Consulta: 22.05.2018): http://web.upla.cl/revistafaro/02_monografico/08_rodriguez.html ↩
- KLUDT, Tom, STELTER, Brian (2015): «How Brian Williams’ Iraq story changed», en Variety, 10 de febrero de 2015 (Consulta: 01.06.2018) : http://money.cnn.com/2015/02/05/media/brian-williams-iraq-timeline/index.html ↩
- BARRERA, Liborio (2018): «S. Craig Zahler: La imagen ausente», en Cine Divergente (Consulta: 04.06.2018): https://cinedivergente.com/s-craig-zhaler-la-imagen-ausente/ ↩