De la improbable resurrección de las imágenes

Por J. Areta

01.

El convaleciente, por pura necesidad, aprende los ritmos y los tiempos, la manera en la que la ventana -si tiene suerte- proyecta siempre el mismo profílmico, el mismo eje de miradas sobre la ciudad. Permanecer enfermo en una cama es asistir pacientemente, cuando la fiebre y el sueño irrefrenable lo permite, a una especie de proyección íntima, espiritual, un plano fijo de James Benning, por así decirlo. La peor parte suele ser la que queda recogida entre las últimas luces de la tarde y los primeros silencios de la noche. Hasta para eso la enfermedad es una suerte de negativo del cine: una inversión de la célebre Hora del lobo de Bergman. Ver anochecer, para el enfermo, es prepararse para la noche inminente y depositar, de alguna manera, la esperanza de una posible curación en el día que habrá de llegar. Esa es toda la fenomenología de la enfermedad: la misma cama, la misma posición doliente como de cuerpo de Mantegna o de primer Pasolini -que es lo mismo-, el sonido extraño de la vida de los vecinos que se filtra a través de las paredes. Hay otra vida, en otro lugar, como a uno le sorprende siempre la banda sonora de las salas contiguas en los multicines baratos y mal insonorizados.

Cuando uno no ha de preocuparse por el propio cuerpo, sin duda, encuentra muchas cosas en las que depositar su atención: el futuro del cine en salas, el futuro de la distribución en Vod, el futuro del universo Marvel. El futuro, el futuro, el futuro. El enfermo únicamente responde ante esa frase tan extraordinaria que Carlo Padial nos dejó en un monólogo hace un par de días: “Ahora mismo estamos ocupados en no morir”.

La cuestión resultaría necesariamente exagerada de no ser porque, como quizá sabe, en el mismo edificio en el que la Comunidad de Madrid instaló su gigantesca morgue improvisada (el Palacio de Hielo) hay un conjunto de minisalas. No es difícil imaginar todas esas butacas vacías, en silencio, las salas de párpados cerrados y, en un movimiento de cámara descendente como aquellos que tanto nos gustaban en las películas de Fincher, llegar de pronto al templo de la nada, al trabajo burocrático de la gestión de la muerte. En el cine se trabaja con la momificación del tiempo -dijo André Bazin. En el Palacio de Hielo, metros abajo, se trabajaba con la insoportable materia del olvido.

En estas cosas piensa el enfermo mientras cae la noche y, al cerrar los ojos, recuerda alguna de las últimas películas que vio, junto a sus amigos, en esas salas. Por malas que fueran, es difícil explicarlo, rebosan el marco de la ventana por la que todavía no ha anochecido.

Cemetery of Splendour resurrección

02.

Quizá sería justo señalar que nos preocupa el futuro de las salas de cine en la misma medida en la que, tres meses atrás, nos preocupaba su presente. Nos recordamos como espectadores, pero no es demasiado descabellado señalar que quizá el cine proyectado había ocupado ya antes de la pandemia un estado terminal, que estaba enfermo, que algo olía a podrido en el núcleo mismo de la exhibición. Como toda la cultura en general, el cine proyectado había quedado centralizado en los dos grandes núcleos Madrid/Barcelona, de los que a su vez solían emerger las opiniones cualificadas sobre lo que resultaba bueno o no, y que resonaban en una gigantesca cámara de eco donde, apenas sin novedades, cada actor -cada exhibidor, cada sala, cada crítico y cada espectador- sabía más o menos la posición que debía ocupar.

Ema (Pablo Larraín, 2019), que fue quizá la mejor película que llegué a cazar en salas antes de la pandemia y de la enfermedad, duró menos de catorce días en exhibición. Lo cierto es que cuando la quitaron, a nadie le importó gran cosa. Es que aquí está la clave: el cine en salas, más allá de las cositas que colgamos en las redes sociales, a nadie le importó gran cosa cuando todavía estaba vivo.

Si usted es un espectador de los que saca su billetera, por favor, no se sienta ofendido. Sabe que el comentario mordaz no iba por usted. Y sabe, probablemente, que llevo razón.

03.

Pasemos, pues, a otra cosa.

Los profetas de la sociología, los filósofos de Primark, los pensadores Hacendado están encantados haciendo cábalas sobre cuál es el futuro que le espera a las grandes estructuras sociales. Como siempre, hay almas buenas que dejan caer su única y piadosa lágrima brillante al sobrecogerse por sus nobles intenciones y afirman, con voz temblorosa, que el mundo que nos espera será mejor y diferente. También, por el contrario, están los inevitables cínicos de tocador que, cansados de quejarse en Twitter de lo poco que les valora el mundo -a ellos, a sus escrituras o a su cine, tanto da-, se complacen en el retorcerse apocalíptico de la catástrofe inminente.

A mí, que desde mi cama de enfermo veo cómo cae la noche, me preocupa algo más sencillo: en qué consistirá, concretamente, una buena película. Me preocupa saber qué ocurrirá ahora con las películas, ahora que por un lado los Festivales guardarán un histórico -y agradecible- silencio, y que por otro, Netflix podrá imponer en plancha sus doctrinas tecnológicas sobre algo todavía anterior, fundamental, esto es: sobre qué es y cómo se rueda una película. Que sea buena o mala, por lo demás, no es de su ámbito de discusión.

Recuerdo, entonces, en un fogonazo de lucidez que me trae la fiebre los análisis de Didi-Huberman y su matraca, una y otra vez, con las imágenes supervivientes. Y pienso que, hasta en esto, Didi-Huberman llegará más lejos que cualquier otro de sus contemporáneos -que nosotros, quiero decir-, porque nada quedará, en efecto, salvo un estallido, una brecha, una explosión en la que algunos restos del pasado, de pronto, queden suspendidos e incrédulos sobre la configuración de la historia cinematográfica.

Buceo por un menú de Amazon Video y acuden a mi encuentro algunos Bergman, un Joseph H. Lewis, un Carol Reed. Es poco, un baile fino de esquirlas que desciende de la App y cae junto a la caja de paracetamol, pero es suficiente. Suficiente para sustentar mi intuición, que en realidad es la de Didi-Huberman: esas películas son fallos en el sistema, anomalías tecnológicas y de pensamiento, se resisten a morir, permanecen anacrónicas y salvajes, están ahí, acusan. Acusan a todas las imágenes que se van almacenando a su alrededor y que quedan como otra cosa: imágenes fláccidas, efímeras, balbuceantes, trasnochadas. Malas decisiones de montaje. Malas decisiones en etalonaje. Malas, malas, malas películas.

¿Qué será una buena película? Bien, podríamos ensayar: la que sea capaz de seguir clavando sus ojos, acusadoramente, pertinazmente, tozudamente, sobre todo ese cine costroso, plañidero y autocomplaciente que ya se cocina en los sueños húmedos de los productores del después del COVID-19. Podremos alzar la vista desde ellas y decir, con absoluta admiración: Fíjense… estás películas sobrevivieron pese a todo.

Pero para ello, por supuesto, debe sobrevivir primero el cuerpo del enfermo. Y ya lo decía antes: Ahora mismo estamos ocupados en no morir.

gritos-susurros imágenes
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