Deadpool 2

Cine contemporáneo vs. Imagen contemporánea Por Aarón Rodríguez

Quizá antes de preguntarse si Deadpool 2 es una buena película sería necesario dar un paso en otra dirección y preguntarse si acaso es una película en absoluto. No se trata de una boutade, sino de un ejercicio retórico que nos puede llevar por algunos sugerentes caminos al hilo de eso que se viene pensando como la “imagen contemporánea” o el “audiovisual contemporáneo”, y que por lo demás no deja de ser la aventura imposible de buscar las huellas de estilo de una expresión que hace mucho que dejó atrás lo barroco para entrar en otro territorio dominado por la metarreflexividad extrema que estamos todavía muy lejos de entender.

Vayamos por partes. En primer lugar Deadpool 2 tiene una diferencia narrativa clave frente a la anterior entrega de la saga. Donde allí se quería vender –y se vendía- una colección de gags y guiños dominados por una narrativa blanda cohesionada en torno a la voz en off del personaje, aquí los creadores parecen haberse tomado muy en serio su propio discurso. Dicho con mayor claridad: han querido hacer una película, entendiendo esta expresión como una apuesta estética que integra y encara problemas concretos de la experiencia humana – el duelo, el aprendizaje, la paternidad o la familia. La paradoja es que lo que en la primera parte Deadpool (Tim Miller, 2016) resultaba ser un divertimento exquisito, aquí se ha convertido en una suma de pretensiones abigarradas.

Deadpool 2

El problema es la vieja relación fondo-forma, es decir, la posibilidad de que el equipo liderado por David Leitch pueda generar imágenes que se hagan cargo de lo que quieren lanzar encima de la mesa. Digámoslo claramente: Deadpool 2 es un trayecto que arranca de la muerte de la mujer amada y acaba proponiendo la vieja fantasía narcisista del viaje en el tiempo como respuesta a la irreversibilidad de los acontecimientos. No es un tema menor, y por lo tanto, exige formulaciones visuales concretas y precisas. El espectador no puede funcionar únicamente a partir de la sucesión de escatologías varias: se le pide también –de manera explícita en los créditos iniciales- que tome una posición emocional, afectiva, ante los acontecimientos. Y ahí la cinta no aguanta su propio reto.

Tomemos, como ejemplo, la formulación del amor después de la muerte. Los reencuentros entre el protagonista y la mujer muerta se localizan en una versión iluminada en tonos pastel e inundada por una falseada luz de la mañana. La escisión –el punto del dolor- está simbolizado por una suerte de barrera invisible, una cortina de agua que la cámara apenas atraviesa. La idea sería aceptable si los cuerpos no fueran fotografiados con un tacto de Instagram y un cierto temblor en la representación que, en fin, no deja de ser un efecto digital terriblemente manido. La incapacidad para retratar la intimidad se convierte en una cita embarazosa ante la que resulta imposible no apartar la mirada -¿de verdad la cinta me está proponiendo que me crea estas imágenes?

deadpool 2 2018

Otro problema similar se encuentra en el montaje de las escenas de acción. El problema de las luchas a ritmo de dubstep o del asalto al camión blindado es que, al contrario de lo que ocurría en el arranque de Deadpool 1, la coreografía de los cuerpos y las explosiones no tienen más función que la de mostrar lo que ya hemos visto mil millones de veces. Sin embargo, frente a la épica –y la estética del metal y el acero desgarrándose-, lo que queda es una suerte de pereza incomprensible que hace lo que nunca debería hacer una cinta como la que nos ocupa: ofrecerse a la mirada como una “película de superhéroes”. No es ya la falta de ironía –depositada generalmente en la voz de Deadpool, y no en las propias imágenes-, sino simplemente la falta de originalidad en cada decisión de montaje. Se corta el plano por una cuestión de ritmo o para dejar ver un cierto detalle pasajero que se olvidará al segundo siguiente.

Ahora bien, volvamos por un segundo a la pregunta con la que arrancábamos el texto: ¿es Deadpool 2 una película? Si pudiéramos negarle a la cinta esa seguridad, si prendiéramos fuego a esa seriedad con la que anuda el inicio y el anticlímax, entonces emergería una cierta levedad, una diversión de mercadillo y una capacidad para sentirse alegremente descerebrado en la butaca que justifica las dos horas (largas) de metraje. Hay que negarle a la cinta cualquier intento de tomarse en serio, ir contra ella, leerla precisamente allí donde su voluntad flaquea y convertirla en otra cosa: en una atracción de feria, en una broma pesada, en el boceto escrito por un sádico de una película de superhéroes. Si se pudiera volver a editar Deadpool 2 durante su visionado y arrancar de su guion toda la solemnidad plomiza que arrastra, entonces sería un extra para un DVD maravilloso, o un mediometraje tronchante, o un piloto de una webserie digno de elogio. Pero nunca, repito, nunca, una buena película. O una película a secas.

Deadpool 2 Leitch

Luego al salir de la sala es inevitable no dejarse llevar por la intuición de que sería una buena idea –por lo menos, para sacudirse el polvo teórico de las manos-, proponer una escisión entre el “cine contemporáneo” y la “imagen contemporánea”, una escisión gratuita e injustificable, pero quizá a la postre fructífera. Así podríamos exigir al primer concepto alguna responsabilidad, y en el segundo, depositar los síntomas y los logros de un cierto estado de las cosas. Quizá el mejor chiste de Deadpool 2 va en esa dirección. El protagonista propone ver una película porno y, por corte en montaje, la pantalla de cine se llena con las imágenes del momento lacrimógeno mayor de Yentl (Barbara Streisand, 1983). La broma es digna del mejor witz freudiano y, además, se vale de elementos estrictamente audiovisuales para desplegarse: la anticipación, el corte en montaje, la sorpresa. De un lado, la escritura rigurosa del tiempo, la identidad y el legado –la pregunta de la Streisand, “Papa, ¿puedes oírme?” es, en el fondo, la misma que la del propio Deadpool. De otro, la creación de códigos pueriles y descacharrantes para evitar la culpa ante la incapacidad de aceptar los grandes retos de la expresión cinematográfica. Dos caminos –ni mejores, ni peores-, para pensar con mayor claridad.

 

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