Death Proof
El regador regado Por Manu Argüelles
Quentin Tarantino afirmaba hace unos meses que Death Proof era su peor film. ¿Le hacemos caso o le ignoramos como cuando leemos a Hitchock aplicar una severidad excesiva con sus propios trabajos en aquellas míticas conversaciones con Truffaut? Un grueso de espectadores y buena parte de la crítica, según he percibido desde que se estrenó, apuntan a darle la razón a Tarantino. Les leo y les escucho pero algo no me encaja en esas argumentaciones. Por falta de espacio no puedo entrar en detalle pero recojo, por ejemplo, la queja respecto a la inanidad de las conversaciones y la acumulación de tiempos muertos, especialmente objeciones concentradas en la primera mitad. ¿Perdón? La intrascendencia de las charlas es marca de fábrica desde Reservoir Dogs y qué decir de los tiempos muertos. Señalen alguna en la que no existan; si tenemos en cuenta Kill Bill como una, tampoco se salva. ¿Entonces cuál es el problema? Espera, que son charlas de chicas. ¿Es eso? Tarantino obligando al espectador a asistir a registros conversacionales propios de Sexo en Nueva York. Intolerable. Porque las chicas hablan mucho, ¿en cuál de Tarantino no lo hacen? Y el gran volumen de los diálogos versa sobre el sexo. Curiosamente desde una mojigatería (casi) ausente en la serie de Sarah Jessica Parker. De hecho, sus personajes, especialmente el primer cuarteto, entran en unas contradicciones y paradojas muy interesantes. Se manifiestan tanto entre ellas como cuando están a solas con el hombre, asemejándose a chicas que podrían pertenecer a las juventudes católicas del PP. Perpetúan y se esfuerzan en representar una imagen simbólica que se corresponda con el tradicional daguerrotipo fílmico de la mujer, un anacronismo que es saboteado en el mismo interior del relato con la secuencia del slamdance. El margen de ambivalencia en el que suele construir a sus personajes masculinos, por ejemplo, el policía infiltrado en Reservoir Dogs, el yo que se proyecta en el exterior (el gangster) está totalmente escindido del yo auténtico (el servidor de la ley), en Death Proof se procesa desde la feminidad y su tratamiento del sexo. En términos psicoanalíticos no es lo mismo la ley que el superyó. Mientras que la ley incentiva subrepticiamente su transgresión (el famoso dicho que dice que las normas están para incumplirlas), el superyó impone una restricción absoluta. Nuestras chicas -y Tarantino con ellas- manejan el erotismo desde la ley, pero no desde el superyó. No me aventuro a aseverar que es así como la mujer maneja a Eros porque sería de un reduccionismo alarmante, pero es como se perfilan en el film. Podemos conciliar con ese dibujo al carboncillo o no, pero podemos desarmar la falta de valor de los pasajes dialogados “menos interesantes”, porque con ellos nos está sustentando a los personajes con la misma habilidad con la que siempre cuenta para significar a sus personajes a través de los diálogos.
Este manejo del componente sexual, su único film en el que lo aborda de forma directa dentro una filmografía gobernada por Tánatos, nos puede servir como ejemplo representativo de lo que es Death Proof como film que se construye a partir de los subgéneros del slasher y el de persecuciones automovilísticas. El film nació como parte de una sesión doble, proyecto parido al alimón por su compañero de fechorías, Robert Rodríguez, donde trataban de trasladar al mainstream el espíritu de aquel añejo cine exploitation de alcantarillas que se proyectaba en las salas grindhouse, antiguos teatros del erotismo y/o burlesque reconvertidos en cines en aquellos (míticos) años 70. Eran salas que se concentraban en los degradados centros urbanos de, por ejemplo, Nueva York. Pasado el tiempo, todo parece apuntar que Tarantino se subió al carro sin creer mucho en ello. O parece, más bien, que estuvo inducido por Robert Rodríguez pero que no fue algo que surgiese de sí mismo en primera instancia. Una impresión que se refuerza si lo comparamos con los films de Robert Rodríguez, Planet Terror (2007) y Machete (2010), largometraje este último que prosigue con la misma intencionalidad de ramificar y expandir el concepto, al que se le puede sumar la psicotrónica y fascinante Hobo with a shotgun (Jason Eisener, 2011). Mientras que Rodríguez mimetiza o fotocopia el cine de terror más anclado en la serie Z (eso sí, con un presupuesto de clase A), Tarantino es incapaz de hacer una mala película y limitarse a la reproducción. Su voluntad autoral le impide respetar escrupulosamente la letra grindhouse. Rodríguez utiliza su autoconsciencia para legar limpiamente al gran público el placer que constituyó en su educación cinematográfica y sentimental, el peterpanismo genérico envuelto en vísceras, violencia y premisas delirantes, pero Tarantino no puede jugar en la misma liga en la que el artificio es mero pasatiempo lúdico. Death Proof también salta al patio de colegio, patente en su segunda mitad, dejando vislumbrar la operación en la que un adulto trata de rescatar sus juegos. No es el hombre mayor que se camufla y juega a ser el crío que fue, ahora propietario de sus propios juguetes, sino el creador que recuerda cuando era espectador inocente. Por eso en su cine juega un papel tan importante el fetiche y la mirada que emerge de la escopofilia, patente en el psycho-killer encarnado por Kurt Russell.
La primera parte del film, donde Tarantino procesa el slasher convertido en pieza de museo, es un constante juego de miradas y carne erotizada (femenina). Pero su puesta en escena calculadísima y estudiadísima denota un evidente trabajo intelectual donde deja al desnudo los parámetros del subgénero reaccionario (por eso nos muestra al asesino- lo primero que vemos de él son sus ojos en el espejo retrovisor, en relación a la escopofilia antes mencionada-, violando una de las normas básicas del slaher arquetípico) y procede a una conceptualización/elaboración que desarma y en cierta manera parodia aquello sobre lo que trabaja. Parodia no en sentido negativo, sino como superficie que incluye dos capas: la del referente original (el slasher) y una segunda donde se superpone la reflexión que trabaja el significante, cuestionándolo y reverenciándolo en una doble operación. Se le puede reprochar falta de coherencia, algo que sí mantiene Rodríguez al impulsar el proyecto Grindhouse, o lamentar que en su tratamiento se haya decidido por la vía más fácil. Ante un marco tan estereotipado y codificado, que mantiene unas reglas estrictamente rígidas que se van repitiendo de forma invariable como un severo ritual, optar por la vía que adopta Tarantino es la más fácil si uno no quiere diluirse en el calco subordinado. Lo complicado es hacer lo que realiza, por ejemplo, el remake de Maniac (Franck Khalfoun, 2012), que juega la partida con todas sus reglas y consigue encontrar su propia voz. Tarantino tiene que hacer imperar su autoría y en ese empecinamiento acaba por dejarnos con el material básico, dinamitado el aparato genérico que lo ampara, para acabar plasmando su insubordinación sin que ella denote displicencia.
De hecho, Death Proof está sintetizada en la frase que irónicamente se usa para definir al personaje de Kurt Russell: parece que se ha caído de una máquina del tiempo. La inacción de la primera parte, que transcurre en el presente pero siempre desde una atmósfera que recrea el look de los años 70, dota al film de artefacto perdido en las ondas electromagnéticas del tiempo, suspendido en el vacío, figurado a través de rastros y huellas de un cine extinguido por el paso implacable de los movimientos socioculturales y tecnológicos. El vídeo devoró la liturgia de las midnight movies y el cine grindhouse, por lo que cualquier reanimación de aquellas cintas tiene que pasar por un estado de momificación. Los zombies pulposos de Planet Terror son en Death Proof el mismo film dialogando con su propio pasado. Así pues, el largometraje actúa como dos espejos que se miran a sí mismos pero que revierten su propia imagen reflejada. La víctima, la presa hecha carne por la mirada fagocitadora de Kurt Russell, y asimismo la del mismo Tarantino masticando el subgénero, encontrará en su contemporaneidad el mito como amuleto (el Dodge Challenger de Punto Límite: Cero), donde la mujer se masculiniza (se despoja de la feminidad paradójica de la primera parte) y el slasher queda desactivado con el simple principio del regador regado de los hermanos Lumiére. Es como si Tarantino quisiera brindar su momento de venganza a la mujer, tradicional carne de cañón como receptáculo gratuito para la violencia y el sadismo en el añejo y raído cine de serie Z, hermanándose con las violentas y voluptuosas justicieras de Faster, Pussycat! Kill! Kill! (Russ Meyer, 1965).
Por ese motivo, cuando Tarantino reproduce digitalmente el desgaste habitual de las copias en mala calidad de aquellos films, estos signos gráficos y alteraciones (material sobreexpuesto, asincronía entre sonido e imagen, chasquidos, imagen rallada, cortes abruptos tras el cambio de bobinas, etc.) se concentran en la primera parte cuando las chicas son víctimas. Su segunda parte se presenta libre de impurezas y los colores recuperan su brillo, el pasado queda fijado y se rememora explícitamente a través de la mitomanía de las chicas, como si el presente estuviese dándole una tunda al tiempo pretérito, ahora despojado de espectralidad intemporal. De hecho, Punto Límite: Cero (Richard C. Sarafian, 1971), film que opera como tótem gravitacional de la segunda parte adrenalítica, ni tan siquiera puede adscribirse dentro del cine de serie Z, una cult-movie reducida aquí a mero objeto de devoción. Cabría objetarle que su segunda mitad, el espacio para la repuesta y la acción, responde a un capricho-homenaje: el tributo a la stunt que Tarantino saca a la luz como suele hacer con actores que rescata del ostracismo, haciéndola protagonista. Y a través de su encendido tributo canaliza su obsesión por recrear una virtuosa persecución automovilística como las de antes. Cierto, pero Tarantino es suficientemente claro para que nadie pueda sentirse engañado y sabe articular su film en dos mitades que se cuestionan y que trabajan sobre el tiempo recobrado y la dificultad de creer ciegamente en una restitución fidedigna e ingenua. Por lo que Tarantino se quita de encima los paños, la violencia ya no es tabú y por tanto no hay transgresión contracultural, y aprieta el acelerador porque el cine de entretenimiento basado en el impacto va a toda velocidad.