Deja de decir mentiras
La película que nunca fue Por Javier Acevedo Nieto
Oh, simple thing, where have you gone?
I'm getting old, and I need something to rely on
So, tell me when you're gonna let me in
I'm getting tired, and I need somewhere to begin
¿Qué podemos hacer en estos días de verano que se acercan cansadamente? Stéphane fotografía como quien acaricia mientras Thomas petrifica flores con la mirada y el cielo de verano es un espejito roto que deja que se filtren muchos colores. Son dos cuerpos enamorados y, por lo tanto, dos cuerpos que esperan el desastre. La cámara se posa entre los dos y parece no haber misterios: sobre los dos crece, incansable, la vida. Lo que harán cuando se vayan rápidamente los días de la primavera es algo que no nos importa mucho.
Es difícil estar solo una vez que se han inventado días en los que los pájaros pescan el sol hasta parecer estrellas temblorosas. También es difícil estar solo cuando se comprende que el paso del tiempo es algo así como los espacios indeterminados de piel que quedan por toquetear. La cámara sigue a Stéphane y Thomas con diecisiete años y realmente no estamos ante la mejor película del mundo. Pese a ello, ¿quién necesita la mejor película del mundo?
Muchos años después, Stéphane escribirá aburridas novelas burguesas mientras Thomas es feliz en el parto de su hijo Lucas. Stéphane apurará una copa de vino en una presentación de libros, aspirará el viento frío de septiembre y sentirá que, en cierto modo, todos esos días han pasado. La vida es ahora una retahíla de pequeñas renuncias. Thomas desaparecerá y conducirá su moto mientras el ruido del motor se sentirá como un estertor quejicoso bajo sus viejos muslos. La vida es una escaramuza de caricias de cortesía. La película se esforzará por transmitirlo, con mayor o menor éxito.
A veces las imágenes cobran una vida propia —no hablemos de animismo, personificaciones o demás figuras literarias o poéticas—. Cobran una vida propia en el sentido en el que las sentimos tan propias como todas esas miradas que dedicamos al fondo de nuestra habitación todas las mañanas. La relación de Thomas y Stéphane se nos narrará en dos tiempos: el de la presencia y el de la ausencia. Comprenderemos que Deja de decir mentiras (Arrête avec tes mensonges, Oliver Peyon, 2022) es la narración de un recuerdo que, como todos los recuerdos, duelen por su permanente persistencia; duele porque nunca nos enseña el final de aquella sonrisa, de aquella mirada o de aquel gesto del modo que nunca apreciamos el inicio de esta o aquella sonrisa, mirada o gesto.
En otra escena donde Stéphane fantasea con su vida de escritor más allá del lugar que le vio nacer, la mortecina luz del fin de algo se cierne sobre el rostro de Thomas. Su rostro queda como manchado por la luz y todo huele a falso verano. El trabajo actoral de los dos chavales, Jéremy Gillet (Stéphane) y Julien de Saint Jean (Thomas), rescata una de esas películas en las que nos gusta ser personas tramposas: queremos que nos gusten tanto que nos inventamos los motivos para que nos gusten. Mi motivo es esta escena en la que luz mancha a un Thomas que se sabe mediocre. He ahí un hombre cansado cuya idea del amor empieza a ser la de un himno lejano. Su mirada es un mal presagio y sabe que no gritar en ese momento es, en esencia, un milagro. Lo sabe porque su felicidad está en manos extrañas y muchos años después Stéphane comprenderá, cuando la misma luz golpee la espalda enfundada en un Burberry, que una vez fue un chico lleno de días y alegrías.
Y así, entre pequeños planos cortos de dos chicos que se quieren, otros pocos planos generales donde Lucas (el hijo de Thomas) descubre que su padre fue feliz en otro tiempo y haces de luz de una cinematografía inspirada solo a veces, podemos admirar cómo ser queer consiste en no saber decir adiós porque pareciera que todo es siempre una despedida. ¿Qué ha sido de la memoria de esos días? Deja de decir mentiras lo condensa en una de las pocas líneas de diálogo que no es una mentira: “sé que nunca seré tan feliz como lo soy ahora” Bajo el silencio del mundo contenido en una imagen estática, alguien es incapaz de fingir que las cosas mejorarán por intentarlo. El diálogo entre la ficción de la imagen, la ilusión de la mentira y la fachada de la palabra se quiebra. Los ojos de Julien de Saint Jean son un acto de tinieblas.
No sé si es una película que me guste o no, irrelevante todo esto. A medida que me hago mayor me voy quedando sin palabras porque siento que en mí perduran unas pocas imágenes; quizá incluso solo una, un momento aparentemente insignificante; y sellada en esa imagen está el silencio de mi mundo. Todo es un poco así, como un tiempo raro que se ha escapado demasiado rápido. Cuando unas pocas imágenes representan vagamente todo lo que se fue, la emoción medra y uno recupera una migaja de optimismo. Insuficiente porque lo que yo imagino puede que no exista y es grande el terrible terror de estos tiempos adultos en los que mi mayor miedo es la vida de mi imaginación. Sea como fuere, de vez en cuando la ficción de unas pocas imágenes en las que Stéphane y Thomas se quieren hasta aburrir es un nuevo acto de resistencia de ese cine que nos interpela y nos hace resistirnos a la despedida de los días que una vez fueron.