Destroyer. Una mujer herida

La máscara sin rostro Por Javier Acevedo Nieto

I. La máscara

El primer plano de Destroyer (Karin Kusama, 2018) muestra haces de luz intentando abrirse paso entre los párpados de Erin Bell (Nicole Kidman). Ese plano reproduce un punto de vista subjetivo que es inmediatamente contrarrestado por la furibunda aparición de los ojos azules. Abrir con ese punto de vista subjetivo apunta una de las constantes del filme de Kusama: todo lo que contempla el espectador es filtrado a través de la mirada de la detective enlutada en una cazadora de cuero. El artificio de la mirada de Bell reproduce el mundo interior de una protagonista que deambula por Los Ángeles a base de impulsos de ira que se manifiestan tanto en el caminar como en el violento respirar que infla las mejillas y enardece el gesto. Kusama maquilla a su personaje principal con una máscara donde las ojeras, las arrugas y los pómulos afilados reflejan las injerencias de un pasado que todavía no se ha desvelado pero que amenaza con hacerlo a través de voces en off — azuzando la frágil estabilidad de Erin — y flashbacks que arremeten contra la aparente linealidad de una trama en la que tras el hallazgo de un cadáver la detective Bell parece conocer al presunto asesino.

Destroyer

Una premisa inicial concisa e introducida en los primeros minutos del filme, y con la que Kusama disfraza bajo los códigos del neo-noir lo que podría haber sido una interesante introspección — y apasionante destrucción — de un personaje principal adscrito a un género en permanente mutación. Kusama presta particular atención a la construcción de una determinada distancia empática respecto a su protagonista. Erin Bell deambula con la constante herida sangrante de un pasado que se aferra a ella y solo le permite dar dentelladas de dolor, aniquilando cualquier posibilidad de amor y redención — ya sea acercándose a su hija o cediendo a los rigores típicos de la profesión — y entregándose a una venganza focalizada en Silas (Toby Kebbell), personaje que no va más allá de encarnar una némesis cuyas motivaciones permanecen en la sombra. Es precisamente en esta introspección del dolor y la fractura emocional donde el filme encuentra sus momentos pregnantes. El diseño de la máscara de dolor se basa en un meticuloso uso del primer plano — relevante en una película filmada en un formato de 2:35.1 donde el rostro ocupa por completo el ancho de la pantalla — y una dialéctica entre el raccord de miradas y la ruptura de la continuidad, introduciendo flashbacks e insertando elipsis a partir del gesto del primerísimo primer plano. La cámara en constante movimiento — con aproximaciones dramáticas a planos detalle, sobre el hombro o incluso reencuadres nerviosos — alienta escenas y caracteriza la psique de Bell en un correcto ejercicio de estilo donde Kusama revela — muy a su pesar — que quizá el gran problema de Destroyer radique en su escritura.

Destroyer 2018 (1)

El neo-noir se adueña de la puesta en escena, sin llegar en ningún momento a vulnerar en lo más mínimo los confines de la imagen de género. Un Los Ángeles aséptico filmado con abundante luz natural y, que al igual que en otras producciones más o menos cercanas al registro — la referencia a la infravalorada segunda temporada de True Detective (Nic Pizzolatto, 2015) sobrevuela —, se basa en una descripción de ambientes que se aproximan a la idea de lo urbano como una maraña de carreteras periféricas por las que las dinámicas de poder, sociales e interpersonales fluyen de manera centrífuga, alejadas del centro urbano y por ende, del centro socioeconómico. La deslocalización del neo-noir conduce a una narrativa fragmentada, localizada en espacios suburbanos y donde el tiempo y el espacio se rompen en fragmentos que privilegian lo transitorio, los no-lugares — restaurantes, sucursales y callejones — y la idea de que ya no es posible una estilización de la metrópoli como espacio de significancia dramática.

El coche erigido en espacio de movimiento físico y evolución psicológica, la ausencia de un hogar — la única vez que Erin llega a casa es para desmayarse — y la representación de lo suburbano como máximo referente estético — el centro urbano solo se atisba lejano a través de planos subjetivos que deambulan por las autovías — son otras señas. El estudio del personaje a través de esa idea de máscara — alentada por el primer plano — encuentra una continuidad en el tratamiento de las coordenadas de género, pero no existe una vocación por agrietar, deformar y estirar los límites de ese modo de representación institucional.

Destroyer Nicole Kidman

II. El rostro

Tras la máscara de Erin se esconden los numerosos flashbacks y la sombra del tiempo líquido infiltrándose por la aparente continuidad del relato. Si Destroyer era un ejercicio de estilo, intrascendente en su vocación de reproducir meramente las coordenadas de género, pero con una cierta ambición de reproducir la ira y la rabia a través de un personaje y un registro estilístico, naufraga en el momento en que el pasado se hace visible. No carece de peso dramático conocer el pasado de Erin como ayudante del sheriff y su trabajo como infiltrada junto a Chris, agente del FBI, en la banda de Silas. Lo que sí carece de peso dramático es el constante devaneo entre líneas temporales y cómo Kusama intenta confrontar los roles y motivaciones de Erin — pareja/madre/agente/justiciera — a través de tramas débilmente esbozadas — y peor dialogadas. Se pasa así de una más o menos convencional aproximación a la introspección de un alma herida a la mostración de lugares comunes banalizando el conflicto interior de una protagonista cuyo atractivo residía en aquello que no mostraba.

El neo-noir actual parece regodearse en la miseria de personajes llevados al límite de su supervivencia, negándoles cualquier posibilidad de catarsis. Arrincona su pathos — el éxtasis liberador del sufrimiento — a clímax dramáticos profundamente estilizados y fundados en un imaginario que condensa lo sublime y patético de la urbe — las luces de neón, los charcos perennes bajo puentes, los callejones y las carreteras, los obscuros aledaños boscosos próximos a eventos públicos donde se soterran condones, jeringas y fluidos — con el flujo de conciencia de personajes que ven apagarse en el destello de su mirada el rastro de cualquier expectativa. Erin Bell o Ray Velcoro — difícil no volver a True Detective — no serían los mismos sin los distantes pero cercanos universos de Michael Mann o Brian de Palma. No obstante, el clímax de Erin Bell está lejos de condensar nada genuino, y su pathos está marcado por ese devaneo de tramas y líneas temporales donde no se sabe donde acaba la acertada introspección del dolor y empieza el gesto impostado.

Destroyer 2018 Nicole Kidman

Todo queda por explotar. La subjetividad, la idea del cuerpo desintegrándose y corrompiéndose con cada golpe, con cada nuevo revés. Erin Bell aspira a disolver su fisicidad en una suerte de holograma del propio cuerpo que se deje atravesar por el ambiente de la ciudad por la que deambula, por la textura del pasado y puño de rabia y redención que exprime sus entrañas. En lugar de eso Kusama cede a la estilización burda, a las coordenadas de género, a la monótona rutina de acudir al repositorio de motivos narrativos — romances en gasolineras, redenciones materno-filiales zanjadas en dos líneas, novios con complejo de chulo etc —.

III. El retrovisor

«Me figuraba el pecado como un ropaje del que nos desnudábamos para represar la sangre terrible, para acompasar su latido al eco remoto de esa palabra sin vida que se cierne en el aire» 1. En Mientras agonizo (2018) William Faulkner conseguía consumar la representación del Yo y la consciencia del propio cuerpo para después ofrecer su desintegración y alienación a través del sexo y esa metáfora basada en la vestimenta. Existe un deseo similar en Destroyer por representar la consciencia del propio cuerpo de Erin, su peso y su tacto tras cada golpe, tras cada arrebato de furia reflejado en el espejo. La cazadora negra, el peinado, la presencia plomiza, los moratones, las manos sobre el volante. Una escritura sobre el cuerpo en desintegración, sobre la alienación del yo y la liberación. Quizá sea la idea menos explorada, y aún así la más interesante.

Destroyer Kusama (1)

Héléne Cixous afirmaría en La risa de la medusa (1976) 2 que «no hay cimientos para establecer un discurso, sino un árido y milenario terreno para romper, lo que digo tiene al menos dos lados y dos objetivos: romper y destruir; y prever lo imprevisible, proyectar». Lejos de querer adentrar esta conclusión en una lectura feminista — no por interés, sino por una cuestión de ilegitimidad propia — el film de Kusama ofrece esa posibilidad en la escritura femenina preconizada por Cixous que debía escribir sobre mujeres, para mujeres y desde un punto de vista que sobrepase el conflicto dual masculino/femenino y cree algo nuevo a partir de los restos de lo antiguo. Por evocador — y reaccionario —, la escritura literaria de Cixous es aplicable también a un cine dirigido y protagonizado por mujeres. Destroyer tenía en su mano la posibilidad de desmontar un género y escribir sobre él a partir de unas coordenadas nuevas. Se conforma en cambio con replicar viejas fórmulas, tachar ciertos vicios y emborronar con una escritura tibia una historia que se queda en simple punto y seguido del legado de género. Ni se adentra en los terrenos de una escritura que desafíe la idea del Yo, ni reescribe desde esa perspectiva femenina.

Por ese motivo, En realidad nunca estuviste aquí (You Were Never Really Here, Lynne Ramsay, 2017) sigue siendo el mejor ejemplo de neo-noir reescrito por una cineasta, capaz de trascender el género y de no visibilizar lo invisible so pena de matar el poder cautivador de lo que no se tiene que decir. Muchos son los puntos en común, aunque Destroyer permanece como un borrón con algunas ideas buenas tachadas — aunque Kusama ha demostrado manejar los resortes de la escritura femenina dirigiendo algunos de los mejores episodios de Halt and Catch Fire (Christopher Cantwell y Christopher C. Rogers, 2014) —, mirando por el retrovisor lo que pudo ser y no fue. Sus últimos diez minutos estilizan y visibilizan el drama que jamás debería haber atravesado la máscara con imágenes deletéreas de un rostro sin máscara que no suscita nada. Diez minutos que condenan cualquier expectativa. A veces es mejor no quitarse la máscara.

  1.  FAULKNER, William (2018). Mientras agonizo. Barcelona: Editorial Anagrama
  2. CIXOUS, Hélène (1976). “The Laugh of the Medusa”. Journal of Women in Culture and Society, 1 (4), p. 875.
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