Dheepan

La trinchera interior Por Yago Paris

En lo que a disfrute y valoración personal se refiere, la ganadora de la Palma de Oro de 2015 está a un nivel similar a la de la edición del año pasado. En 2014, Nuri Bilge Ceylan se alzaba con el galardón más prestigioso del cine mundial con Sueño de invierno (Kis uykusu, 2014), elección rotunda que no levantó la menor de las polémicas. El autor turco ya era un habitual de La Croisette y venía gestando este clímax con una serie de entregas que siempre aspiraban a ser una gran obra maestra. Con su tono solemne, su trascendencia y su extensa duración, las papeletas para triunfar en el certamen francés eran cada vez más numerosas. Parece ser que con Sueño de invierno tocó la tecla que le faltaba, alzó el pie hasta el último escalón y encandiló al jurado presidido por la directora neozelandesa Jane Campion. Una escalera que aparentemente tenía más peldaños que la de Bennett Miller y su Foxcatcher (2014), mi apuesta personal. Y es que el turco es un realizador talentoso y con detalles de maestría, pero en el que no encuentro esa aura de grandiosidad; de hecho, me transmite la sensación de estar más pendiente de dar una imagen de trabajo incontestable que de realmente conseguirlo. La de 2014 es una película de indudable calidad, pero el trofeo más importante del Festival de Cannes se me hace un triunfo exagerado para un film con enormes virtudes pero notorios desatinos, como la verbalización de conceptos subtextuales o cierta pretenciosidad en su tono. Soy consciente de que en esta valoración me quedo solo. No se está tan mal.

La 67º edición del festival cinematográfico más mediático dio paso en 2015 a una situación similar que, en este caso, parece tener más adeptos. Jacques Audiard se ha labrado, y con motivo, una carrera apadrinada por Cannes. El francés es un habitual de estos lares, donde sus proyectos siempre arrancan aplausos. Del galardón al mejor guion por Un héroe muy discreto (Un héros très discret, 1996) al premio de consolación –El Gran Premio Del Jurado– por Un profeta (Un prophète, 2009), daba la impresión de que se le debía ya el máximo reconocimiento. Y esta situación ha llegado con su última cinta, Dheepan, que la crítica internacional no ha tenido problemas ni en destacar que es menor que la anteriormente citada, ni en remarcar que igualmente se trata de un gran ejercicio. En eso estamos de acuerdo.

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Como es habitual en su filmografía, el francés se sitúa en un terreno muy visitado por cine de autor europeo, como es la marginalidad de las clases bajas y de la inmigración. Estas historias gustan en este festival, y sólo hace falta ver el éxito que han tenido los hermanos Dardenne. Sin ir tan lejos, en la Sección Oficial Dheepan competía con una obra en apariencia muy similar, La cabeza alta (La tête haute, Emmanuelle Bercot, 2015), aunque, por el bien de su integridad cinematográfica, acierta en alejarse de esta en lo que a maniqueísmo y redundancia se refiere. Una de las mayores virtudes de este director está en su capacidad para moverse en terrenos conocidos pero sorprender con el desarrollo, tanto en la puesta en escena como en el desarrollo del texto. Un profeta no era un film de mafia carcelaria al uso, como tampoco De óxido y hueso (De rouille et d’os, 2012) era un drama romántico estereotipado. La nueva aborda la guerra civil en Sri Lanka y la posterior inmigración de un trío de refugiados políticos a Francia, pero nuevamente sorprende en su capacidad para manejar temas manidos sin caer en el lugar común.

En este aspecto, cobra especial relevancia en Dheepan el establecimiento de relaciones atípicas.No es lo habitual que un jefe mafioso corso introduzca en su círculo a un árabe recién llegado al centro penitenciario, como no lo es reflejar las interacciones íntimas que se establecen entre un boxeador de barrios bajos y una domadora de orcas de un parque acuático. Dheepan habla de los problemas de adaptación de una familia recién llegada a Francia. Todo normal hasta ahí, salvo por el pequeño detalle que esconden a todo el mundo excepto al público, que desde el primer momento sabe que realmente no se trata de una familia, sino de tres personas desconocidas entre sí que se ven forzadas a aparentarlo con tal de sobrevivir. La situación es parecida, pero ya no es la misma, y de este matiz nacen unas implicaciones morales que sorprenden por su frescura y atraen por lo estimulantes que resultan.

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En paralelo se desarrolla otro aspecto habitual en estos ambientes como es la droga asociada a la marginalidad. Nuevamente, Audiard esquiva el maniqueísmo al retratar este mundo desde la distancia de una “familia” que trata de pasar desapercibida y olvidar las secuelas de una guerra civil. Lo que en cualquier historia de este estilo sería el elemento central, al menos el generador de conflictos, en esta se convierte en una característica del paisaje suburbano en el que tienen lugar los acontecimientos. A medida que avanza el metraje, la presencia es cada vez más notoria, pero la película transmite la seguridad de las obras que no van a caer en la tentación de ir por el camino fácil. Sin embargo, el clímax llega y esta trama pasa al primer plano. Se suspende la incertidumbre, de repente ambos caminos son factibles y todo se puede venir abajo. Es en este instante cuando el realizador francés sube el listón de la narración, hasta entonces talentosa pero no prodigiosa, y compone una filmación que revisita el clímax de Un profeta en la forma y el fondo, no para plagiarse sino para mejorarlo. El caos y la brutalidad aceleran y revientan en una ascensión a los infiernos.

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De óxido y hueso

Las secuencias alternan el realismo crudo con una evasión poética que habla de las ansias de sanar los fantasmas interiores, y la incapacidad de lograrlo. El tono se oscurece a medida que los miedos se acrecientan, el Edén se fuga al Averno, despierta el monstruo de la guerra. Un ser demasiado poderoso, dominador de las pulsiones y los instintos, con el que el protagonista deberá convivir, cuidándose de no hacer ruido y despertarlo. No hay falsas esperanzas; la redención no es posible, y enterrar el pasado es la única vía hacia la búsqueda de la felicidad. Una felicidad que se dibuja como la calma espiritual, como el control del demonio en el que se ha convertido o que puede llegar a ser. Una felicidad a pesar de todo. Audiard impacta con su nueva obra, un film potente, impactante, al que poner pocas pegas, por no decir ninguna, pero es otra Palma De Oro que sabe a poco, a insuficiente.

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