Día de lluvia en Nueva York

La dorada manzana del eterno deseo Por Raúl Álvarez

Las películas de Woody Allen ni empiezan ni terminan; simplemente se deslizan, discurren, vuelan. Como los romances medievales, los relatos del neoyorquino sitúan al espectador en un punto de una historia, que podría ser cualquier otro, desde el cual los personajes aparecen y desaparecen con ligereza, mecidos en una puesta en escena en la que la cámara nunca se nota, pero siempre está, y los diálogos disparan las verdades del barquero. Esta rara cualidad podría explicar dos fenómenos que los allenianos conocen bien. Uno, que sus películas siempre son dos, la que avanza de principio a fin y la que retrocede de fin a principio –la última escena y el último plano de todas las películas de Allen son memorables e invitan a recorrer el camino inverso de la ficción–. Y dos, que uno no quiera irse del cine hasta que se encienden las luces, porque solo entonces se rompe el hechizo y la realidad vuelve con su mazo kantiano. Estábamos en el jardín de las Hespérides y, de pronto, nos expulsan sin motivo (pero con la Razón).

En Día de lluvia en Nueva York, Allen conjuga precisamente el pulso entre los motivos de la razón y los motivos del corazón mediante una historia que ya nos ha contado muchas veces, pero quizá nunca con tanta claridad y sinceridad. Se trata, probablemente, del gran tema que articula su cine: la frustración vital que nace del amor no correspondido, o del amor agotado, o del amor absurdo, o del amor romántico que todo lo abrasa, o del amor esquivo y fluctuante, o del amor acostumbrado, o del amor soñado, o del amor envenenado… De los caminos del amor, en definitiva. Algo tiene el amor, cuando planea como un suspiro sobre las últimas películas de muchos directores veteranos, ayer, hoy y seguramente mañana. Wilder, Ford, Huston, Kurosawa, Ozu, Kubrick, Coppola, Almodóvar, Fellini, Mankiewicz. Pareciera que la idea postrera que desean compartir con el mundo, su canto del cisne, es la imposibilidad de resistirse a la fuerza de gravedad que ejercen los sentimientos y, por tanto, que vivir es llorar, de alegría o de tristeza, pero llorar. Y hay que llorar más.

En este punto Allen recupera la clave narrativa de Melinda y Melinda (Melinda and Melinda, 2004), uno sus títulos más olvidados y, sin embargo, imprescindible para entender la condición bipolar de su cine. Los personajes de Día de lluvia en Nueva York son a la vez trágicos y cómicos. Viven una agridulce contradicción que los sitúa entre sus fantasías y la realidad; su desazón procede de la dificultad de darle la vuelta a ese estado vital, es decir, de lograr que la realidad sea una encarnación de sus fantasías. Esa es la esencia platónica de Gatsby (Timothée Chalamet) y de tantos otros alter ego de Allen en la pantalla. «La realidad está bien solo para el que no aspira a nada más». En esta sentencia de Gatsby podría resumirse la carrera de un Allen que hoy, más discutido que nunca, es de los pocos directores que se enroca en el romanticismo como plataforma de salvación individual. Es la búsqueda constante y obsesiva de esa plenitud sentimental la que distingue a Allen como un puerto seguro en medio de la tempestad postmoderna. Se alcance o no, no hay que renunciar.

Esa insistencia, que es una hermosa forma de resistencia en estos tiempos de medias verdades, lleva a Gatsby por un periplo de encuentros y desencuentros amorosos durante un día de lluvia en Nueva York, primero con su novia Ashleigh (Elle Fanning) y después con Shannon (Selena Gómez). Es un tránsito que recuerda al de los personajes de El libro de los amores perdidos, de Milan Kundera, en tanto ninguno de ellos quiere reconocer su profunda insatisfacción vital, que el escritor en su novela y Allen en su filme conectan a una renuncia cobarde de sus ideales románticos. «Todo el poder lo tiene la costumbre», advierte Ovidio en El arte de amar. Precisamente uno de los relatos del libro de Kundera, La dorada manzana del eterno deseo, me asaltaba a cada minuto de la proyección. No por una inexistente semejanza argumental entre este cuento y la película, sino por el simbolismo de la figura retórica de la manzana y su expresión en el relato. La manzana de Kundera y la de Allen es la luz del sol, que porque está siempre ahí, aunque llueva, dejamos de verla. Lo mismo sucede con el deseo, que ni en los peores días deja de arrastrarnos. ¿Me buscas? ¿Te busco? Vamos…

Día de lluvia en Nueva York

La dorada manzana del eterno soñador

Woody Allen y Vittorio Storaro forman pareja creativa desde Café Society (2016). Casualidad o no, lo cierto es que las tres películas en las que han trabajado juntos desde entonces podrían formar una suerte de trilogía acerca de la posibilidad del amor imposible. Y en la concreción visual de esa idea, el trabajo del italiano alcanza una cima maravillosa en Día de lluvia en Nueva York. La manzana de Kundera ilumina cada fotograma desde el prólogo, situado en la universidad, cuando Gatsby y Ashleigh pasean por el campus acariciados por el tenue calor de una luz solar que juguetea en sus rostros. Un purista podría observar que esa luz es incompatible con la iluminación del resto de la escena. Y es probable que así sea. Pero si damos por muerto y enterrado al realismo –«el realismo no existe», me decía siempre mi añorado Eduardo Rodríguez Merchán–, y aceptamos que Allen es, ante todo, un soñador, esa consideración carece de la menor importancia. Es la luz del deseo, de la búsqueda impenitente, del ansia por amar y ser correspondido, del impulso primario que nos mueve y da sentido a cada una de nuestras acciones. Podemos querer no verlo, claro; ser ciegos a voluntad. Entonces le estaremos dando la razón a Saramago.

Nadie va a descubrir a estas alturas la maestría del italiano con la luz y las texturas. Lo que logra en la última de Allen es, sin embargo, digno de elogio porque establece un discurso paralelo al de los diálogos, para negarlos y apuntar con ironía crepuscular la estupidez humana. Alumbra, sin esfuerzo aparente, uno de los talentos innatos de Woody Allen, que es esa habilidad desarmante para mostrar la incongruencia entre lo que dicen, hacen, piensan y anhelan sus personajes. Ese rayito de luz que acompaña siempre a Gatsby, a Shannon, a Ashleigh, a Rolland (Liev Schreiber), a Ted (Jude Law) o a Francisco (Diego Luna) es la fantasía quijotesca de sus sueños, empeñada en no abandonarles. Todos ellos pasean su insatisfacción por ese Nueva York lluvioso y gris que simboliza la ruina de sus destinos. ¿No hay redención posible? Sí, seguir soñando. Pero no como forma de autoengaño o para refugiarse de una realidad incómoda. Allen y sus personajes se alimentan de quimeras porque entienden que son un ideal posible. «Podría decirse que yo juego a algo que Martin vive», dice el protagonista de La dorada manzana del eterno deseo. Gatsby quiere vivir, y los demás juegan.

La aparición de Shannon, la hermana de una antigua novia de Gatsby, representa la encarnación de los ideales románticos de éste. Es otra luz, pero en este caso palpable, material, al alcance sus labios y de sus caricias, que entra y sale de las escenas como el Puk del Sueño de una noche de verano. Descarada, sentenciosa, un tanto loca y valiente, muy valiente, es la antítesis de Ashleigh en tanto ésta vive para sí misma mientras ella se entrega a los demás. El rayo de luz ha tocado tierra, y ahora les toca a ellos, Shannon y Gatsby, enfrentarse al choque inesperado, pero deseado, de sus fantasías. ¿Qué nos une? ¿Qué nos separa? ¿Qué tienes dentro que me acerca tanto ti? ¿Por qué has aparecido ahora y no antes, después o nunca? ¿De verdad existes o eres una proyección de mi mente enferma? ¿Qué demonios hacemos ahora que nos hemos cruzado? ¿Me esperas, te espero, huimos juntos, nos refugiamos? ¿Arrancamos del árbol la dorada manzana de los eternos soñadores? Allen sitúa a su pareja protagonista ante las cuestiones amorosas más antiguas del mundo, y como no hay ni habrá respuestas claras, los pasea por Nueva York hasta su definitivo encuentro. Nada que merezca la pena puede ser sencillo.

Las peripecias de Gatsby y Ashleigh se entrelazan con las de los demás personajes en un camino de auto-descubrimiento y conocimiento de sí mismos que constituye la enésima exhibición de Allen como maestro de marionetas equívocamente cómico. Día de lluvia en Nueva York es una comedia ligera para quienes se conformen con la realidad; para los soñadores es una invitación punzante a seguir el camino de baldosas amarillas. Porque hay mucho de Oz, que al fin y al cabo es un refugio para las ideas hermosas, en ese Nueva York mojado y borroso que casi siempre se ve, en segundo plano, a través de ventanas golpeadas por la lluvia, desde coches, hoteles, apartamentos y bares. Lo que distingue a Gatsby y Shannon de los demás es precisamente su condición de paseantes, bajo la lluvia, en una ciudad donde los otros no quieren caminar. Se ven y se disfrutan así, andando juntos, buscándose y encontrándose camino de Oz. Este es otro concepto visual sobre el cual Storaro proyecta su rayo de luz. Es incierto que Allen sea mejor guionista literario que visual.

La dorada manzana del eterno amante

Hay dos escenas mágicas que convierten Día de lluvia en Nueva York en una película indispensable para cualquier buen aficionado al cine. Ambas son además una demostración de que Allen, cuando quiere, es capaz de prescindir de las palabras para fiarlo todo a la imagen y la música. La primera tiene lugar en casa de Shannon. Llueve sobre la ciudad y sobre los corazones. Shannon se cambia de ropa para acudir a una improbable cita con un dermatólogo, y Gatsby, mientras, se sienta al piano del salón para tocar Everything happens to me. La cámara se recrea en la interpretación de Gatsby mediante un movimiento circular que primero se acerca al piano, se detiene en el rostro del actor, y luego muestra el resto de la estancia justo en el momento en que aparece Shannon. Y con ella, la luz a través de las ventanas. Acaban de entregarse el uno al otro, pero aún no lo saben. Es una manera preciosa de expresar la entrada de otra persona en la vida de uno. Conviene revisar esta escena antes de considerar Día de lluvia en Nueva York como un Allen menor; expresión esta, por cierto, vulgar y vaga, se aplique a quien sea.

La segunda escena es la que cierra la película… y abre esa otra historia que sucede solo ante los ojos de nuestra mente. El director neoyorquino es siempre generoso en el esfuerzo, y entrega relatos con vida propia más allá de la pantalla. Gatsby acude al antiguo zoo de Central Park después de romper con Ashleigh. Otra vez llueve sobre la ciudad y sobre los corazones. Necesita respirar, mojarse; no tolera las convenciones y está decidido a vivir a su manera. No es un bohemio ni tampoco un falso rebelde con dinero. La revelación del secreto de su madre es muy significativa a este respecto. Gatsby solo quiere ser Gatsby, y el punto cero de ese convencimiento quiere situarlo en el escenario favorito de una de sus fantasías recurrentes. Gatsby pasea por el parque, y la cámara, siguiendo el mismo movimiento que en casa de Shannon, se acerca a él, lo envuelve, y se aleja poco a poco para mostrar la entrada de ella en el plano. Ninguno lleva paraguas. Acaban de entregarse el uno al otro, y por fin lo saben. Un beso, una caricia, una confidencia al oído, una risa cómplice, juntos de la mano, y fundido a blanco. Han llegado a Oz.

La escena tiene una textura onírica que abre la puerta a la cuestión de si Shannon es real o una mera fantasía de Gatsby. Aquí Allen vuelve a jugar con sus marionetas y deja a cada espectador dos cartas sobre la mesa. Para los sensatos, Gatsby será un idealista que no quiere madurar y sentar la cabeza; para los soñadores, será un tipo raro, extraño y maravilloso que no se rinde a la costumbre. Las dos posibilidades, sin embargo, y esa es la genialidad de Allen, están atravesadas por el mismo rayo de luz. Gatsby, como cualquiera de nosotros, solo quiere a alguien que disfrute mojándose bajo la lluvia. Unos seguirán el camino hasta el final, otros se cansarán y algunos nunca echarán a andar. Bienaventurados los correspondidos.

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