Día de patriotas
Amor y simulacro Por Ignacio Pablo Rico
Día de patriotas (Patriot’s Day, 2017), al igual que los dos trabajos del cineasta Peter Berg que lo preceden, El único superviviente (Lone Survivor, 2013) y Marea negra (Deepwater Horizon, 2016), forman una suerte de tríptico sobre el heroísmo americano que busca sus esencias en la verdad, a contracorriente tanto de los discursos hegemónicos como de la complacencia corporativa —algo que Berg lleva ensayando toda su carrera, y que despuntaba finalmente en Hancock (2008). En Día de patriotas supo aunar, nuevamente, la recreación detallista, bordeando el docudrama, de un acontecimiento verídico y de la realidad social ligada al mismo, con una concepción anómala hasta lo fascinante de la imagen-espectáculo.
Puntillosa reconstrucción del tristemente célebre atentado de la maratón de Boston del 15 de abril de 2013, la aparente fidelidad al relato consensuado por medios de comunicación y organismos oficiales 1 se ve sometida a su propia demolición: hablamos de una película que anida en el tejido de lo hiperreal. La aproximación moralmente ambigua, a veces aséptica en términos éticos, a los hechos que tienen lugar tras la tragedia; la relevancia de las nuevas tecnologías y las imágenes codificadas en vídeos de cámaras de seguridad urbana, ordenadores portátiles y televisores; y, sobre todo, la alternancia de lo reflejado en pantallas diversas con el tono de documental riguroso para narrar unos mismos acontecimientos, dejan constancia del espíritu perturbador de un thriller en el que prevalece, solo aparentemente, un patriotismo afectivo alienado: la dificultad, en tiempos hiperreales, de construir un relato identitario postraumático susceptible de reconfigurar los valores individuales y colectivos puestos en jaque por el terror.
Una reflexión en continuo desarrollo a lo largo de toda la película, empezando por la poliédrica mirada de Berg sobre el acto de violencia que desencadena la trama —la explosión se repite desde distintos ángulos y recurriendo a formatos y canales expositivos diversos, como si el cineasta dudara, cuestionara los cimientos de su acercamiento a los hechos—. Más adelante, en uno de los instantes claves del filme, el sargento Tommy Saunders (Mark Wahlberg) intenta expresarle a su mujer, Carol (Michelle Monaghan), los detalles de lo que ha vivido; finalmente, como la cámara que estalla debido al efecto de la explosión, se muestra completamente incapaz, rompiendo a llorar.
El trauma es aquello que no puede ser articulado como narración, que no admite una explicación internamente coherente de sí mismo. Será la valentía de Saunders, otro working class hero en la filmografía de Berg, la que alumbre, precisamente, la posibilidad de la curación comunitaria: en la escena más significativa y memorable de la película, Saunders ayuda al FBI a imaginar, en un almacén dispuesto para la reproducción del crimen, los pasos de los terroristas antes del ataque. Así, se interna en el sombrío territorio de la conjetura (virtual) para sustraer del mismo los rostros amenazantes del Mal, transmutados en un puñado de píxeles. Una reivindicación muy inteligente del fructífero diálogo entre lo digital y (su expansión en) la ficción, e incluso de la posibilidad de alcanzar nuevos cauces para la verdad, a través de una instrumentalización honesta de las herramientas virtuales, en un presente definido por su opacidad ante sí mismo.
Escribía Jean Baudrillard que «todo el mundo es cómplice, en especial los mass-media, de mantener la ilusión de la posibilidad de ciertos hechos, de la realidad de las opciones, de una finalidad histórica, de la objetividad de los hechos. Todo el mundo es cómplice de salvar el principio de realidad»2. Esto se ha convertido en una evidencia en el mundo de Día de patriotas. Así pues, el casus belli de Berg como realizador, y de Saunders como héroe de ficción, es encontrar un centro de gravedad auténtico cuando América, eviscerada, resbala tratando de recuperar el equilibrio sobre sus propias entrañas; espacio de incertidumbres, de banderas llameantes. En un elocuente diálogo, el agente de la posverdad Tamerlan Tsarnaev (Themo Melikizde) espeta a su rehén Dun Meng (Jimmy O. Yang) que los atentados del 11-S no fueron realizados por yihadistas. Más tarde, en medio de la caza a los terroristas, las autoridades tomarán una serie de decisiones que anularán provisionalmente los derechos fundamentales de los ciudadanos. Un clima de irrealidad, de perplejidad, se cierne sobre los personajes hasta alcanzar una conclusión que halla en el amor, imbricado este con la conciencia comunitaria y las tradiciones afectivas, el único asidero posible, la única verdad que sobresale de lo real simulado, cuando han sido demolidas las imposturas en las que está cimentada toda ideología dominante —del buenismo progresista a la retórica neoconservadora—.
El amor, al fin y al cabo, como última trinchera que posibilita mantener viva la llama de una tierra agónica; como solución elemental inconcebible en su pureza en un mundo que nos ha abocado —como apuntaba otro filme de aquel mismo año: Wonder Woman (Patty Jenkins, 2017)— a hacer de nuestro propio espíritu un campo de batalla, el erial sembrado de cadáveres que deja la pugna entre lo confortable de la mascarada y la asunción de lo que realmente somos: el alcance y limitaciones de nuestra agencialidad.
- SALGADO, Diego (2017): Pánico en las calles. A propósito de Día de patriotas (Peter Berg, 2016). en Sesión de madrugada (https://sesiondemadrugada.tumblr.com/post/162793158273/p%C3%A1nico-en-las-calles-a-prop%C3%B3sito-de-d%C3%ADa-de) ↩
- BAUDRILLARD, Jean (1987): Cultura y simulacro, Barcelona: Kairós. ↩