Diplomacia

París bien vale una tonelada de dinamita Por Enrique Campos

Ahora que la coyuntura económica nos invita, no sin cierta perversidad, a compararnos día sí día no con los dominios de Merkel, es buen momento para hacer extensibles tales equiparaciones a cuestiones quizá no tan relevantes en la agenda de los señores Montoro o De Guindos, pero sí para entender o al menos preguntarnos en voz alta por qué estamos donde estamos. Por qué pensamos lo que pensamos.

En 2015 se cumplirán 60 años de la caída del Tercer Reich. Alemania las ha visto de todos los colores desde entonces. Un país arrasado y (merecidamente) vendido por piezas, con el dedo acusador de la Historia apuntándole a la cara. Alguien decía, un bienhechor, seguro, que “de la cárcel se sale, de la miseria no”. Es una filosofía ésa a debatir. La aseveración, no obstante, puede completarse: “de la miseria económica pueden sacarte los demás, de la miseria moral tendrás que salir tú solo”. Alemania ha sabido seguir adelante con la marca de Caín y en ello han jugado un papel determinante sus creadores, sus intelectuales. Flagelarse está muy bien; arrepentirse, todavía mejor. Pero cuando la espalda chorrea sangre y las rodillas llevan días entumecidas conviene reflexionar sobre cómo llegamos a esa situación.

40 años después de la muerte del dictador, España continúa contando una parte de la historia, entregando hagiografías de personajes de una sola de las facciones. Así ni modo, que dirían los mexicanos. Seguimos, pues, esperando a los Hirschbiegel, a los Fassbinder, a los Schlöndorff. Seguimos esperando El hundimiento (Der Untergang, Oliver Hirschbiegel2004), El asado de Satán (Satansbraten, Rainer Werner Fassbinder, 1976), o Diplomacia (2014). En el bando de los malos había seres humanos, no orcos. Los ogros tenían el aspecto de John Malkovich (El ogro, Volker Schlöndorff, 1996), no eran verdes ni moraban en tenebrosas ciénagas. Entonces, ¿por qué no ponerlos bajo el microscopio? ¿Qué mejor manera de explicarse a uno mismo y ante el mundo?

Diplomacia

Un preámbulo eterno, lo asumo. Y es que en el preámbulo está el meollo de la adaptación que acaba de despachar el honorable Volker Schlöndorff de la obra de teatro homónima de Cyril Gely. ¿Qué lleva a un general nazi, por muy nazi y muy general que sea, a ordenar la destrucción de París? Es un episodio poco publicitado de los estertores del reinado que iba a durar mil años –desconocido por no ejecutado, claro-; la otra “solución final”. En su huida hacia adelante, Hitler tenía planes para la capital francesa y sus habitantes, los que se le habían “abierto de piernas como putas” y ahora cometían la alta traición de abrazar la fe aliada. TNT para todos. El Louvre, el Palacio de la Ópera, los Campos Elíseos, Notre Dame, la torre Eiffel y hasta el último puente sobre el Sena. TNT para todos. Dresden, una velada de fuegos artificiales al lado de la bacanal de pólvora programada para el 24 de agosto de 1944.

Schlöndorff dota a la obra de Gely de los mimbres necesarios para la traslación a los 29 fotogramas por segundo. Podría habernos mantenido encerrados en la habitación con el general Choltitz y el diplomático sueco que trata de persuadirle de pulsar el botón rojo; pero lo que en teatro es asumible, en cine se torna en claustrofóbico. No es la claustrofobia el eje de Diplomacia, por ello el director de El tambor de hojalata (Die Blechtrommel,1979) introduce pequeñas instantáneas de un exterior convulso, inquieto, con el aliento yanqui flotando ya en el aire de la ciudad de la luz. Nada que altere sustancialmente el contenido. Enseguida volvemos a la cumbre bilateral clandestina. Vuelta a la personalidad de Choltitz y sus verdaderas y últimas circunstancias. Siempre con el presunto delante, desde luego. La versión que aquí se presenta no es la única versión de los acontecimientos. Como parábola es efectiva, eso es lo que cuenta.

¿Se había vuelto completamente loco el tal Choltitz?

Diplomacia 2

Diplomacia es en ejemplar en el tratamiento del personaje que encarna Niels Arestrup.
No cabe lugar a dudas, la primera impresión que Gely y Schlöndorff quieren que tengamos de él la de otro Göring, otro Himmler. Más fuhristas que el Führer. Quizá lo fuera. Ahora bien, como entendimos en El hundimiento, incluso el propio Führer devino en pobre diablo, esclavo de sus actos y sus fobias. Lo deja claro el diplomático: “no sé qué haría yo en su lugar, general”. Ni él ni ninguno de los espectadores cuando sepan lo que él sabe. Sí, se puede empatizar con un nazi. Von Trier es un cabronazo, pero da pocas puntadas sin hilo, y tenía razón, aunque le pusiera los pelos de punta a Kirsten Dunst: se puede empatizar hasta con Adolf Hitler. Ni a Hitler ni a Choltitz les movían impulsos que no nos sean familiares en mayor o menor medida. Las mentes simples, o los que buscan influir en las mentes simples, no querrán saber de espectros cromáticos. Negros o blancos, el resto es apología, justificación. Schlöndorff, que en el fondo no es ningún cabronazo como Von Trier, nos obliga a digerir puntos de vista que no queremos digerir, y lo hace desde la moderación más absoluta. Desde lo que nuestros mayores tildarían de charla entre caballeros. Diplomacia no engendrará terrores nocturnos en ningún niño, y al abuelo no le reventará el bypass. Diplomacia puede incluso dejar sin muchos argumentos a la señora de la AVT respecto a este trance concreto (y sólo a este).

No está mal para unos pocos metros de celuloide: ¿habría volado yo París por los aires? Unos pocos miles de kilómetros más al sur, en un país llamado España, aguardamos con impaciencia la venida de algún Schlöndorff. Así nos va.

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