Distopías claustrofóbicas

El camino de baldosas amarillas Por Nicolás Ruiz

La distopía, como hipérbole, no deja de representar un miedo, un imposible, una suerte de doppelgänger donde, más allá de la traslación del contexto sociopolítico, lo que se expone es la manera en que dejamos de ser nosotros mismos. Es decir, todo tinte apocalíptico pasa por situar a un personaje que represente nuestros valores contemporáneos frente a una sociedad que pretende acabar con él, domesticarlo, derrotar un sistema, vindicando al individuo como último reducto social, como testamento de nuestro tiempo. Y cuando a la ansiedad se le suma el espacio (tanto mental como físico), pasamos a hablar de claustrofobia, de la arquitectura como representación de la mente, de ruinas y lucha.

Y dentro de esa lucha encontramos dos figuras: el Mesías y el mártir. Si el primero, mucho más bíblico, representa el carácter consciente de la necesidad del cambio (sea voluntario o forzado), el segundo simplemente busca sobrevivir a las acometidas de ese violento mundo; el primero quiere mejorar su mundo o su situación en él, el segundo no quiere que nada empeore. Es decir, si bien la claustrofobia del primero responde más a un lugar físico, la del segundo responde más a un lugar mental, mientras el protagonista de 12 monos buscar escapar del subsuelo, el protagonista de El muelle (La Jetée, Chris Marker, 1962) busca habitar un recuerdo.

La Jetée

El muelle 

Distopías claustrofóbicas: Gloria a los salvadores

Paradigmas de esos mesías son el Neo de Matrix (The Matrix, Andy Wachowski, Lana Wachowski, 1999) o el Freder de Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927), personajes que, habitualmente, despiertan y cambian de bando en la habitual reformulación de clásico mito de la caverna platónico. En ellos queda claro que el sistema es un personaje, el enemigo, una serie de reglas pero sobretodo espacios físicos donde reside el poder (sea el Congreso en V de Vendetta, o el Elysium en el film de Blomkamp) habitualmente representado por una única figura absolutamente dictatorial. Dichos films son un mero trayecto, un esbozo de un panorama claramente agresivo donde al protagonista se le legitima a derrotarlo desde el principio, una suerte de amenaza sobre el progreso que acaban por resultar tremendamente conservadores, tanto en forma como en fondo, gato por liebre, soda para sedientos.

Su reverso se encuentra en esos otros personajes que representan la perpetuación de un sistema y, pese a todo, son héroes, personajes resignados a salvar un mundo que no entienden, la transposición del western crepuscular a la ciencia-ficción. Ejemplos de ello son el Snake Plikssen de Carpenter, el Juez Dredd o el Theo de Hijos de los Hombres (Children of Men, Alfonso Cuarón, 2006), amargas marionetas en manos de otros, sin más esperanza que seguir siendo útiles, sabedores de no ser la semilla del cambio o incluso ni desearlo, puesto que ese espacio mental y emocional está en el lado del espectador. Esta mecánica resulta más antipática a la taquilla y a la popularidad de dichas películas, hijas del desengaño, habitualmente más incendiarias en forma que en fondo pero, a su vez, más críticas con su contexto sociopolítico y, sobretodo, con el espectador. Porque si bien los mesías antes mencionados son personajes mejores que la sociedad que habitan, esta segunda clase de héroes son peores, y en ese guantazo nos sitúan sus protagonistas, en el rechazo al antihéroe que, pese a todo, puede ser salvado por una buena acción. Ya se sabe, se olvidan los pecados si se obra el milagro, y por eso exoneramos al Álex de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971) o al Deckard de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), porque para salvar un mundo que odian han tenido que ser devorados por el sistema.

 Blade Runner

De todo esos films la posteridad acaba recordando su arquitectura o su diseño artístico, o la minuciosidad del panorama que recorre la trama, mucho más centrada en el eco que en el bisturí, menos preocupada por la reflexión que por la plasmación. Excepciones las hay, como en el caso de Blade Runner, pero la convivencia de esa claustrofobia física con esa claustrofobia mental no deja de suponer para el espectador una cierta acusación sobre la responsabilidad de esa sociedad distópica que se representa. Pongamos como ejemplo una dupla de películas tan aparentemente antagónicas como hermanadas: Minority Report (Steven Spielberg, 2002) y El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998). En ambas hay una víctima del sistema que, una vez descubiertas sus debilidades, intentará derrocarlo. Si bien en el film de Spielberg su protagonista es brazo ejecutor consciente, en el de Weir su personaje también se descubre como ejecutor inconsciente y, de repente, el foco narrativo ya no se centra meramente en la lucha contra el sistema (el falso culpable) sino en enmendar los errores como salvación y, con ello, desmantelar una sociedad levantada sobre esos mismos errores. Así acaba resultando paradójicamente más fácil perdonar al pecador consciente que al inconsciente, porque en Minority Report el fallo es el sistema y obviamos cuestionarnos sobre el proceder de su protagonista, mientras que el corte dramático de El show de Truman hace que, igual que podemos acusar a Truman de ciego, podamos acusarnos como consumidores, es decir, Truman nos identifica como culpables del pecado pero también como ejes del cambio, como parte del sistema, mientras que John Anderton es un mero parche. Es decir, es a través de los personajes entendemos cómo se construyen esas sociedades, mientras que a través de la trama aprendemos a cómo derrocarlas.

El mismo paralelismo se podría trazar entre la cinta de Weir y Están vivos (They Live, John Carpenter, 1988), pero como en el caso anterior, en la segunda prima una trama entregada a la disección del sistema frente a personajes que acaban resultando una (necesaria) caricatura. De hecho en ambos casos la psicosis no se reduce a los agentes del orden, sino que los protagonistas de Weir y Carpenter viven rodeados del enemigo, ya que cualquier ciudadano es un agente y el único escondite es uno mismo. Ahora bien, Carpenter nos exonera de culpa en tanto somos víctimas de un engaño, sin dejar de lanzar, pese a todo, un dardo envenenado a la propia industria cinematográfica, porque el director neoyorkino no deja de mostrar en sus distopías como la deriva de la sociedad le importa poco, centrándose en esos outsiders dispuestos a arreglar el entuerto. Es decir, Carpenter no actúa como juez sino como guía y, en muchas de sus películas, opta por una claustrofobia física que deriva en mental, ya que si bien la estación de La cosa (El enigma de otro mundo) es más pequeña que Los Angeles, el resultado no deja de ser ese miedo a que cualquier puede ser el enemigo, el mismo recurso visto en Fahrenheit 451  (François Truffaut, 1966), THX 1138 (George Lucas, 1971), Matrix, o gran parte del mass media actual.

El show de Truman

Distopías claustrofóbicas: La forja del mártir

Todas esas figuras mesiánicas tienen, pese a todo, esa condición que les diferencia del resto, que les hace especiales y que, a su manera, conectan con el espectador, pero no resulta sensato creer que todo espectador es especial por lo que (como ya he comentado antes) esas figuras deben representar la derrota del sistema, mientras que la figura del mártir es aquella cargada de contingencia, de derrota, de huida. Esos personajes atormentados acostumbran a ni siquiera formar parte de esa sociedad, a ser outsiders no por elección propia sino desplazados por el sistema, siendo ya víctimas desde el mismo arranque de la película. Así, la mayor parte de las veces, esa sociedad distópica no es más que un reflejo de la mente del personaje, una representación de sus miedos y, por ende, una excusa para la trama. Ejemplo de ello sería el Stalker (1979) de Tarkovsky, donde la Zona no deja de representar un espacio mental donde la muerte y los deseos tienen lugar, sin abandonar un intento por ser testimonio de su época pero buscando representarla con más ahínco desde los personajes que desde la trama. Mismo caso para su Solaris (Solyaris, 1972), donde el cambio del sistema no es una de las opciones.

Frente a esas agresiones esos mártires reaccionan de las dos únicas maneras posibles: luchando o aceptando la derrota. Las primeras derivan en thrillers mientras que las segundas derivan en dramas, ambas con su correspondiente halo de género y sus puntos en común, como representarían Citadel (Ciaran Foy, 2012) u Oblivion (Joseph Kosinski, 2013), la primera hermanada con el terror y la segunda con la ciencia ficción. Es decir, en las primeras, las reglas que sobre esa sociedad se nos presentan son un mero punto de partida mientras que en las segundas el protagonista ha de pasar por la trituradora del sistema para que comprobemos como éste le destruye, en una distinción parecida a la vista con los héroes, sólo que si la primera suponía un ascenso a los cielos, esta segunda supone un descenso a los infiernos.

Entre esos mártires reactivos podemos encontrar a David, el “niño” protagonista de A.I. Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001), empeñado en querer ser niño en un mundo que no permite esa opción. Su viaje, pues, consiste en la reiterativa negación de esa posibilidad, una y otra vez, sin luchar contra otra cosa que no sea su propia condición y fracasando a cada paso. Esa claustrofobia ya no solo provocada por la persecución sino por el propio hecho de no poder ser un niño lleva a que el acercamiento del espectador deba ser mucho más emocional (pese a la extensa trama en este caso), buscando cuestionar la sociedad que presenta no a través de nuestros ojos sino de los de David, es decir, sufrir con él esa claustrofobia sin tomarnos a nosotros como punto de referencia. Mismo caso para Citadel, el contudente film de Ciaran Foy, donde un padre tendrá que sobrevivir al acoso de unos chavales, convencido que, tras matar a su esposa, quieren robarle a su bebé. El film ya parte con el importante twist de que la débil víctima es un chico joven (al contrario que, por ejemplo, À l’intérieur), sumado a esa sociedad que parece tan coetánea como apocalíptica. Con todo ello Foy plantea un magistral film del terror donde su protagonista no querrá dejarse vencer por la “máquina”, siendo el bebé ese tesoro a preservar, y si bien no busca de manera palpable trazar una crítica sobre la sociedad que vemos, sí acaba por serla sobre la sociedad en la que vivimos, sin abandonar en ningún momento su apuesta por el terror. De nuevo se repite la fórmula que vemos en el film de Spielberg: el contexto solo tiene sentido a través de su protagonista.

Citadel

Por otro lado tenemos esos protagonistas que pasan a ser devorados por el sistema, sin apenas oponer resistencia, como el protagonista de El muelle (La Jetée). En el cortometraje de Marker ya ni apenas importa el contexto, sino que es claramente una excusa para la historia que narra que, a su vez, es una excusa para hablar del recuerdo y de la imagen, y donde el peso no recae ni en la trama ni apenas en los personajes sino en su narración a través de voz en off y fotografías. A través de ese proceso de derrota ya no vemos cómo se construye o se derrota a una sociedad sino como se construye y se derrota a una persona: a través de la memoria.

Caso similar nos plantea la imponente El congreso (The Congress, Ari Folman, 2013) donde Robin Wright interpretándose a ella misma pasa a ser una recreación virtual en las diferentes etapas que nos plantea el film de Folman. Si bien se muestra reacia a ser digitalizada en los primeros compases del film, poco tarda en saber que no puede derrotar al sistema y a partir de ahí El congreso no hace más que crecer y crecer, tanto en la plasmación de esa sociedad distópica como en el propio drama de su protagonista. Además, Folman, no contento con eso, retrata a conciencia ese proceso en los cerca de 40 años que abarca el film, donde el concernismo muta poco a poco en prisión y cada pequeño cambio se expande como un virus. Además, la paradoja se plantea desde dentro en tanto que diegéticamente Robin Wright resulta ser una heroína para esa sociedad que ha acabado con ella, como si del reverso luminoso de Blade Runner se tratara.

El congreso, de hecho, más que un claustrofobia plantea una distopía agorafóbica donde al individuo no se le resta sino que se le multiplica virtualmente hasta el punto de poder olvidar quienes somos para ser cualquier otro, contrayendo poco a poco la realidad. Y tanto es así que, más allá de la derrota de Robin Wright a lo que asistimos es a la derrota de su hijo, viéndose la protagonista obligada a seguir sus pasos, como si la supervivencia como individuo fuera imposible en sociedad, como si la soledad fuera la peor de las distopías.

El muelle (La Jetée), en cambio, si es un paradigma de esa claustrofobia física y mental, donde incluso el protagonista va más allá de su cometido por tal de seguir habitando ese espacio virtual de nuevo, similar a El congreso y que nos sirve para retratar a un personaje y no a la sociedad que habita. Además, y de nuevo como El congreso, su apartado formal va acorde con lo expuesto, ya que para hablar de un recuerdo El muelle (La Jetée) opta por componerse casi exclusivamente de instantáneas, mientras que El congreso va dando cada vez más presencia a la animación de manera que acabamos por desdibujar el rostro de Robin Wright, ahora meramente una ilustración. El muelle (La Jetée) también se hermana con Stalker en tanto que la trama es una mera excusa, y ambos films “ocurren” casi por completo en la cabeza de sus protagonistas, literalmente en el caso de Marker y metafóricamente en el caso de Tarkovsky, siendo más importante que tracemos nosotros mismos una proyección al tipo de sociedad que plantean a través de la disección del individuo que no intentando que el comportamiento de masas justifique la distopía.

El congreso

Ejemplo de ello es Antiviral (2012), el film de Brandon Cronenberg, donde un siempre enfermizo Caleb Landry Jones pasa de ser un aparente juez de la locura en la comercialización de enfermedades de celebridades para finalmente resultar ser uno más, y de nuevo, narrado a través del thriller. Con ello tenemos una panorámica de lo que sería ese mundo y del tráfico de nuevas enfermedades y las obsesiones derivadas de ellas, de la mano de alguien que sabe perfectamente cómo funcionan y que, de paso, siente absoluto hastío por la gente que viene a asesorarse sobre qué enfermedad contraer. Si hemos de mostrar sociedades hipócritas ¿por qué no van a serlo los géneros utilizados? O ya ni tan sólo usar géneros y traicionarlos, sino mutarlos y saltar de uno a otro, de manera que las diferentes capas de lectura puedan integrarse con fluidez, sin dejar de lado que sea el espectador quien vea las virtudes y los defectos de cada distopía. Porque aunque el ataque del director se centre en la parte política, de nada sirve sin un espectador que aprehenda el mensaje y menos aún si su desarrollo es menos propenso a incitar esa reflexión, como podría suceder con La Isla (The Island, Michael Bay, 2005) o Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984). Ejemplo de premisa sencilla pero clara intencionalidad reflexiva sería también 2081 (2009), cortometraje basado en un relato corto de Kurt Vonnegut y dirigido por Chandler Tuttle, que nos plantea la consecución de esa utopía por la que todos, finalmente, somos iguales.

Distopías claustrofóbicas: Arquitecturas emocionales

Queda claro tras este repaso el íntimo lazo que existe entre el reflejo de esas sociedades y el estado mental de sus protagonistas (no en vano los films distópicos más reconocidos tienen ecos del expresionismo alemán), ya que no es posible entender el comportamiento de los personajes o las reglas sociales si no existe esa relación. Cuando se rompe, tenemos esa escisión en el abanico de géneros e intenciones en el mensaje y, con ello, cierta merma en el potencial de la película. En cambio, cuando partimos de un personaje a través del cual extrapolamos la sociedad en la que vive resulta mucho más fácil dar pinceladas críticas y, con ello, sumar al espectador a formarse una opinión. No en vano los mejores capítulos son aquellos donde el eje narrativo es el personaje y no una situación concreta que sirve como detonante.

Ahora bien, ¿estamos saturados de futuros distópicos? Quizás no lo suficiente cuando la gran mayoría de películas industriales apuestan por universos paralelos o catástrofes, porque el cine no deja de ser un purgatorio, una simulación. Porque las distopías funcionan en tanto que nos separan de nuestro contexto, nos permite reconocernos en nuestra soledad ubicados, a través de personajes, en sociedades dramatizadas ad hoc. Por eso mismo, quizás, las grandes taquillas las amasan films distópicos de otro corte, pero cuando tenemos que hablar de preferencias, acabamos acudiendo a distopías claustrofóbicas, a aquellas que se nos pegan a la piel, aquellas que parecen entendernos, aquellas que conocen nuestros miedos y acaban suponiendo ventanas abiertas a nuestra congoja. De alguna manera, todos oscilamos entre ser Tetsuo, el hombre de hierro (Tetsuo, Shinya Tsukamoto, 1988), y ser un adolescente en Battle Royale (Batoru Rowaiaru, Kinji Fukasaku, 2000).

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