Divinas
Ganar o morir Por Mireia Mullor
“Pegas fuerte, y luego acaricias”
Dounia (Oulaya Amamra) mira tras una verja los tejemanejes de los traficantes del barrio. Estamos en los suburbios de París, donde la miseria se encuentra con la falta de oportunidades, los prejuicios y las expectativas frustradas. Y allí está Dounia, detrás de una verja de alambres grisáceos. Fríos, inquebrantables. El plano podría haberla acompañado a su lado o podría mostrarla desde atrás. Pero no: el plano escogido por la debutante Houda Benyamina la retrata como una prisionera de su clase social, enganchada a unos barrotes que es incapaz de atravesar para llegar a la definición más cercana que conoce del éxito.
Este sentimiento de anhelo e impotencia llega a otro nivel más adelante, cuando Dounia y su mejor amiga Maimouna (Déborah Lukumuena) esperan la llegada de clientes para su recién estrenado trabajo como traficantes de drogas. En un descampado donde sólo hay piedras, arena y miseria, las dos amigas se suben a su cochazo imaginario y comienzan una alucinación sin fuegos artificiales; sólo sonidos y su inmenso carisma. Sueñan despiertas, y lo real se fusiona con lo onírico, con las esperanzas y los sueños de dos adolescentes marcadas por su condición social. Ese plano medio de ambas, estático en sus cuerpos, pero en continuo movimiento alrededor, mientras disfrutan del recorrido haciendo sonar el claxon, gritándoles obscenidades a los hombres y cantando su característico ‘money, money, money’, nos muestra que los sueños son lo único que les queda a aquellos condenados al último escalón de la pirámide social.
Estos dos momentos, apenas postales en una película con mucho movimiento, pueden resumir a la perfección lo que es Divinas, la ópera prima de Houda Benyamina: un tira y afloja de dos personajes por ascender por esta escarpada escala social. Porque, pese a que en su título se haga referencia a la divinidad, no hay Dios que vele por ellas. “Cuando eres Dios, tienes que cuidar de tus hijos. Está escrito”, dice Maimouna. “Pues él no nos ha reconocido”, contesta Dounia.
Como vemos, la religión y la fe son dos de los elementos que atraviesan este film de supervivencia y ambición, aunque de una forma más contextual. Los rezos y los entornos eclesiásticos forman parte de un paisaje desolador que ayuda a reforzar la tesis de la protagonista: si Dios nos ha abandonado, tomemos cartas en el asunto. Hubiera sido facilón utilizar este aspecto para ofrecer una visión moralizadora, pero, afortunadamente, el film se desmarca de este tipo de conclusiones y retrata con fidelidad y compromiso una situación real para miles de personas en la periferia de la capital francesa. Y es que Dounia vive con su madre borracha y un cantante trans en una caravana instalada permanentemente en un campamento gitano. En el instituto le enseñan “los trabajos útiles”, los únicos a los que gente de su clase puede aspirar, pero ella ve mucho, mucho más allá. Tras un meditado plan, entrará en la red de camellos de una narcotraficante que le hará ver que en ese mundo no se andan con tonterías.
Divinas juega con inteligencia con la fuerza de las imágenes, sin dejar nunca de lado la historia ni dejar de construir, paso a paso, unos complejos personajes femeninos. Desde la imagen de Dounia en la verja con la que comenzábamos este texto hasta sus rezos en la iglesia pidiendo disculpas a Dios, pasando por un plano a lo American Beauty (Sam Mendes, 1999) pero cambiando los pétalos rojos y el desnudo por los billetes y la libertad, Divinas es un generador constante de flashes que se te quedan grabados en la retina al son de una intensa música operística que acentúa, aún más, la llegada de la tragedia.
El estereotipo invertido
En los primeros minutos de película se recogen (y se desmontan) todos y cada uno de los estereotipos asociados al rol de las mujeres en la sociedad tradicional. Las dos amigas protagonistas, con su ácido sentido del humor, la cámara del móvil y mucho tiempo libre, se encargan de informar al espectador antes de que empiece a vivir su historia que les da igual encontrar un marido o ser sexys, que tener unos kilos de más no les impide sentirse supermodelos, que no sólo los hombres saben salir de noche, fumar, bailar y beber de forma inconsciente y a veces ridícula, y que pueden utilizar libremente la expresión “sé una mujer” de forma que no signifique ser discreta y femenina, sino ser capaz de hacer lo que quieres (para ellas, esto último se refiere a montar en bicicleta como Dios manda).
Este es sólo el principio de un gran ejemplo de cómo invertir el estereotipo sin ser evidente. De cómo, sin querer ser ni un previsible acto de guerra ni un manifiesto feminista, una historia cambia de género y a nadie (al menos, a quien escribe estas líneas) le importa. Las actrices principales consiguen tal nivel de naturalidad que la cuestión de género no parece una reivindicación, sino una realidad. Aun así, son evidentes los dardos que Benyamina lanza a las encorsetadas normas femeninas establecidas en el patriarcado.
Quizás uno de los puntos más importantes en este cambio de roles, y además uno de los elementos centrales de la película, se encuentre en la relación amor-odio que Dounia mantiene con Réda (Farid Larbi), un guarda de seguridad que, en realidad, es un prometedor aspirante a bailarín. Ella le observa desde las alturas del teatro, en su refugio secreto, mientras él exhibe sus movimientos (y sus músculos). Ella le mira como si él fuera lo más bello que ha visto nunca. Como si espiarle un par de veces a la semana fuese lo único puro a lo que, en su entorno, puede aspirar. Así que no sólo tenemos un cambio en cuanto a la que representa la acción y al que representa el objeto de admiración, sino que esto se lleva al extremo de protagonizar una escena de “damisela en apuros” y varios momentos de seducción masculina.
De hecho, es en uno de estos seductores bailes en el que nos damos cuenta de lo irreal de su existencia. Han entrado en un supermercado y se separan un momento. Entonces las luces se apagan y ella le encuentra en la sección de moda bailando, moviéndose con esa elegancia suya alrededor de Dounia. Y bailan como si no existiese nada más en el mundo. Él es la representación del futuro deseado pero inalcanzable, porque la condición social, los problemas que acarrea y las consecuencias de sus actos la apartan cada vez más de él. Esa escena del supermercado, y todas las que vive con él en general, rompen con la tónica áspera general de la película y se convierten en espejismos. Al final, todo era una ensoñación.
Es en el conjunto de todas sus escenas cuando nos damos cuenta de que esta película, con sus virtudes y sus defectos, es coherente con la misma filosofía que defiende Rebecca (Jisca Kalvanda), la jefa del narcotráfico de la zona: “pegas fuerte, y luego acaricias”. Es la frase que corona este artículo, y es la forma en que la directora golpea, y nos da algo ‘bonito’ a cambio. Vuelve a golpear, y de nuevo un brote de sensibilidad. Ahora bien, esta estructura de dar una de cal y otra de arena se queda a medias, y en su tramo final no podemos hacer más que aguantar los golpes. ¿La vida no iba precisamente de eso?