Django desencadenado

De cadenas y cuerpos dolientes en el maremoto del subgénero Por Manu Argüelles

En El día de la ira (I Giorni dell’ira, Tonino Valerii, 1967), film adherido al spaguetti-western, el personaje que interpreta Lee Van Cleef es atado con cuerdas y arrastrado por unos caballos que son galopados por los villanos de turno. Años más tarde, en otro film, un narcotraficante negro, King George (Robert DoQui), es ligado de la misma forma y remolcado por el duro asfalto, esta vez, con un coche. Cambiamos de escenario y de época pero el sistema punitivo y humillante es el mismo. Los responsables en esta ocasión son mafiosos italianos y blancos. Por tanto, en la repetición de la situación se inscribe un contenido racial inexistente en el film de Valerii. La película en cuestión es Coffy (Jack Hill, 1973), adscrita a lo que conocemos hoy por blaxploitation e interpretada por Pam Grier, la misma que fue rescatada del ostracismo por Quentin Tarantino en Jackie Brown (1997).

Por otra parte, prosiguiendo con las conexiones, El día de la ira también está convocado por Tarantino, ahora en Django desencadenado. Al margen de ciertos ecos que pueden avistarse en la relación maestro-alumno contenida en El día de la ira, Tarantino, especialmente, toma el mismo tema musical principal compuesto por Ennio Morricone, justamente en el momento en el que el Dr. King Schultz (Christoph Waltz) forma a Django (Jamie Foxx) como cazarrecompensas.

Por supuesto que esta situación no está inventada en El día de la ira y Jack Hill, al volverla a recrear, seguramente tampoco estaba pensando en el film de Tonino Valerii. Pero nos sirve como ejemplo para comprobar cómo ambas líneas de explotación de un género se sirven de idénticas situaciones como signos de un imaginario común que se metamorfosean según las variables que se conjuguen en cada uno de los marcos. Sobre esta base y a partir de los nexos comunes entre el spaguetti western y el blaxploitation se instala Django desencadenado, su última hazaña alegórica de un profeta que ya no transita el desierto. Porque pasó el tiempo de la exhumación de cadáveres abandonados en la cuneta. Siendo consciente de ello, su labor evangelizadora se resiente porque ya no hay una congregación que necesite su gesto. Una cinefilia que ya ocupa buena parte de la prensa, un amplio sector de público que ya no se oculta en las catacumbas.

Siguen existiendo los mismos sectores que desdeñan su actitud artística y que le acusan de arribista aprovechado que vive de los méritos de otros. Y frente a ellos, ahora que ya no hay un terreno virgen que explotar en el mainstream, Tarantino decidió con Malditos bastardos canalizar en su autoría el tabú en la Historia, las heridas abiertas que siguen escociendo en las sociedades occidentales, la vergüenza intocable. Con Malditos bastardos, el nazismo en el Viejo Continente. Con Django desencadenado, el racismo en su propio país. Su tratamiento de los ismos sigue en su mismo empecinamiento, la vía crematística y mercenaria del subgénero cuando éste aborda problematizaciones culturales e históricas. Un hecho que induce a interpretar sus dos últimos films como un diálogo separado de sus anteriores trabajos.

Django desencadenado 1

Pero Django desencadenado, a diferencia del anterior film protagonizado por Brad Pitt, llega como un film fracturado y herido. Ya no es Dionisos, como diría Domènec Font 1, el único y exclusivo polo de energía. Porque el film se despliega como un amorfo contenedor de placer y dolor, fascinante pero repulsivo con los hechos, elegíaco e irredento pero con un resquicio al tratamiento grave del estado de la cuestión.

Para ello galvaniza su film con un elemento romántico que humaniza unas figuras que ya no son solo espectros figurativos de una tradición festiva que entiende el cine como consumo. Los triángulos que se dibujan en combinación con las simetrías de contrarios (pares de personajes enfrentados) recorren una cartografía fílmica desigual y descompensada, a la par que estilizada, virtuosa y sumamente elaborada.

Django desencadenado

Su brújula en esta ocasión utiliza el spaguetti western como frontispicio, especialmente para su primer segmento, aquel que pertenece al primer solista de la función, el Dr. King Schultz, un Christoph Waltz que se adueña de la puesta en escena con el mismo poderío que en Malditos bastardos. Pero a la hora de abordar el racismo, lejos de discursos académicos y disciplinares, prefiere tomarlo como lo asumían desde el blaxploitation 2. Lógicamente, limitarse en estos puntos cardinales, sería quedarnos cortos en una estructura que tiende al desequilibrio y a reventar los límites que prefiguren un dibujo armónico (se repite la composición del montaje obligado para las dos partes de Kill Bill). Nos falta por mencionar un segmento importante, el entonado por el otro barítono de la función, el villano repulsivo encarnado por Leonardo Di Caprio, Calvin Candie. Oclusivo y claustrofóbico, depurado y concentrado, éste último se modula entre un refinadísimo expresionismo de claroscuros (especialmente utilizado para los espacios que ocupan la población negra oprimida), y una estilística que apunta hacia la estridencia del imperio decadente 3, una fisionomía que se adapta al personaje que ocupa la crueldad y la extravagancia histérica. Aquí podemos pensar que Tarantino ofrece una brutal repuesta a los ajados melodramas coloniales que suavizan o enmascaran hasta el extremo las condiciones brutales de desigualdad social con la mirada puesta en Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939) y similares. ¿Ajuste de cuentas ante un modelo cinematográfico almibarado? Puede ser, ya que el personaje de Samuel L. Jackson, una Lady Macbeth agazapada, no solo añade una distorsión importante que elimina maniqueísmos raciales entre tiranos y esclavos, sino que responde al reverso cruel y perverso del modelo fijado por Prissy en Lo que el viento se llevó, la fiel, bonachona y servil  negra con pocas luces al servicio del patrón. Y si queremos seguir con el espejo de Malditos bastardos, su personaje encarna el colaboracionismo francés con los nazis cuando invadieron Francia.

Django desencadenado 2

Volviendo a los triángulos que he mencionado antes (trama hilada en tres actos), en lo que se refiere a los nutrientes genéricos, Tarantino incorpora uno nuevo dentro su universo. Si el spaguetti-western ya había figurado en el background de su cine (evidente en Kill Bill y Malditos bastardos), Django desencadenado absorbe el péplum como vector vitamínico. Así, de esta manera Candyland, puede remitirnos a la decadencia de la Roma antigua con enajenados gobernantes como Calígula o Nerón, fieles secuaces que conjuran en la sombra y una corte que también tiene su aspecto degradado. Por no mencionar la lucha de mandingos que remite claramente a las peleas de gladiadores. Y es que además instaura su arquetipo heroico, el encarnado por Django, dentro de los parámetros del héroe romano a lo Charlton Heston o Kirk Douglas, el fraguado por las heridas e incisiones en su cuerpo. Como comentan Xavier Bou y Núria Pérez 4

la liberación completa de las emociones en el océano imparable, no puede existir en este cine de la masculinidad sufriente, supeditada aún a las consignas patriarcales que convierten la emotividad en un tabú. (…) El cuerpo desgarrado, a latigazos, aparece, desde entonces, como el sustituto legítimo del llanto encubierto.

Esto se cumple a rajatabla en el film viril de Tarantino, todavía lastrado por esos endémicos prejuicios de género. El máximo acercamiento que Tarantino realiza a la emotividad es dotarle de una motivación romántica. Pero Django, impertérrito e individualista, es una entelequia ficcional, tanto como Clint Eastwood en el cine de Leone. No obstante, como decimos, en manos de Foxx (trabaja su expresividad en la mirada y en la acción, antes que en la dialéctica), el cazarrecompensas se cruza con la epicúrea hombría y torturada de Heston.

Y es a través del cuerpo mutilado, de las marcas de la infamia y de la lucha de la dignidad, donde Tarantino vehicula dos tipos de violencia en términos de igualdad, algo inédito hasta la fecha. Tenemos la violencia estética de los heroic bloodshed de Hong Kong, con su total fetichismo por el color rojo de la sangre, la coreografiada por John Woo y Johnnie To y a la que Tarantino les rinde una asombrosa pleitesía (me sorprende verlo en posición de genuflexión, él siempre con el pecho henchido). Y por otra parte la que no se muestra, la que abre la carne, la que tatúa el dolor de la infamia del tiempo histórico. De esta manera, en su incursión sobre un episodio denigrante que no acaba por cauterizar, decide no mostrar los estragos de la violencia que sí duele, que sí sangra, la del ultraje abusivo, la de la crueldad sádica. Compárese la famosa secuencia de tortura de Reservoir Dogs, sostenida en la imagen, desdramatizada y bañada en humor negro, con las torturas infligidas en Django desencadenado y verán la gran diferencia. Aunque, claro, no todo cambia en el cine de Tarantino. La amenaza a los atributos viriles persiste -el terror máximo de lo masculino como un absoluto,- algo presente desde Pulp Fiction, y que aquí vuelve a darse con la secuencia de la castración frustrada a Django.

Django desencadenado 2

Así pues, en la convivencia de estas dos violencias en términos de paridad es donde debemos advertir que Tarantino ha hecho caso a sus detractores, tanto como a sus admiradores. Me resulta extraño, a través de mi percepción en las redes sociales (no leo críticas hasta después de haber escrito mi texto) que no se haya advertido este punto y se siga insistiendo en el acostumbrado tratamiento sancionador a su cine por el uso de la violencia-espectáculo y su función de catarsis. Es un factor, por ejemplo, que parece “corregir” los excesos de Malditos bastardos y que lo aleja notablemente del remake libre que hizo Takashi Miike cuando se llevó a su terreno al Django de Corbucci en Sukiyaki Western Django (2007). Aquel donde participó Tarantino en calidad de actor era una pura reinvención formalista y desprejuiciada, bañada en la estilización delirante y pop de Seijun Suzuki junto con el descarado saqueo argumental a Yojimbo (1961) de Kurosawa, todo ello agitado dentro de la coctelera con tics Miike.

Pero Tarantino, aquí, demasiado autoconsciente de su condición de autor encumbrado, prefiere no coger esa autopista que le hubiese enclavado en su posición de director irresponsable e irrespetuoso. Por supuesto que sigue con las citas y los juegos de competencia cinéfila, ahora en un circo de tres pistas que les cedo a los enciclopédicos de los subgéneros a concurso. Evidentemente, maneja la palabra como nadie. Prosigue con su humor, más escorado en el sarcasmo que en la ironía, con un sketch que aunque muy divertido, el del Ku Klux Klan, está excesivamente encajonado. Pero lo que me produce cierta perplejidad es que ahora legitime su gesto de placer genérico mediante la enunciación del mito (las conexiones de la historia romántica contenida en el film con el romanticismo alemán). Como si fuese necesario darle una autoridad a todos sus derroches y a su manejo del exceso enfático. Como decía, en esta ambivalencia, entre lo que fui y lo que me acusais de ser, el film se agrieta y se desequilibra, prisionero también de sus veleidades en busca de una obra magna. Me deja en un estado de confusión porque avisto en su ejercicio de estilo ciertos signos de cansancio y una dependencia demasiado tributaria de lo que se espera de él.

  1. Font, Domènec (2012): Cuerpo a cuerpo. Radiografías del cuerpo contemporáneo. Galaxia Gutenberg. Círculo de lectores.
  2. La coincidencia en la fecha del estreno con Lincoln (en España incluso el mismo día), film que aborda la esclavitud desde una óptica institucional y culturalmente aprobada, parece repetir el gesto de réplica de Tarantino a Spielberg cuando Malditos bastardos podía leerse como una respuesta gamberra a la visión que dio Spielberg de la intervención norteamericana en Salvar al soldado Ryan. Al fin y al cabo, recordemos que los Weinstein son acérrimos enemigos de Spielberg en la carrera de los Oscars (Shakespeare in love producida por ellos le arrebató el cantado Oscar a mejor película a Salvar al soldado Ryan) y Tarantino siempre ha sido el niño mimado de los Weinstein, su director estrella dentro de su cantera.
  3. La fuerte teatralización de cámara en la larga secuencia de la cena y el uso de la oratoria hegemónica de Di Caprio marcan esta alternancia.
  4. Bou, Núria y Pérez Xavier (2000): El tiempo del héroe. Épica y masculinidad en el cine de Hollywood. Paidós Comunicación, pág. 64.
Share this:
Share this page via Email Share this page via Stumble Upon Share this page via Digg this Share this page via Facebook Share this page via Twitter

Comenta este artículo

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>