Djon África
Carta al padre Por Javier Acevedo Nieto
I
Padre,
La vida en Lisboa no es fácil. Por las mañanas me levanto pronto para ir a la obra. Hoy he tenido que derrumbar el techo de una vieja casa. Golpeando con la maza las vigas de madera del techo. Ya sabes que me encantaría ser músico. De momento me conformo con el ritmo de los golpes secos a medida que los tablones se van separando. Es una percusión monótona. Me aburro, los brazos me queman y a lo lejos me detengo y observo a lo lejos la Torre de Belém. Nací en Portugal y todavía me siento un extranjero. No tengo papeles. Tengo manchas de yeso en el chándal y por la calle miran mis rastas esperando que en algún momento empiece a cantar No woman, no cry. A veces sueño con Cabo Verde. ¿Se sentirían los portugueses extranjeros cuando desembarcaron en la isla? A veces pienso en los esclavos que trabajaron ahí. En las cartas que nunca pudieron escribir. Me queman los brazos, pero no puedo imaginarme cómo les arderían a ellos.
II
Padre,
El otro día conseguí ropa nueva. Tenemos un truco mi socia y yo. Hago saltar la alarma poniéndome algo. Juego al despiste. El guardia me lleva a la garita y mientras me registra con la dependienta mirando ella se lleva lo necesario. Lástima que solo sean bragas. Al salir del centro comercial una señora me paró. Me dijo que si era Miguel. Hasta supo mi apellido. Me habló de ti, de cómo me parezco a ti. De Cabo Verde. Aquí soy un ilegal. Nunca me ha preocupado mucho saber quién soy. Pero no dejo de pensar en ese encuentro.
III
Padre,
Hablé con la abuela. Me contó todo. Nada bueno sobre ti. Tengo que ir a Cabo Verde. Ya tengo el billete y esta mañana se lo he dicho a mi novia. Hicimos el amor. Me encanta marcar el ritmo tamborileando con mis dedos el hueso de su cadera. Es más agradable que usar la maza en la obra. Hay música en la manera en la que su respiración y la mía se entremezclan. Voy a echar de menos el olor de su pelo.
IV
Padre,
Estoy en Cabo Verde. En el avión una chica me dijo que yo no era caboverdiano. Que era un extranjero y que mi acento criollo era falso. ¿A qué lugar pertenezco? Le hice tocar mi piel. Suave como la de un delfín, entonces me sonrió y dijo que sí era caboverdiano. Me quedé dormido y empecé a imaginar que todas las mujeres del avión bailando funaná. Deslizando sus cuerpos por la moqueta del avión, seduciendo con las manos y el exotismo de su sonrisa. Bailaban funaná. Me encanta el funaná. ¿Sabías que nació cuando los portugueses trajeron el acordeón? Después nosotros lo hicimos nuestro. A veces creo que el funaná es la banda sonora de mi vida. Una mezcla rara de música portuguesa y ritmos de Cabo Verde. Es imposible que no me sienta identificado. Después vomité. Al bajar del avión no sabía que podía hacer tanto calor. Me quité el abrigo y sentí el frío del sudor traspirando por mi camisa. Todo olía a salitre y ron quemado.
V
Padre,
Ya estoy en Tarrafal. No hay rastro de la tía, murió hace poco. Las plañideras me aturdieron con sus gritos. Nadie conoce a nuestra familia aquí, te sigo buscando. Todo es diferente aquí. El sol quema, los niños saltan en la playa intentando imitar el movimiento de las olas. Por fin probé el grogue. Un extraño me dijo que el grogue era algo más que caña de azúcar. Un mal grogue podía provocarte pesadillas y uno bueno darte un abrazo dulce que te ponga a dormir. Los gritos de las mujeres, el grogue y la larga ruta en bus hicieron que tuviera una pesadilla.
VI
Padre,
¿Dónde estás? Ayer me robaron. Una vieja me acogió y me hizo estar toda la tarde preparando cachupa. Machacando frijoles y maíz. Otra vez usando la maza. Los brazos me quemaban. Pero esta vez era diferente. No me importaba mancharme la camisa con la pasta. También sentía calor en el pecho. Miraba y no había ventanas y las montañas serpentean con anillos de piedra rodeándolas. Antes de eso tomé un caldo de pescado con un pescador. La abuela me dijo que eras pescador. Te imaginé en medio de las olas, con la mar picada. El pescador me dijo que Cabo Verde era especial. Empiezo a sentirlo. Dicen que para ayudar a digerir la cachupa hace falta rodearse de gente y compartir recuerdos e historias. ¿Cuál es mi historia? Empiezo a pensar que quizá vaya siendo de poner música a mi vida y no esperar a que esta llegue.
VII
Padre,
No sé dónde estás, pero gracias por no estar. Porque yo soy mi padre. Las suelas de mis zapatos están gastadas. He tenido que caminar mucho para dejar de sentirme como un Otro en una tierra extraña. Me he pasado la vida buscando música. Palpando la madera, las caderas, las paredes, las mesas de restaurantes, tocando rostros ajenos, sintiendo la maza abriendo mis callos. Ayer la encontré, estaba muy cerca. Me despedí de la vieja, estuve bailando toda la noche, vi el crepitar de las llamas en los ojos de todo el mundo. Por la mañana vi a la vieja. Le acaricié el brazo y ella puso su mano en mi corazón. Entonces sentí por fin el ritmo. ¿Es esto África? Mi novia llamó desde Portugal. Escuché su mensaje. Padre, no quiero ser como tú. Quiero poder mirarla y bailar y que Cesária Évora nos cante eso de “nacer en tu risa, crecer en tu llanto, vivir en tu espalda, morir en tus brazos” Eso es una morna, una mezcla de fado, tango y ritmos de Cabo Verde. Los niños saltan en la orilla. El mar de Cabo Verde es más azul que el resto.
Miguel es músico y protagonista de Djon África (2018), el largometraje de Filipa Reis y João Miller Guerra. Tras su proyección uno no sabe muy bien qué escribir. Es un relato sobre raíces perdidas e identidad encontrada. La historia de Miguel es la de ese Otro que debe encontrar su lugar. El habitus de Bordieu fragmentado en comentarios de quienes no lo ven ni como portugués ni como caboverdiano. La búsqueda del padre acaba siendo sustituida por la búsqueda del yo. Cabo Verde y África no son representados como ese Otro exótico y extraño. Simplemente existen, igual que Occidente, con su propia identidad. Miguel es el extraño en una tierra cuyas raíces todos tiene claras. El sabor del grouge, desayunar cachupa, las playas de la Isla de Santiago. Djon África (2018) es la historia de un hallazgo. Es un filme lleno de rutinas, de pausas, de tedio. También de música, ritmo y viajes a lugares hermosos. La fotografía de Vasco Viana se recrea en las arrugas del rostro y la tristeza de la mirada en primeros planos, y de la rugosidad de la tierra y el vaivén del mar en enormes planos generales. João Miller Guerra y Filipa Reis pierden constantemente el ritmo del relato y divagan como Miguel. A veces recuperan la armonía y a partir del realismo existencial y el movimiento espacial y psicológico de Miguel extraen atisbos de onirismo y subliman el folclore con la experimentación en fantasías febriles a caballo entre Gauber Rocha y Souleymane Cissé. Djon África (2018) es una experiencia que frustra, y que a veces recompensa la atención. Contradictoria como Miguel, y aún así cautivadora por su capacidad para evocar una atmósfera que moldea a Miguel y da textura a la riqueza cultural y natural de Cabo Verde.
Hay ensayo y error, quizá más error. Pero en el ensayo se consigue captar la duración del tiempo, languidecer instantes hasta el punto de que rompen la paciencia para finalmente regalar la contundencia de una mirada que es transformada a partir de esa sublimación del camino a ninguna parte. Una constante del cine portugués reciente. El valor del tiempo en la aparente nimiedad de lo cotidiano. Obsesionó a João César Monteiro, Rodrigues lo plasmó en El ornitólogo (O ornitólogo, 2016) y a Miguel Gomes, presidente del Jurado de la SEMINCI, le encanta encapsularlo. Djon África quizá no resista la prueba de más visionados, pero como experiencia contradictoria premia la paciencia del espectador. Porque la búsqueda del padre por parte de Miguel desemboca en una carta abierta y sin final. Su visionado es como estar en ese estado de modorra, de duermevela, en el que todo nos parece lejano, ruidoso y molesto, pero al mismo tiempo queremos abrir los ojos. Una sensación extraña, pero deseable.