Doctor Strange en el multiverso de la locura
Por Víctor de la Torre
Realidades alternativas
El paso de los años debería llevar a plantearnos, con la perspectiva que da el tiempo, si los argumentos esgrimidos acerca de la vigencia de un determinado fenómeno cultural estaban justificados. En un texto publicado en Cine Divergente, surgido al calor del paroxismo crítico y popular con que fue recibido el díptico conclusivo de la Saga del Infinito de Los Vengadores, me preguntaba por lo que, dado el triunfo mercadotécnico incontestable del hiperbólico fin de fiesta de la Fase 3 del MCU, cabía esperar en los años venideros. Desde la premisa, conviene recordarlo, de que los precedentes no eran precisamente tranquilizadores; al menos tomando como vara de medir la consideración artística, no propiamente crematística, del blockbuster superheroico: uno de los fenómenos más definitorios, no lo olvidemos, del audiovisual contemporáneo. Acerca de la voluntad de innovar expresada por Kevin Feige, a la que aludía al final de dicho artículo, cabía tener las lógicas reservas atendiendo a la deriva homogeneizadora, refractaría al riesgo, en que se encontraba sumida por entonces Marvel Studios. El augurio de que con The Batman (The Batman, 2022), en contraposición, volverían las mieles de la mano del sentido del riesgo inherente a la ambición estilística estaba, finalmente estrenada tras sucesivos retrasos pandémicos, plenamente justificado: si de algo puede presumir la espléndida relectura fundacional del Hombre Murciélago orquestada por Matt Reeves es de hacer gala de una acusada personalidad propia.
¿Tiene cabida pues la creatividad ante un plan de estrenos, de nuevo a varios años vista, meticulosamente diseñado? Acerca de la concepción serial del MCU se han vertido ríos de tinta, y en su imparable implementación si algo ha quedado claro es que una emulación acrítica del modelo de las grandes sagas de los comics books, por más que alimente la pasión de la legión de fans de las historias originales, no acaba de funcionar en su traslación al audiovisual: demasiadas servidumbres acumuladas que, salvo en honrosas excepciones, han jugado en contra de las propias posibilidades de personajes heroicos y sus universos ficcionales, cercenando la profundización en su trasfondo, cuando no negando su proverbial sense of wonder, imponiéndoles tanto el camino a seguir como el modo de transitarlo. Tras decenas de películas y, sumidos de lleno en la Fase 4, varias series exclusivas para la plataforma Disney + que, sin entrar a valorar su discreta aportación al conjunto, han complejizado considerablemente el ya de por si tupido tapiz argumental, se impone la sensación de que está todo inventado. Y eso incluye el concurso de cineastas con la vitola de personales, como James Gunn o Taika Waititi, que si bien supieron insuflar a sus primeras contribuciones a los guardianes de la galaxia y Thor, respectivamente, sentido del humor y desmesura en dosis generosas, apuntan —dada la evidencia que suponen tanto Guardianes de la galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) como Thor: Love and Thunder (Thor: Love and Thunder, 2022)— a ubicarse sin más en la cuota de subversión (relativa) del esquema: la excepción de la norma convertida en norma.
¿Cómo encaja pues en el plan maestro recuperar del ostracismo hollywoodiense al añorado Sam Raimi? Más allá de que, en sí mismo considerado, ya supone un empeño de agradecer, convenientemente engrasado además por el estreno previo de Spider-Man: No Way Home (Spider-Man: No Way Home, Jon Watts, 2021) —volver a disfrutar en pantalla, siquiera por unos minutos, la proverbial bonhomía de Tobey Maguire nos retrotrae automáticamente a los años felices de la celebrada trilogía original—, cabría preguntarse si reclutar a uno de los autores emblema del moderno cine de superhéroes para la causa ha venido acompañado de la deseable, y anhelada por aquellos más que cansados, a estas alturas, del temible rodillo marvelita, independencia creativa. Una parte substancial de la cual, seamos justos, pasa por la energía que el propio creador sepa trasmitir a la obra. El visionado de Doctor Strange en el multiverso de la locura (Doctor Strange in the Multiverse of Sadness, 2022), pese a su satisfactorio tono general y algunas secuencias francamente espléndidas, arroja ciertas dudas a este respecto. Dudas que no despeja un segundo visionado y que atañen, en primer lugar, a un aspecto en el que el propio Raimi, siendo honestos, poco tiene que ver: si el proyecto ha estado durante gran parte de su gestación en manos de Scott Derrickson ¿Estaba justificado prescindir de sus servicios?
Seguramente no, sobretodo una vez vista Black Phone (The Black Phone, 2021), que si algo vuelve a demostrar es la excelencia mostrada por el firmante de Sinister (Sinister, 2012), sin subir la voz, en lo que a aunar terror y escapismo se refiere. Una mixtura genérica que, atendiendo a la información publicada al respecto de la preproducción de Doctor Strange en el multiverso de la locura se pretendía impregnara este título en mayor medida que su predecesora. La cual, dicho sea de paso, es una de las escasas obras con interés propio que nos dejó la Fase 3: más allá de su narrativa epidérmica, y aceptando el hecho de que las soluciones visuales elegidas para plasmar las alucinógenas realidades alternativas por las que transitaban sus personajes ni remotamente emulaban la entrañable psicodelia característica del comic book original, el esmero con que se presentaba al protagonista, a lo que la brillante encarnación de Benedict Cumberbatch contribuía poderosamente, posibilitaba que el tránsito de odioso cirujano, henchido de narcisismo, a maestro propiciatorio de los saberes místicos resultara creíble, inclusive evocador, a ojos del espectador: el contraste entre el occidente hitech plasmado, como Hollywood nos tiene acostumbrados, en la canónica Nueva York y la otredad oriental; sus lóbregos callejones que dan acceso, como por arte de magia, a templos de deslumbrante belleza funciona por saber dotar a la epifanía de Strange del tempo adecuado, dando forma a un modélico contexto de descubrimiento. Cuando pasemos al enfrentamiento con el villano de turno, sin apenas dilación como acostumbra a suceder en las películas de orígenes, los códigos del cine de terror, si bien muy dosificados, llevarán la confrontación al paroxismo de las realidades ultraterrenas tan del gusto del mismísimo H.P. Lovecraft.
Perderse para encontrarse
El terreno de juego parecía el propicio para una inmersión en profundidad en las procelosas aguas del terror preternatural encarnado por el añorado autor de Providence —poco (y mal) aprovechado, inexplicablemente, por el cine—, y desde luego la no precisamente sutil alusión al “Multiverso de la Locura” parecía presagiar esta deseable exploración. Y quizá fuera así en la idea original de Derrickson. Lo cierto es que en la versión finalmente estrenada, viniendo firmada por el artífice de Posesión infernal (The Evil Dead, 1981), el terror se reduce inexplicablemente a la mínima expresión: alguna alusión coyuntural a determinados iconos lovecraftianos que, más allá de la cita culterana, no tienen la más mínima relevancia dramática. Ni perturban ni sobrecogen. Cosa bien distinta es el tono desmitificador con el que se abordan temáticas como la brujería o la resurrección, tan saludablemente pasado de rosca. Nada nuevo, por otra parte, en la filmografía de Raimi, en la que despunta la estupenda Arrástrame al infierno (Drag Me to Hell, 2009) como ejemplo canónico de que se puede aunar excelsamente escalofrío y gag visual, en ocasiones en la misma secuencia. Resulta innegable que la acumulación de imaginería tenebrosa da lugar a pasajes de gran poder de sugestión, lo cual viniendo de la homogeneidad perezosa a que nos tiene acostumbrados el acabado visual de las producciones Marvel Studios ya constituye un logro en sí mismo ¿suficiente? No debería serlo.
Como tampoco deberíamos conformarnos con la supuesta preeminencia que el guión de Michael Waldron otorga a la villana de la función, soportando sobre sus hombros gran parte del mencionado componente terrorífico, pero que en esencia está atada en corto, como en tantas ocasiones, por los sucesos acontecidos en ficciones anteriores —en este caso Bruja Escarlata y Visión (WandaVisión, Jac Schaeffer y Matt Shakman, 2021)—, relegándole al papel de víctima de una vivencia culpabilizadora de la maternidad, de la ausencia de aquellos que confieren sentido último a su vida. Y convendremos que por más que Elizabeth Olsen sepa sacar un óptimo partido emocional a los momentos en que el duelo aflora con toda su carga visceral, la mismísima Bruja Escarlata debería poder dar rienda suelta a su poder, que es enorme, sin esta salvaguarda. Que además, y es lo más irritante, apunta al cálculo de no quemar a un personaje, en el caso de pretender obtener más réditos a su costa en el futuro, en la hoguera de la maldad desatada. Es por ello que en contra de lo que presagiaban las primeras imágenes de Doctor Strange en el multiverso de la locura la atribulada Wanda Maximoff seguirá figurando como uno de los roles superheroicos más desaprovechados del MCU cuando, resulta evidente, atesora una potencialidad mucho mayor que lo visto hasta la fecha en pantalla grande. Y a estas alturas cuesta confiar en que un hipotético regreso de entre los muertos ponga remedio a este lamentable desagravio.
Al menos en compensación el desarrollo dramático del Doctor Strange reconforta, poniéndose en valor los rasgos distintivos apuntados en la primera aproximación cinematográfica al personaje, resaltando por añadidura el acierto de ofrecerle a un intérprete de la versatilidad contrastada de Benedict Cumberbatch la posibilidad de encarnar un rol dotado de tantas aristas, que en manos de Sam Raimi se abre a registros tan emotivos como ocasionalmente autoparódicos. El firmante de Spider-Man (Spider-Man, 2002) se crece en el diseño de los diferentes Stranges, que le dan la oportunidad de rubricar su ideosincrática mixtura de comicidad y truculencia allá donde el guión le permite la dosis justa de desmelene, pero donde realmente establece una continuidad sustantiva con su abordajes superheroicos previos es al recuperar la frustrada historia de amor entre Dr. Strange y Cristine Palmer (Rachel McAdams), que vuelve a vivir en la pantalla contando con los minutos de metraje necesarios para resultar creíble. Y finalmente melancólica pues aporta un corolario devenido en auténtica lección de vida: el multiverso no es lo suficientemente grande para albergar un amor condenado a no poder consumarse. ¿Cómo no recordar a Peter y Mary Jane? El narcisista cirujano, devenido en todopoderoso hechicero, no deja de recibir lecciones que le dotan, no sin dolor, de humanidad.
Se cuentan con los dedos de una mano los cineastas capacitados para otorgar alma a estas historias en las que la grandeza de lo que acontece corre el riesgo de empequeñecer las vivencias de quienes, a fin de cuentas personas de carne y hueso como nosotros, las protagonizan, sin descuidar la deseable organicidad narrativa y el gran espectáculo. Raimi es uno de los afortunados y Doctor Strange en el multiverso de la locura se beneficia enormemente de su solvencia y buen hacer tras las cámaras. Pero volviendo a la pregunta que nos hacíamos más arriba ¿resulta suficiente? Para el grueso de la crítica así parece haber sido: si algo se ha destacado, en líneas generales, es el regreso a los entretenimientos con fundamento, que asumen su cuota de riesgo y se muestran generosos en regalarnos imágenes sugestivas. Difícil rebatirlo, pero a los deméritos expuestos en los párrafos anteriores —que asumo parten de unas expectativas seguramente desmesuradas en relación a lo que a uno le hubiera gustado ver en esta ocasión— habría que añadir la molesta impresión de que se ha buscado al director con pedigrí para que encajara en el espacio disponible, ofreciéndole un proyecto sobre el que verter, en dosis pautadas, un remedo de Grandes Éxitos. Y lo hemos comprado porque, evidentemente, un Raimi atado en corto resulta mucho más estimulante que la plana mayor de funcionarios de la realización a los que Mr. Feige está encomendando sus proyectos. Ojalá la jugada ayude a revitalizar una carrera en dique seco desde hace más de una década, pero las sombras vuelven a cernirse, quizá por no haberse despejado en ningún momento pese a declaraciones altisonantes, sobre el plan de marketing del MCU. Y no creo se solucione repescando a viejas glorias —¿Acabaremos viendo en los créditos a Tim Burton o Bryan Singer?— para la causa. Al menos a este lado del multiverso.