Documenta Madrid

Mira, ve, repara. Por Belén Sagredo

Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara.José Saramago

No es tiempo de héroes, sólo de hombres (en el sentido amplio y desligado a ninguna adscripción de género). Ésta podría ser la síntesis aglutinadora de los tres documentales que dan título a esta reseña y que han sido proyectados dentro de la sección Panorama del Documental Español en la reciente edición de Documenta Madrid 14: Gabor, El Rey de Canfranc y Hotel Nueva Isla.

Un tríptico que, quebrantando las coordenadas espacio-temporales en que se enmarcan cada uno de los relatos, dibuja un mosaico histórico en el que tienen cabida desde la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, hasta la Revolución Cubana y sus víctimas 55 años después. O bien, el panorama mundial actual con sus insuperables diferencias socioeconómicas entre los países desarrollados y los subdesarrollados del otro lado del océano Atlántico. Y todo vehiculado a través del retrato de tres héroes ajenos a su condición: el director de fotografía ciego de nombre Gabor, el personaje histórico y jefe de Aduana en la estación ferroviaria de Canfranc: Albert le Lay y Jorge: el último “huésped” del ruinoso Hotel Nueva Isla, cuyas historias constituyen sendas fábulas entre la superación, la filantropía y la resistencia que encuentran en lo concreto y en lo personal una lectura globalizada y extrapolable.

Gabor

Hotel Nueva Isla

Así, el director argentino afincado en España, Sebastián Alfie (El amor a las cuatro de la tarde, 2005), retoma la narración en primera persona con la que comienza su interesante corto, Abrázame así (1996), sobre la figura de su abuelo, para, en este caso, su debut en el largometraje documental, dibujar la peripecia vital de un prestigioso director de fotografía que, paradojas del destino y la mala suerte, se queda ciego rodando en el Amazonas: Gabor Bene. El encargo de un video promocional sobre la labor de la ONG “Ojos del mundo” en Bolivia lleva a Alfie a conocer al director húngaro Gabor, cuando busca una cámara de alta definición que Gabor le alquila.

La circunstancia personal de esta suerte de Beethoven del séptimo arte y la necesidad de acercarse y comprender la paradoja vital de un director invidente, de alguien cuya profesión y cuya vida (que ya se sabe que los artistas acarrean su condición no sólo en el desarrollo de su oficio) consiste en captar unas imágenes que se tornan ahora indistintamente negras, materia prima para construir su relato.

Pero que el título de la película o la declaración de intenciones del propio Alfie no lleven a engaño. Porque no es en Gabor en quién descansa la reflexión que el director propone a través de su documental, sino en él mismo como director de cine, en su troupe y, por ende, en nosotros, espectadores.

Se trata del cuestionamiento sobre la naturaleza de las imágenes, sobre el poder evocador de las mismas y sobre la construcción mental de los recuerdos en nuestro imaginario. Esa que puede permitir, tal como plantea el documental, que alguien que no ve siga trabajando como director de cine reconstruyendo su memoria y su percepción espacial a través de un trozo de plastilina. A partir de aquí desembocamos en la cuestión última de la película de Alfie: ¿es él como director capaz de superar sus propias barreras mentales ante la situación planteada, de confiar en esta reconstrucción mental y creer en la labor como director de fotografía que le encomienda a Gabor? En consonancia con la película, la respuesta a la pregunta es SÍ.

Describe así a Gabor, aparte de la evidente historia de superación de ese protagonista que acepta su condición como una circunstancia más a la que hacer frente, una potente y emocionante historia de aprendizaje: la que lleva a cabo el propio Alfie. Quien, como parte de esta experiencia vital, evita cualquier tipo de atajo emocional o manipulación sentimental para construir un relato tan certero como honesto, que reflexiona y hace reflexionar sobre el cine, las imágenes que lo componen y la vida que transita a través de ellas.

Gabor 2

Gabor

Mucho más evidente en su propósito de exaltación del héroe se sitúa la producción franco-española presentada en la Sección Zabaltegi de la anterior edición del Festival de Cine de San Sebastián y que ahora llega a Documenta Madrid: El Rey de Canfranc.

La visión aérea, silenciosa, hermosa, y a la vez inquietante, de la estación ferroviaria fronteriza de Canfranc con que comienza el largometraje de José Antonio Blanco y Manuel Priede, y sobre la que estos vuelven una y otra vez durante todo el metraje, hace intuir la barbarie y las tropelías acontecidas en ese mismo lugar varias décadas antes. Un lugar enmarcado en una naturaleza tan acogedora como hostil. Más concretamente, en el inicio de la Segunda Guerra Mundial, en la que los judíos europeos tratan de atravesar la Francia ocupada destino España, con el objetivo de salvar sus vidas.

En su camino, una mano amiga: la de Albert le Lay, conocido como “El Rey de Canfranc”, jefe de la Aduana y militante de la Resistencia francesa, que contraviniendo las órdenes y la responsabilidad que se espera de él, les abre el camino a la salvación, hasta que la Gestapo alertada de sus maniobras decide ir en su “busca y captura”.

El riesgo de contar esta heroica historia personal, que retrotrae a nuestra memoria el personaje ilustrado con gran lujo de detalles por Steven Spielberg,  Oskar Schindler (La lista de Schindler, Schindler’s List, 1993), se encuentra quizá en la base de historia misma: en el peligro de construir un retrato hagiográfico en torno a un individuo real digno de admiración. Un peligro que, si bien se incrementa a medida que conocemos que son los simpatizantes y familiares del conocido como “El Rey de Canfranc” los encargados de construir la narración múltiple y poliédrica que nos propone el documental, afortunadamente no se materializa en ningún momento la santificación del protagonista.

Y esto no sucede, en gran medida, porque el retrato estático del personaje que justifica la película queda diluido y absorbido por la insistente contextualización histórica y el vasto material documental de la misma que, por momentos, se erige en protagonista en detrimento de la figura del filántropo.

La narración heterogénea y eminentemente televisiva constituida a base de reconstrucciones histórico-personales de la obra de Blanco y Priede, así como su pretendida y no oculta voluntad didáctica, generan un gran espacio vacío entre narrador y espectador y acaban por afectar el resultado final de una obra y de una historia que no llega a conectar todo lo que pretendiese o pudiese haber logrado.

El rey de Canfranc

El rey de Canfranc

Conexión entre héroe y espectador que sí se forja con el carismático último inquilino del Hotel Nueva Isla del barrio Jesús María de la capital cubana: Jorge.

El personaje retratado en su rutina diaria por la directora formada en la prestigiosa Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Irene Gutiérrez, personifica en último bastión de una resistencia que tantos años después se antoja caduca e inútil.

La negación de Jorge a abandonar el ruinoso hotel que amenaza con derrumbarse de un momento a otro llevándose por delante a sus huéspedes y que, por lo tanto, invita al abandono paulatino de estos ante sus ojos, convierten al protagonista en ese Quijote moderno que, como él mismo escucha en la radio (no por casualidad), sigue “desafiando a los Molinos”, ajeno a que la victoria no conlleva ningún triunfo y que su vano afán de remodelar cada una de las estancias, las cuales ha convertido en su casa, para así cumplir ese sueño de venderlo y aspirar a una vida mejor, acabarán llevándoselo por delante.

A través de la yuxtaposición entre la realidad inmóvil del interior de su quebradizo hotel convertido en el microcosmos de Jorge y de cada uno de esos espacios en los que éste escribe diariamente, como si de un letargo se tratara el devenir de sus días (“he sido un verdadero verdugo de mí mismo” rezan las paredes de su habitación), y la vida que se intuye fuera, la de esa Habana retratada fuera de foco, Irene Gutiérrez, hace visible una realidad tan conocida como ignorada por el primer mundo. Esa donde el amarillo de los ojos de sus habitantes trasluce la cirrosis de una población que hace mucho espera la caída de su particular Muro de Berlín y la confirmación de que la construcción revolucionaria que pensó Fidel Castro ha fracasado, dejando en su camino una población que, como Jorge, se han convertido en espectros que deambulan por el hotel.

Se erige así el Hotel Nueva Isla en metáfora de la reconstrucción necesaria de un país que necesita demoler los cimientos de su propia intrahistoria para comenzar de nuevo.

El naturalismo de una narración introspectiva en la que se llega a percibir hasta el olor del polvo de cada una de las estancias y el retrato ensimismado y pormenorizado de este antihéroe moderno, dotan a la obra de Irene Gutiérrez de una apabullante sinceridad y una emoción contenida que estalla en el último plano estático de Jorge en el que éste dirige su mirada hacia arriba, a ninguna parte quizás, y que sirve como premonición del fracaso de su empeño. Algo que conocemos en el plano inmediatamente posterior: el primero de los créditos finales que nos advierte de que el sueño del Quijote sólo fue eso: un sueño que no llegó a cumplirse.

Pero el simple hecho de retratarlo nos invita a la reflexión necesaria sobre esas “otras” realidades a la vez que nos deja una gran muestra de cine patrio y la constatación de que el documental goza de un innegable buen estado de forma en nuestro país.

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