Documental y memoria en el cine de Esfir Shub y Julien Bryan

Esfir Shub, Julien Bryan y la mala memoria de Michael Bay: documentando los recuerdos de un conflicto Por Javier Acevedo Nieto

I. El placer culpable

Los placeres culpables en esta sociedad de la economía de la atención, donde apenas somos capaces de mantener la vista en una pantalla una media de tres minutos antes de anhelar cambiar a otro contenido, son prácticamente una necesidad para sobrevivir. Ser cinéfilo, o al menos considerarse cinéfilo, y ser parte de una generación donde la pantalla es un apéndice más de nuestro cuerpo, es tanto una oportunidad como un riesgo. Una oportunidad porque al leer a gente como Alain Bergala describiendo el descubrimiento de la cinefilia en su juventud, reuniéndose en pequeños cineclubs y anhelando leer el último número de Cahiers du Cinema, uno no desearía haber estado en su piel, romanticismos bohemios aparte. Porque como él mismo afirmaría muchas eran las películas que no llegaban a las ciudades y provincias pequeñas. Servidor ha tenido la suerte de ir a videoclubs y encontrarse en estantes obras de Kalatozov, Ichikawa o Parajanov. Posteriormente su extinción nos trajo algo más valioso que la piratería, y sí, como cinéfilo empedernido sería hipocresía negar que en mi adolescencia no recurrí a estos servicios para poder disfrutar de obras que en mi ciudad o biblioteca jamás encontraría. O eso pensaba, porque la tecnología y la revolución de las pantallas traería el VOD, o el vídeo bajo demanda, y plataformas como Filmin donde uno se enfrentaba al fantasma de su hipocresía. Amando por un lado el hecho de encontrar un nicho donde ver a Parajanov, Losey o joyas checoslovacas, y odiándome por mi pretenciosidad juvenil cuando afirmaba que esas películas solo se encontraban de manera ilegal.

Una de cal y otra de arena. Lo bueno es que la expansión de la pantalla como ese tótem animado de la postmodernidad me ha permitido gozar del cine. Lo malo es que ha condenado nuestra capacidad de atención, haciendo que uno se plantee su amor por el cine cuando asiste al visionado de una obra de Lav Díaz. De ahí la necesidad de placeres culpables. El otro día admito que disfruté sobremanera del visionado de 13 horas: los soldados secretos de Bengasi (13 Hours: The Secret Soldiers of Benghazi, Michael Bay, 2016). Admiré el sentido del espectáculo de Michael Bay, su habilidad para sublimar la propaganda estadounidense con ese uso del slow motion a través de escenas que apelan a un patriotismo occidental que reconozco creía haber derrotado a base de ejercicios de cinismo propios de un joven con complejo de culpa burgués. Un montaje frenético, personajes prototípicamente perfectos, demonización de un enemigo común y simplificación del debate geopolítico a una escena donde un barbudo que cita el monomito de Joseph Campbell vuela cabezas de supuestos terroristas mientras unos corderos se preguntan si van a cobrar su salario de extras. No sé si Michael Bay es un genio de la parodia ambigua y oculta bajo tanta testosterona un discurso político. Ciertamente lo dudo, pero he de reconocer que admiro su capacidad como director para el espectáculo más olvidable y paladeable. Comencé a reflexionar sobre por qué se le critica a Michael Bay su condición de vocero propagandista y cineasta de la destrucción más esteta a través de cine espectáculo.

13 horas los soldados secretos de Bengasi

13 horas: Los soldados secretos de Bengasi

Me dije que debía recordar una de las máximas del cinéfilo que como apuntó Ricciotto Canudo no deja de ser alguien que ve cine con algo de atención: el travelling es una cuestión moral. Nunca he sido el mayor fan de Godard. Supongo que decir esto unido a mi admiración por Michael Bay podría desterrarme de ciertos círculos de gusanos del celuloide. Pero ser alopécico con veintipocos ha hecho de la provocación un mecanismo de supervivencia darwiniana exquisito. Esa afirmación es muy válida para 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi y describe por qué el cine de Michael Bay, y de tantos otros, es un medio al servicio de esa industria preconizada por Fritz Lang y no al servicio del arte o de la articulación de un lenguaje cinematográfico, como intentó configurar Godard en esos días donde el marxismo era algo más que una etiqueta u otros tantos críticos. El travelling en Michael Bay estiliza la violencia, recrea una estética del caos donde el efectismo audiovisual suple cualquier interés por articular un discurso cinematográfico que genere una reacción en el espectador más allá del bombardeo de la pantalla con soflamas repletas de esteroides. Su moral es la de quien sabe que el cine es una industria. Lo cual no es criticable, tan solo es un mantra que me repito a mí mismo para separar mi divertimento ocasional con Bay respecto de mi capacidad como cinéfilo para empatizar con filmes que hacen del travelling un ejercicio de moral al servicio de una causa artística.

II. La buena memoria

Reflexioné también sobre nuestra necesidad como individuos y sociedad de conformar una memoria sobre los conflictos que han marcado y marcan nuestra red de recuerdos sobre el estado del mundo. En ese sentido, el filme de Michael Bay, como pieza de orfebrería del ocio propagandístico, falla en su ambición de ofrecer un testimonio audiovisual sobre la situación de Libia tras la muerte de Gadafi. Allison Landsberg retomaría ese concepto inmenso por su complejidad y por su impacto teórico, la memoria colectiva, que Halbwachs desarrollaría en su obra La mémoire collective (2004) 1. Cómo una sociedad recuerda, comparte memorias, las almacena y cómo se distribuyen hasta formar una memoria común integrada a partir de las impresiones de individuos, siempre atenta a la presión ejercida por una industria mediática en la conformación de una determinada manera de recordar. Landsberg hablaría de prótesis de memoria para completar la noción de memoria colectiva. Haría énfasis en la memoria colectiva, específicamente en aquella compartida por la audiencia, por aquellos expuestos a los mensajes audiovisuales de la industria del entretenimiento. El calificativo de prótesis surge cuando Langberg afirma que ciertos productos culturales, como las películas, crean nuevas memorias y recuerdos que se insertan en la mente del espectador y se comparten hasta formar prótesis de memoria que se adhieren a la real, a aquella formada por recuerdos no provenientes de mensajes mediáticos fabricados.

Y es que no hay memorias reales u orgánicas, sino memorias basadas en constructos culturales producidos por aparatos mediáticos. El libro de Langsberg, Prosthetic memory (2004) 2, tampoco es necesariamente pesimista ni se trata de la enésima revisión de los postulados de la escuela de Frankfurt. La autora cree que conocer el sistema capitalista de producción de memoria mediática puede permitir a aquellos críticos cambiarlo desde dentro. Utópico o no su concepto es muy interesante, y en cierto modo da sentido a multitud de acepciones o movimientos como la corriente pop. En el caso de Michael Bay sus obras han contribuido a crear una serie de prótesis de memoria que han tenido su impacto en la cultura de los videojuegos, ya que sagas como Call of Duty han amplificado ciertas memorias estipuladas por Bay sobre la forma de recordar conflictos en Oriente Medio, el terrorismo yihadista o la intervención estadounidense. Sea o no una forma responsable de crear memoria, el impacto de Bay en nuestro imaginario mediático es innegable.

Michael Bay

Michael Bay con un Tomahawk de propaganda

A colación de estas prótesis de memoria, del papel de Michael Bay en nuestra memoria colectiva sobre los conflictos e imagen del terrorismo moderno, uno se pregunta si el travelling como cuestión moral y la responsabilidad del director en la formación de una memoria colectiva es un fenómeno reciente. Pero el interrogante que más me inquieta es si esta responsabilidad es un requisito relevante a la hora de analizar la contribución de ciertos autores en el mapa de los recuerdos de nuestra memoria colectiva sobre conflictos bélicos mundiales. Queda claro que Michael Bay ha jugado con su influencia mediática para imponer una forma de mirar a ciertos conflictos, pero en el caso de dos contiendas como la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial uno podría perderse en los cientos de aportaciones audiovisuales que han conformado nuestra memoria colectiva sobre dichos sucesos.

Rastrear estas prótesis de memoria mediática asimilada por la audiencia es ya una tarea ardua, pero encontrar directores que además tuvieran un cierto grado de compromiso y talento artístico para proponer discursos sobre la memoria colectiva es complejo. Ahí surgen dos figuras quizá poco reconocidas, pero cuyas aportaciones considero claves para entender cómo la memoria colectiva y el cine pueden ir de la mano sin riesgo de caer en el pesimismo y cataclismo capitalista anunciado por Adorno. Una de ellas es la de la montadora y directora soviética Esfir Shub, la otra la del director y productor estadounidense Julien Bryan. Les une un compromiso con la audiencia en pos de crear una memoria concreta sobre el conflicto que cubrieron, así como el hecho de que ambos eran documentalistas de raza que además de sentar las bases del documental moderno elevaron el arte del montaje por encima de figuras como las de Vertov o Eisenstein.

III. El montaje de una memoria: Esfir Shub y Julien Bryan

Julien Bryan y Esfir Shub fueron dos cineastas que podría afirmarse moldearon el género del cine documental. Pese a sus orígenes dispares, ambos coincidirían en desplegar un registro cinematográfico más preocupado por la captación de la realidad — esa ontología de la imagen propugnada por Bazin — a través de la supervisión del archivo histórico y sobre todo un uso prodigioso del montaje. Solo así Bryan y Shub dejarían para la memoria colectiva algunas de las imágenes más emblemáticas de la II Guerra Mundial y la Guerra Civil española, respectivamente. Su labor bien podría definirse como la de dos creadores audiovisuales comprometidos con añadir prótesis de memoria a nuestra identidad colectiva que tengan una cierta relevancia social, lo cual justificaría el optimismo de Landsberg respecto a una industria mediática cuyo impacto sí podría autorregularse a través de un cierto compromiso por parte de los cineastas. No solo eso, Aleida Assman, antes que Landsberg, revisaría la teoría de Halbwachs para ofrecer otro ensayo mastodóntico por su influencia al indagar en el término de memoria cultural. De manera muy simplificada, Assman habla de memoria comunicativa, aquella que pertenece a la esfera de la rutina y las dinámicas sociales del día a día, esto es, una memoria integrada por una comunicación de los recuerdos que pertenecen a la normalidad. Pero incide en otra tipología que es la que resulta más relevante, la memoria cultural, más trascendente y despegada de lo ordinaria, situada en un horizonte de eventos concreto y con unas coordenadas temporales que serán las mismas pase el tiempo que pase [ASSMAN, Jan & CZAPLICKA, John (1995): “Collective memory and cultural identity”, en New German Critique nº 65, 1995, pp. 125-133.].

Jan Assman

Jan Assman

Las figuras de memoria son esos puntos fijos que recuerdan la duración de este evento de memoria, bien sean textos, monumentos o por qué no, testimonios audiovisuales. Assman trataría de implicar en este concepto a la propia sociedad, la cultura y la memoria, a la cual nos acercamos desde el presente con una actitud de “contemplación retrospectiva”. Cinco rasgos definen esta memoria: está asociada a un evento del cual solo puede emanar un juicio positivo o negativo, reconstruye la historia a través de las posibilidades de un archivo histórico o de la revisión de este evento de memoria ya en el presente, es concreta ya que integra un legado heredado por una sociedad, reflexiva y además expresa a través de símbolos determinados sistemas de valores.

¿Es necesaria esta introducción a modo de cuaderno verde de Filosofía de Bachillerato? Sí, porque Esfir Shub y Julien Bryan no solo pueden ser vistos como cineastas que añadieron determinadas imágenes o prótesis a nuestra memoria de ambos conflictos, sino que también moldearon nuestra forma de asimilar este legado al proponer una reflexión basada en símbolos y juicios insertos en sus respectivas ideologías y obras. Comencemos por Julien Bryan. El cineasta estadounidense documentaría, entre otros cientos de conflictos y eventos, la II Guerra Mundial, y en concreto la obra que nos debe preocupar en este contexto filosófico por su relevancia para entender tanto su contribución al cine documental como a la forma de recordar este conflicto, es Siege (Julien Bryan, 1940).

Julien Bryan

Bryan fotografiando el bombardeo de Varsovia

IV. Siege: bombas, algún recuerdo y un símbolo

En este documental de apenas diez minutos de duración Bryan muestra la ocupación alemana de Varsovia y la represión sufrida por el pueblo polaco durante la invasión. El cine de Julien Bryan solo puede entenderse como una herramienta al servicio de una determinada verdad periodística. La intención primordial de Siege era la de realizar un llamamiento y toque de atención a la audiencia occidental sobre las atrocidades que se estaban cometiendo en Europa. Para Bryan el documental debe manifestar hechos, y normalmente se aparta de cualquier intención de crear un relato ficticio o siquiera de organizar una determinada puesta en escena. Así, Siege es un auténtico reportaje que no recurre a ninguna clase de actor y se basa en una ingente labor de recopilación de material de archivo para hilvanarlo a través de la voz de un narrador y de un montaje de archivo.

La forma de proceder de Bryan, y también de Shub como apuntaremos después, es la de un montaje de ideas que Jean Mitry elucidaría con su habitual clarividencia 3. El montaje de ideas, que él personifica en la figura de Dziga Vertov — aunque quizá a Shub se le deba más mérito del que se le otorga — se basa en la premisa de que la película se construye a posteriori, en la sala de montaje. Se trata de una forma de concebir la obra cinematográfica en la que la idea surge a partir de la revisión del archivo, y no al revés, es decir, adecuando las imágenes a una idea preconcebida. El sentido de esta clase de obras estriba en la relación o dialéctica que el autor establece entre imágenes que sí poseen una referencialidad al margen de esta idea pero que por sí solas carecerían de un sentido expresivo. Este montaje noticiario por así decirlo fue encumbrado por Esfir Shub y Julien Bryan, y el caso de Siege es paradigmático puesto que a partir de la asociación de este archivo se crea un relato capaz de vindicar una forma de recordar y construir memoria.

Julien Bryan 2

 Julien Bryan

Jean Loy se hace eco de las concepciones de Bryan sobre Siege y en general, sobre el cine documental 4. Para el norteamericano, el cine es capaz de capturar el propio tejido de la Historia en bruto, y la responsabilidad del documentalista estriba en reproducir el orden natural de los eventos de manera inteligible para la audiencia. El relato inserto en un documental, por lo tanto, debe remitir a las dinámicas naturales de lo que se está mostrando y no falsearlas: la vida en una ciudad, o en un bombardeo como en el caso de Siege. La utópica objetividad según Bryan consiste en seleccionar aquellos fragmentos que cuenten una historia sin prejuicios y al margen de cualquier juicio de valor, en mostrar a las personas como la cámara les muestra y no como les gustaría aparecer. Así, el filme abre con una declaración del propio Julien Bryan, quien también narra todo el reportaje, introduciendo al espectador en la situación de Varsovia, así como sus impresiones durante el proceso de grabación. Bryan, con su narración sumamente descriptiva, realiza a través del montaje una crónica audiovisual de la vida diaria durante el bombardeo de Varsovia.

Choca cómo Bryan es capaz de mostrar la vida rutinaria, el día a día aparentemente inmutable pese al caos bélico desencadenado. En el fondo, el director es capaz de aportar un testimonio audiovisual de esa memoria cultural descrita por Assman, cultural en el sentido en el que, por desgracia, la II Guerra Mundial marcaría la identidad de Polonia o al menos amenazó todo aquello que identificaba a un colectivo como el de la sociedad polaca. La forma de recordar una memoria cultural se apuntaba, no dependía del tiempo sino de cómo se accedía a ese recuerdo. De este modo, la invasión de Polonia responde a las coordenadas aportadas por Assman, al enmarcarse en un espacio de acontecimientos concretos y estar comprendido en unos cortes temporales determinados, un principio y un final.

Partiendo de esta hipótesis, Siege se erige como una figura de memoria, un repositorio de imágenes que recuerda la duración de este episodio de memoria y al que podemos acudir desde esa perspectiva de “contemplación retrospectiva” para entender cómo dicha memoria moldeó la identidad de un colectivo, de toda una nación. El filme de Bryan lo consigue aprensando la realidad rutinaria en medio del caos, articulando un discurso audiovisual que cumple todos los rasgos propios de la memoria cultural de Assman. En primer lugar, la película está estrictamente vinculada a un evento determinado, del cual Bryan emite un juicio claro pese a su intención de mostrar la realidad tal cual es. En segundo, es concreta ya que se ciñe a un momento muy concreto de ese evento de memoria llamado la invasión de Polonia. Y a través del registro cinematográfico presente en Siege pueden elucidarse las otras tres características.

Siege 1940

Una de las más tristes y recordadas fotos de Bryan

El documental de Bryan moldea esa memoria cultural ya que en su propia concepción existe una necesidad de aportar un carácter reflexivo. La voz del narrador interpela al espectador, describe el caos, plasma en imágenes desde la forzosa rutina, pasando por los hospitales y cubriendo escenas de matanzas. Julien Bryan reflexiona al mismo tiempo sobre lo traumático del evento, sabiendo que su obra tendrá un carácter testimonial. Siege es muy consciente de su condición de testamento audiovisual histórico, de ahí su rigor periodístico y la necesidad de construir un relato a partir del material de archivo que muestre las implicaciones que ese evento de memoria tiene en su contexto y llegará a tener. Resulta relevante que Bryan fuera capaz de entender la necesidad de dar testimonio de una época en un momento donde la mayoría de los cineastas destinados a cubrir el conflicto bélico estaban entregados al cine propagandístico, pese a que éste también entrañe un claro componente como artefactos de memoria.

Otro rasgo presente en este documental es su aspiración de reconstruir la historia a través del archivo audiovisual. Lo hace vertebrando un relato hilvanado por el narrador que finalmente se queda en una crónica del evento. No hay ficción, ni el archivo queda supeditado a una conciencia autoral que busca generar una determinada reflexión artística. El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929, Dziga Vertov) recurría al montaje de ideas para, a partir de un archivo, generar una película que empezaba como un testimonio histórico de la transformación urbana de la Rusia revolucionaria, para finalmente fagocitar el archivo y mutilarlo para construir un relato que reflexionaba sobre la condición del cinematógrafo. Julien Bryan no concibe el cine como un medio al servicio del arte sino al servicio de la verdad histórica, de ahí que rehúse a dotar a su obra de cualquier carácter ficticio o metarreflexivo. Pese a ello, su estilo, a través de un montaje que reconstruye el archivo para proporcionar una crónica de hechos, es particularmente rico por su capacidad indirecta para generar asociaciones de sentido, metáforas e incluso símbolos.

Así, revisando algunas de las secuencias de Siege no es difícil encontrar ciertos símbolos, o al menos planos seleccionados deliberadamente que constituyen una forma de mostrar una identidad, la polaca, en pleno conflicto: una memoria amenazada por el invasor. Pese a la pretendida objetividad de Bryan, el cineasta no puede rehuir la necesidad de otorgar a su documental de un cierto carácter simbólico para garantizar la universalidad del documento. Esto queda probado por ejemplo en una secuencia en la que Bryan describe cómo los bombardeos han alcanzado hospitales para heridos. A través de una serie de planos detalle breves y estáticos, el norteamericano revela los escombros sobre las camas que solían albergar a las víctimas. En una de ellas yace una escultura de una Virgen, y resulta cuanto menos significativo que Bryan escoja esa imagen si uno tiene en cuenta la importancia de la religión católica en una sociedad tradicionalmente conservadora como la polaca.

Siege 2

Siege

Identidad en conflicto, una memoria colectiva, la inculcada por la religión, cuyas figuras de memoria — en este caso la iconografía cristiana — son mostradas por Bryan para enfatizar ese discurso orientado hacia la preservación y recuerdo de un hecho trágico grabado en la memoria polaca a través del documental. Este factor queda también elucidado cuando justo antes Bryan narra cómo una iglesia fue bombardeada un sábado por la mañana, mostrando a un grupo de fieles rezando a un cristo desvencijado o a un sacerdote sacando un retrato del Papa entre los escombros, todo ello aderezado con planos de la destrucción de la iglesia.

Collage Siege

Siege

Un simbolismo que, tratándose de un documental que busca la máxima objetividad, aporta un cierto componente universal al tratar temas cercanos a cualquier clase de audiencia. Cabe recordar que el filme de Bryan no estaba destinado a la audiencia polaca, sino a la estadounidense, de ahí que necesite crear una pieza lo suficientemente inteligible para una audiencia que no conozca nada sobre Polonia. De ahí esta necesidad de reflexionar sobre esa memoria en conflicto, de generar símbolos y revisar la historia seleccionando aquel material de archivo que conjuntamente exprese una idea: la de la barbarie del conflicto bélico. No obstante, uno de los fotogramas más recordados del film y que se convirtió en un símbolo de la barbarie nazi en Polonia es la imagen de un niño sentado junto a la madre muerta. Una poderosa imagen que viene antecedida nuevamente por retazos audiovisuales no de memoria colectiva, sino de memoria comunicativa, más doméstica y apegada a la rutina y día a día de un individuo o grupo social. Previo a ese funesto plano Bryan muestra a las mujeres recogiendo patatas, una escena que existiría fuera de esa memoria cultural llamada invasión de Polonia ya que se trata de un rito cotidiano, y que posteriormente Bryan contrasta con una escena nada habitual como la de un hijo junto al cuerpo de una madre.

Siege 5

Siege 

Este símbolo trágico en forma de plano no solo formaría parte de una memoria colectiva dramática, sino que, como prótesis de memoria, marcaría la forma de recordar ese conflicto gracias a su impacto en una audiencia mediática influenciada por la industria audiovisual. Podría abrirse un debate sobre el paralelismo entre esta madre muerte y la fotografía de Alan, el niño fallecido en una playa turca cuya foto se viralizó. Sobre la ética y sensibilidad de la difusión de dichas imágenes, pero no concierne realizarlo, esta comparación solo sirve aquí para explicar cómo un concepto aparentemente moderno, como el de la prótesis de memoria, estaba ya vigente en el pasado. Un término empleado más frecuentemente para explicar fenómenos de memoria colectiva como los memes, la esfera de las redes sociales o la difusión de imágenes como la de Alan, pero que también sirve para definir la imagen que Julien Bryan grabó en la memoria de la audiencia estadounidense sobre la invasión de Polonia.

V. Ispanija, o por qué olvidamos a Esfir Shub

Centrándome ahora en la figura de Esfir Shub, el filme que podría enlazarse con el de Bryan y erigirse en otro ejemplo de memoria cultural de un episodio concreto, y de prótesis de memoria que marcaría la forma de entender un conflicto por parte de una audiencia — la rusa en este caso — es Ispanija (Esfir Shub, 1939), un documental propagandístico sobre la Guerra Civil española. En efecto, propagandístico, por espinoso que sea decir que una obra propagandística puede moldear la forma de recordar un conflicto o incluso marcar la memoria colectiva de un grupo social, en este caso la sociedad española, el documental de Shub presenta la suficiente riqueza discursiva y artística como para ser tenido en cuenta. Esfir Shub es una de esas figuras vanguardistas del cine soviético cuyo impacto quizá no haya sido tan explorado como en el caso de Vertov o Eisenstein 5. No obstante, no solo trabajó como montadora para el segundo, sino que también revolucionaría la forma de concebir el montaje en la Unión Soviética, todo un hito viendo con quiénes tuvo que compartir escena creativa, a través de otra emblemática obra para conmemorar el décimo aniversario de la Revolución: La caída de la dinastía Romanov (Padenie dinastii Romanovykh, Esfir Shub, 1927). Shur propuso un documental basado en el archivo, como Bryan, y al igual que este su peculiar montaje de ideas se basaba en respetar al máximo este archivo para que, a partir de la organización, confrontación y relación entre materiales muy diversos, surja una idea, un relato que atraviese una miríada de imágenes inconexas.

Lenin

La caída de la dinastía Romanov (Padenie dinastii Romanovykh, Esfir Shub, 1927)

Ispanija, filme producido por Mosfilm, abordaba la labor en el conflicto español por parte de las Brigadas Internacionales. Lo que diferencia a Shub no solo de la propaganda realizada por el bando nacional — tremendamente maniquea y monolítica — sino de sus homólogos soviéticos, es su capacidad de mantener una cierta objetividad y solidez histórica gracias a su labor como montadora y amante del archivo. En el caso de Ispanija, la mayor parte de las imágenes de archivo fueron tomadas por operadores republicanos, e incluso algunos fragmentos se extrajeron de otros filmes como Sin novedad en el frente (All quiet in the Western Front, Lewis Milestone, 1930). El resultado es un documental que, como prótesis de memoria, al igual que Siege, va a marcar la forma de recordar el conflicto por parte de la audiencia soviética, de ahí su carácter universal y la necesidad de emplear archivo ajeno al conflicto español para “mundializar” el relato. Una particular visión de España por parte de soviéticos que ni hablaban el idioma ni conocían la cultura. El documental traza una cosmovisión folclórica de España, tocando todos los leitmotivs propios del realismo socialista: vindicación la clase agrícola, condena del fascismo o admiración por la riqueza natural del país y el espíritu revolucionario dormido. Junto a Shub destaca la figura de Roman Karmen, otro creador de reportajes cuya obra como reportero abarca los grandes conflictos del s. XX.

El filme de Shub pretende erigirse en un documental de propaganda para la audiencia soviética, pero como sucedió con frecuencia con buena parte del cine soviético, ese carácter propagandístico queda ampliamente superado por la apuesta artística, vanguardista y la personalidad del director, o directora en este caso. No es de extrañar que pese a Ispanija sí presente un evidente tono de propaganda, sepa combinarlo con la crónica histórica a través de un cierto hilo en forma de relato sobre las Brigadas Internacionales que tan pronto muestra las atrocidades de los bombardeos en crudas escenas como se recrea apostando por un lirismo audiovisual en forma de églogas casi pastoriles sobre la vida rural de España. Shub es capaz de describir el bombardeo de Irún, habiendo mostrado previamente la vida rural en una aldea de Galicia y comenzando el documental con una corrida de toros — naturalmente es un componente del patrimonio español que debió llamar la atención de un grupo de soviéticos — para saltar a una escena donde un grupo de voluntarios se despiden para marchar al frente. Una obra que galopa entre la propaganda, la cosmovisión lírica del folclore de nuestro país y el realismo socialista, a través de un montaje que recurre a archivo de cualquier parte para cautivar a una audiencia internacional.

Esfir Shub

Esfir Shub

Así, Shub y Bryan firman obras documentales que operan en dos niveles: como prótesis de memoria y obras sujetas a una industria mediática concreta moldean el recuerdo del conflicto de una audiencia que no está en ese lugar, y como artefactos de memoria cultural son un testimonio de un horizonte de eventos concreto, son dos figuras de memoria que atestiguan una posible ruptura en la identidad de sendos grupos sociales y nacionales. Bryan conseguía esto último introduciendo en su rigurosa crónica documental elementos simbólicos que internacionalizaban su discurso. Shub hace lo propio, y cuando decide recuperar fragmentos de Sin novedad en el frente lo hace para introducir el frente del Ebro bajo el intertítulo de “El Verdún español”. Clara necesidad de mostrar un conflicto nacional y local de manera relevante para una audiencia que poco o nada sabía de España. Esto también se repite en ciertos conceptos, como el de hablar de pueblo indivisible o conspiraciones trotskistas para intentar justificar la derrota republicana a manos de los sublevados. Otra forma notable de conseguir un impacto en la audiencia es a través del montaje y del simbolismo, y es que el film de Shub, como el de Bryan, deja algunas imágenes para el recuerdo.

Pese a que la directora soviética difiere de Vertov en que éste último usaba el archivo como un mero pretexto para construir sus reflexiones meta cinematográficas, su respeto al material original no le impide montarlo de tal manera que sacrifique parte de su exactitud documental para ofrecer secuencias dramatizadas que impacten mejor en la audiencia, y que son una muestra de la enorme modernidad de la técnica aportada por Shub. Hamdorf cita una escena del bombardeo de San Sebastián donde Shub intercala planos interiores de aviones, una secuencia de unos niños jugando y otra serie de planos que muestran el caos desatado por los bombardeos 6. Cada plano corresponde a una ciudad distinta, unidos dan la impresión de una unidad dramática cerrada y situada en San Sebastián. Este montaje de ideas a partir de un material concreto deambula por todos los tópicos del realismo socialista como se ha mencionado, y también recurre al falseamiento, por así decirlo, de ciertas tomas, como una ambientada en una idílica Galicia donde una charla entre dos pastores es doblada al ruso para simular que discuten sobre el rumbo de la guerra.

Sobre la imagen que Shub da del enemigo, quizá sea ahí donde la directora abandone su acentuado lirismo y épica comunista para ofrecer los pasajes más crudos, pero a la vez más inspirados de Ispanija. Se condena por completo el fascismo, mostrando sus atrocidades en una serie de imágenes donde abundan los fallecidos. Shub emplea en su obra la teoría sobre la propaganda de Serge Tchakhotine, la denominada senso-propaganda. Se trata de un tipo de propaganda que apela a la emoción de la audiencia a través del universo audiovisual: imagen, sonido, montaje y simbolismo. A través de la imagen propone forjar una cierta mitología universal sobre España capaz de ser encajada en el simbolismo propio del realismo socialista. Como afirma Sánchez Biosca 7 el poder de los mitos estriba en su forma, en su capacidad de expresar la familiaridad cultural y social en un colectivo dado. Continúa Biosca otorgando a la imagen cinematográfica un valor plástico capaz de capturar la esencia del mito y ofrecer una representación de la memoria. En ese sentido Ispanija consigue cincelar ciertas secuencias para reflejar la imagen misma del mito a partir de su simbolismo y de ciertas metáforas. De este modo consigue Shub mostrar la barbarie de ese Otro, de ese enemigo único encarnado por el fascismo.

El montaje de las secuencias ambientadas en el frente nacional es diametralmente opuesto al de las secuencias situadas en el bando republicano. De grandes planos dinámicos, secuencias que recogen a la multitud enfervorecida o el trabajo colectivo a través de una música extradiegética viva y festiva, primeros planos que se intercalan con planos generales henchidos de vítores de las clases populares, se pasa a un estatismo absoluto. Planos generales estáticos y más dilatados en el tiempo, una música extradiegética apagada y la voz del narrador modifica su entonación. Se trata de capturar la tristeza, el yugo fascista, la homogeneidad tiránica que fagocita a un país desde dentro.

Shub lo plasma a la perfección en una secuencia ambientada en Burgos donde se celebra un oficio religioso multitudinario y posteriormente en otra donde unas tropas se congregan bajo la cruz. No hay una multitud enfervorecida, ni dinamismo en un montaje que no alterna varías líneas de acción. Hay planos estáticos, generales y largos que captan a los fieles quietos y mirando hacia abajo, el rostro apenas visible. Los primeros planos se muestran con una angulación neutra para mostrar los rostros de los penitentes. Se suceden planos generales levemente picados donde el clero ocupa el centro de la escena, dominando a la multitud. Posteriormente una sutil panorámica vertical muestra a tropas desfilando y finalmente se salta a otra secuencia donde un grupo de soldados reciben la bendición de rodillas. Un travelling levemente en picado refleja el rostro de los soldados, una figura que sostiene un crucifijo en la mano domina la escena a través de un contrapicado que muestra su superioridad, y después se alternan planos de los soldados con un primer plano detalle del crucifijo sostenido en alto. La sumisión absoluta hacia la fe, una alternancia de imágenes que la directora repite varias veces en la misma secuencia.

Esfir Shub Ispanija 2

 Ispanija

 Shub brilla particularmente a la hora de describir el sometimiento a la fe por parte del fascismo a través del exordio por medio del montaje de una solemnidad espiritual imbuida de tristeza y pesadumbre. Donde Bryan conseguía impactar con un niño frente a la madre muerta, Shub lo consigue en el preciso instante en el que abandona la propaganda y la técnica al servicio del discurso socialista para simplemente demonizar y mostrar la crudeza de la guerra.

VI. Cartofragiando los buenos recuerdos

Esfir Shub y Julien Bryan se erigen en dos documentalistas que renovaron la forma de concebir el género a través de obras en las que el montaje de archivo no se reduce a reproducir una crónica factual de un determinado acontecimiento, sino que su reverencia artística hacia ese material les permite firmar obras capaces de ser al mismo tiempo instrumentos de mediación mediática y artefactos de memoria cultural. Instrumentos de mediación mediática ya que moderan la visión de una audiencia extranjera sobre esos conflictos, creando una especie de imaginario colectivo en forma de prótesis de memoria. Lo consiguen exhibiendo una actitud de fascinación y compromiso con la realidad. Artefactos de memoria cultural porque al mismo tiempo capturan una identidad en crisis, fracturas en la memoria de un colectivo nacional, Siege e Ispanija son figuras de memoria de un acontecimiento histórico. Lo reproducen, reflexionan sobre él, revisan la historia del momento y ofrecen símbolos que hacen que sus obras tengan un significado artístico que 13 horas: los soldados secretos de Bengasi no posee. Símbolos audiovisuales que generan empatía, una actitud de velada emoción, una polaridad de sentimientos con los que todos podemos identificarnos o que al menos nos impacta.

Michael Bay 2

Michael Bay, a lo David Simon: “Que se joda el espectador medio”

La memoria cultural queda captura en fotogramas que, a partir de estos procesos de emoción, identificación y empatía producidos en el seno de un colectivo, se erigen en símbolos que condensan la agresión contra una identidad dada, ya sea la polaca o la española. Las prótesis de memoria marcan la forma en la que vamos a percibir estos conflictos. La diferencia con la obra de Michael Bay — y soy consciente de que este último firma películas de entretenimiento — es la actitud de responsabilidad social, la necesidad de usar el arte como esa ventana abierta al mundo de la que hablaría Bazin. Mis recelos contra Bay no radican en sus habilidades para el cine espectáculo, ya he dicho que disfruté de 13 horas: los soldados secretos de Bengasi, sino en su faceta de cronista indirecto del conflicto libanés, totalmente parcial, maniquea e innecesaria en una obra de entretenimiento. Esa es la razón por la que jamás podrá ser heredero de esos genios del cine ochentero — John McTiernan, Peter Hyams o el cine de Hong Kong — cuya mala leche y capacidad para mostrar esa masculinidad de testosterona y sudor en la frente contrastaba con una cierta acidez y actitud crítica en sus hipérboles estéticas de violencia audiovisual. Pero ese es otro tema, y esta reflexión tan solo quería arrojar algo de luz sobre aquellos apocalípticos que diría Umberto Eco que al ver películas de Bay cuestionan el rol del cine como embalsamador de una determinada forma de recordar y acercarnos a la memoria. Porque es posible un cine capaz de articular compromiso histórico y ambición artística, algo que Godard y su moral del travelling no alcanzó en La Chinoise (Jean-Luc Godard, 1977), y en lo que Julien Bryan y Esfir Shub brillaron.

Esfir Shub y Julien Bryan

  1. HALBWACHS, M. (2004): La memoria colectiva. Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza.
  2.  LANDSBERG, Allison (2004): Prosthetic Memory: The Transformation of American Remembrance in the Age of Mass Culture. Columbia University Press, Nueva York.
  3.  MITRY, Jean (1978): Estética y psicología del cine: Las estructuras. México, Siglo XXI.
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  5.  MALITSKY, Joshua (2004): “Esfir Shub and the film factory-archive: Soviet Documentary from 1925-1928”, en Screening the past nº 17, 2004, pp. 1-17.
  6. MARTIN HAMDORF, Wolfgang (1995): “Del testigo presencial a la transformación poética. Ispanija-España: poesia, narrativa y propaganda”, en Secuencias: Revista de historia del cine nº 3, 1995, pp. 60-77.
  7.  SÁNCHEZ BIOSCA, Vicente (2006): Cine y Guerra Civil española. Del mito a la memoria. Alianza Editorial, Madrid.
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