Dogman
El encantador de perros Por Javier Acevedo Nieto
Si por algo se caracteriza la filmografía de Matteo Garrone es por su habilidad para construir atmósferas densas en las que una masculinidad tóxica se abre paso a través relatos que priman el salvajismo de la trama antes que cualquier otra sutileza. Dogman no se sale de ese sendero y conforma la película más redonda del director italiano en términos de narración y manejo de la puesta en escena. Marcello regenta una peluquería canina en una zona apartada y paupérrima de Roma. Tiene una hija y su vida ordinaria consiste en entregarse con devoción desmedida al cuidado de los perros. Es un individuo afable, de sonrisa permanente y mirada triste, alguien que sostiene la correa de su vida con la mano floja, confiando en que le lleve plácidamente igual que los perros tiran de él con el aprecio que da tener un amo como Marcello. Su hija le quiere, y aunque malviva en esa zona alejada de todo acepta con resignación su posición. Todo es transcurre con normalidad salvo por la presencia de Simoncino, un tipo de aspecto bestial y actitud todavía más bestial que atemoriza al barrio y se dedica a prácticamente toda clase de ilegalidades. Marcello provee con pequeñas dosis de cocaína a Simoncino, pero poco a poco el primero se verá envuelto en la actitud destructiva del segundo.
Dogman es un ejercicio de estilo que plantea una dicotomía entre amo y mascota, entre humillación y resignación. Los anteriores trabajos de Garrone ya recreaban esas atmósferas suburbanas donde la supervivencia es cuestión de actitud. Marcello se muestra tranquilo cuidando a los perros. El filme abre con un plano general donde intenta limpiar a un perro con bastantes malas pulgas hasta que finalmente consigue tranquilizarle. Cámara estática, un plano reposado y Marcello con su escasa presencia deambulando por el encuadre. Esta será la tónica habitual en cada una de sus apariciones individuales en el plano. La descripción de una psicología sosegada, calmada y hasta cierto punto de excesiva monotonía. Es un amo paciente. Simoncino es capturado en encuadres dinámicos, primeros planos, una steady-cam que orbita alrededor de su presencia brutal en el plano. Los exabruptos de violencia se captan con cabeceos rápidos de cámara y el punto de vista juega un papel relevante. Simoncino es un perro desbocado. Cuando ambos convergen en escena Garrone comienza su particular inversión de roles y es ahí donde emerge el conflicto entre la normalidad y la sumisión. Marcello, en presencia de Simoncello, es apresado en primeros planos y planos cortos, su mirada deambula nerviosa. Empieza a actuar como amo servil de ese gran perro llamado Simoncino. No sabe sujetar la correa y deja que la violencia y el primitivo caos le lleven a un punto de no retorno. Simoncino tira de él, se derriba sobre la espalda de Marcello cuando necesita ayuda y le ladra cuando algo no se hace como él quiere. Aún hay escenas donde Marcello se toma un respiro con su hija, o con los comerciantes locales que planean cómo librarse de Simoncino. Pero si por algo se caracterizan los relatos de Garrone es por ese determinismo funesto, esa idea de que el destino de sus personajes está inscrito y determinado por el entorno que les rodea. Simoncino acaba convirtiéndose en el amo, se invierte esa dinámica de poder, y Marcello convierte la sumisión en una humillación permanente. El frágil equilibrio de ese hombre afable pero timorato se rompe cuando se da cuenta de que comparte jaula con una bestia, una suerte de chihuahua de ojos saltones frente a un pitbull que babea y se pasea en moto mientras hace ladrar el motor.
Los planos generales y estáticos dan paso a una retahíla de secuencias comprimidas en planos cortos y set-pieces donde la cámara sigue a Marcello y Simoncino, tirando ambos de la correa del espectador. Es con ese ritmo creciente, y con un sorprendente uso de ese diálogo en la planificación como Garrone firma un primer acto enérgico y vigoroso, un gran compendio de todos sus atributos como cineasta. La dicotomía entre amo y siervo, sumisión y humillación impulsan una narración donde la mirada masculina impone una atmósfera en ruinas y sin visos de optimismo. La relación de los personajes con un entorno estático y en ruinas parece aislarlos, con encuadres donde el punto de fuga se hunde en un horizonte donde literalmente no hay nada más que oscuridad. Solo la presencia de la hija de Marcello proporciona un cierto alivio a este relato de masculinidad exacerbada y violenta complicidad. Tras este primer acto donde la relación entre Marcello y Simoncino alcanza ese punto de no retorno, se abre una espiral de acontecimientos que terminan por agotar al espectador por la reiteración de ideas y una narración que pierde la tensión engarzada en cada secuencia del primer acto. A diferencia de lo que algunos críticos han enunciado, Garrone no es capaz de emular a Peckinpah. Básicamente porque su estilo carece del lirismo e intimismo del segundo, y porque para Peckinpah la violencia era un medio mientras que para Garrone parece ser un fin con el que cerrar un relato que no es capaz de solventar la indiferencia de su personaje protagonista. Marcello no resiste a los desafíos de la narración de Garrone – no hay nada que objetar a la interpretación de Marcello Fonte – simplemente porque su condición de hombre humillado se estira y estira hasta que la correa se rompe y uno no siente la necesidad de acompañarle hasta el final. No ayuda la repetición de situaciones, o la sensación de ese determinismo que impregna la historia tras el brillante e inesperado primer acto. Hay ejemplos de cómo mantener la tensión narrativa, solo hay que fijarse en Sorogoyen, y Garrone pierde fuelle progresivamente.
Pese a ello, Dogman aúna virtudes de sobra para justificar su visionado. Garrone depura la brutalidad de sus propuestas anteriores y su habitual capacidad para transitar por ambientes y realidades y vincularlos con el destino violento de sus personajes se ve mejorada por una puesta en escena ya elucidada anteriormente. Hay verosimilitud, y un naturalismo árido en la forma en la que la herencia social y el entorno condicionan a los personajes. Garrone es capaz de crear una atmósfera darwiniana donde se instala un primitivismo, una ley del más fuerte que obliga a Marcello a cuestionar los límites de su humillación. Precisamente Dogman brilla cuando es capaz de poner algo de perspectiva entre la relación tóxica de Marcello y Simoncino y se toma un respiro para capturar el progresivo ostracismo y aislamiento del protagonista a través de esos planos generales que encierran a Marcello en la jaula de su indecisión, desparramando ese estoicismo fingido en las ruinas de los suburbios. El problema del filme es la incapacidad de mantener un ritmo, y su progresiva reiteración de temas e ideas a través de secuencias que lejos de construir un retrato psicológico que explique el descenso de Marcello, fragmenta su personalidad hasta desorientar al espectador.
Hay hiperrealismo extraído de esa amistad radical entre los dos protagonistas del filme. Garrone reinterpreta la historia real que conmocionó a Italia y lo hace con fórmulas cercanas al western. Existe ese deseo de contención, de retener los estallidos de venganza y ceder el testigo a las sutilezas de una relación extrema entre los dos personajes. Uno sale del cine con la sensación de que la contención de Garrone y su idea de cocinar el clímax final a fuego lento le ha jugado una mala pasada. No obstante, probablemente se trate de su mejor filme dada la madurez de su estilo y lo apabullante que resulta su primer tercio. Sin embargo, si uno se atiene a propuestas recientes como Dogs (Câini, 2016) donde Bogdan Mirica muestra un dominio de la elipsis y del tempo del relato y maneja airoso sus referencias a los Coen o a Lynch, Garrone no mantiene el tipo. Hay paralelismos con los planos largos y los lentos travellings con los que Mirica alimenta su particular revisión del cine negro, pero la sobriedad del rumano no encuentra eco en la obra de Garrone. Por lo tanto, Dogman se esfuerza en ser un interesante relato sobre los límites de la humillación donde una extraña amistad desemboca en un acertado ejercicio de estilo y atmósfera densa, pero tras un tercio inicial más que acertado sucumbe a la frialdad de su propuesta y la incapacidad para mantener tensa la correa. Una historia de amos y mascotas, de perros que lanzan dentelladas, pero se contienen mucho de morder.