Dogs
El martillo Por Domingo López
En esto de la crítica de cine, resulta difícil desprenderse del carácter subjetivo de la visión cinematográfica. A razón de esto, y en torno a la película que nos ocupa, no han sido pocas las ocasiones en las que, con respecto a su paso por el Festival de Cannes, unos y otros han sacado a la palestra nombres como los de Tarantino o los hermanos Coen a colación de este neo-wéstern rumano. Sin embargo, después de visionar cierta escena de esta película que acontece en el interior de un vehículo, mi mente no ha necesitado de mucho más para terminar de unir todas las piezas que me han llevado a la conclusión de que esta película inaugura la primera ocasión dentro del cine rumano en el que la inspiración directa llega desde los cánones del thriller coreano.
Resulta de lo más curioso comprobar la facilidad con la que el director Bogdan Mirica ha integrado los tics recurrentes de ese cine dentro de su opera prima. Cualquiera podría decir a simple vista que es un gran fan de las venganzas made in Seoul. Más curioso es, cuanto menos, que el director opte por correr un tupido y silencioso velo a este respecto en sus declaraciones, prefiriendo acotar las esferas de sus influencias dentro de zonas que suelen resultar bastante más atractivas (literatura americana, música folk local…) para el público objetivo de este tipo de cine, carne de festivales.
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Y es que en esta historia de violencia, en la que un hombre cualquiera hereda una finca familiar, aparentemente yerma, y en mitad de ninguna parte (algo que tampoco sería osado usar para crear ciertas equivalencias geográfico-creativas cercanas a las coordenadas del neo-wéstern fronterizo, aquel ambientado en la peligrosa zona que separa Estados Unidos de México) son fáciles de identificar muchos de los componentes que han hecho del noir coreano un subgénero tal reconocible como imitable (y si no, que se lo digan a indios, chinos o incluso al director de la española Lobo, Kike Maillo, que colocó a Mario Casas el frente de un relato de venganzas y perdición transnacional que no terminó de cuajar entre un público mainstream incapaz de salirse de la senda marcada).
La película de Bogdan Mirica, que arranca con el hallazgo en un estanque de un pie seccionado, pierde tan poco tiempo en meternos en situación como en presentarnos al contrapunto ligero de la narración: unos cuantos agentes de policía rural, quienes, entre chascarrillos y corruptelas, ocupan sus días alejados de la civilización y de los problemas que arrastra consigo la legalidad. Este macabro hallazgo no deja de actuar como un curioso McGuffin frente a lo que es el núcleo central del relato: la historia del protagonista que hereda los terrenos de su abuelo y que está dispuesto a venderlos al mejor postor, pese a que por allí deambula cierta gente que no está dispuesta a permitirlo. Gente, que no solo sabe cómo sacar provecho a aquella zona muerta, sino que lo lleva haciendo durante muchos años, caiga quien caiga.
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Quizá por su background en el mundo de la publicidad, Mirica sabe manejar con soltura los tempos narrativos, evitando esas dilataciones excesivas del montaje, tan habituales en la obra de otros compatriotas suyos. No, el director lleva la historia con mano académica, dosificando las revelaciones argumentales para mantener vivo el interés de la historia, acompañándonos en un viaje que desemboca en un estallido de violencia y muerte en el que no falta sangre ni martillazos craneales (Park Chan-wook estaría orgulloso) pero que, lamentablemente, peca de una absurda precipitación en su cuarto final, buscando el shock por el shock, y derivando el foco de la historia que tan bien le había funcionado hasta ese momento.
Estos lugares comunes del cine coreano mencionados (la policía como recurso cómico, las muertes violentas con utensilios domésticos, el infausto destino de los núcleos familiares…) se integran con facilidad con unos escenarios áridos y despoblados, iconográficamente identificables con el wéstern (o mejor dicho, el neo-wéstern), y que provocan a los protagonistas esa necesaria sensación de vulnerabilidad frente a la amenaza desconocida. Una amenaza de esas que terminan haciendo mucho daño. Pero mucho.
En el trasfondo de la historia, se percibe un interés del director por regresar a temas casi inamovibles del cine de autor rumano (la corrupción en los estamentos oficiales, la crisis económica, etc.), pero todo queda relegado a un segundo plano cuando finalmente las cartas se ponen sobre la mesa y el martillo termina por cambiarlo todo. Si ahí se esconde alguna simbología política, es algo que se me escapa.