Dragon Ball Z: La resurrección de F
Muerte por nostalgia Por Ignacio Pablo Rico
Después de un largo período alejado —prácticamente por prescripción médica, abrumado por una depresión— de cualquier producto audiovisual ligado a la franquicia Dragon Ball, Akira Toriyama, dibujante y guionista del célebre manga, supervisó la producción de Dragon Ball Z: La batalla de los Dioses (Dragon Ball Z: Battle of Gods, 2013), un filme que marcaba el regreso a la gran pantalla de Goku y sus amigos tras veinte años de películas directas a vídeo en España. Lo sorprendente del resultado, con Masahiro Hosoda —realizador de la serie Dragon Ball Z (1989-1996)— al timón, distaba mucho del revival nostálgico que cabía esperar: se trataba de una comedia vodevilesca que tenía mucho de ajuste de cuentas del propio Toriyama con su creación más popular; aquella que el mangaka hubo de transformar forzosamente en una inacabable saga, una narración río que lo sumergiría en la desidia creativa. Apenas en el trazo de algunos personajes y en sus desaforadas líneas de acción lograría hallar, ya en las postrimerías del desarrollo de Dragon Ball Z, un resquicio de libertad expresiva.
De Dragon Ball Z: La batalla de los dioses sorprendía, en primer lugar, su anclaje menos en las correrías de Goku, Bulma, Piccolo, Vegeta o Gohan que en las hilarantes y delirantes páginas de Dr. Slump y Nekomaijin, piezas de desvergonzado humor pop. Pero, sobre todo, fue su ácida revisión de la iconografía y narrativa de Dragon Ball Z lo que terminó por desconcertar a quienes deseaban un reencuentro épico o lacrimógeno, al estilo de la ahora tetralogía Los mercenarios (The Expendables, 2010-2023), o de cierto programa televisivo que presentara, algunas décadas atrás, el desaparecido Jesús Puente.
Dragon Ball Z: La resurrección de F (Dragon Ball Z: Fukkatsu no F, 2015), estrenada en Japón meses antes de la llegada a las televisiones de la serie Dragon Ball Super (2015-2018), supone ese cupcake proustiano que tantos otakus exigían a viva voz. Y es que Toriyama y compañía recuperan para la ocasión a Freezer, villano carismático y recordado, presentado por primera vez en el vigésimo primer volumen del manga, fechado en 1990. Sin embargo, el enfrentamiento de Goku con uno de sus archienemigos históricos, que discurre paralelo a los rifirrafes entre el guerrero saiyán y su rival, Vegeta, volvió a poner a Dragon Ball y lo que representó para toda una generación de lectores y espectadores frente a un espejo, como mínimo, resquebrajado. Más allá de lo formulaico que hay en él como relato —remitiéndonos persistentemente a la épica Dragon Ball Z: El regreso de Broly (1994)—, bien podría uno llegar a pensar que este trabajo, mientras busca reconciliar un universo de ficción con sus hordas de acérrimos, no puede evitar darles, entre risas reprimidas, gato por liebre… una vez más.
El hecho de que Dragon Ball Z: La resurrección de F bascule entre la farsa y la gesta heroica; que los combates, en realidad, no oculten —como realzan los efectos visuales y de sonido utilizados en los planos centrados en los observadores de la la lucha— su fondo de lúdicos fuegos de artificio, exhibiciones que nunca hacen peligrar la vida de los buenos; o determinadas bromas a propósito de las malas pasadas que el carácter les juega a los tres protagonistas —los mencionados Goku, Vegeta y Freezer— nos dan una pista del auténtico espíritu que anima el largometraje.
Es más, esta producción se atreve a esbozar un comentario malicioso sobre la inspiración nostálgica que anida en su propia génesis creativa: el perverso príncipe conquistador de galaxias es resucitado no por sus súbditos más fieles y competentes, sino por una pandilla de frikis ineptos que, ante la incapacidad de adaptarse a una realidad en continua mutación, se refugian en un pasado que recuerdan triunfal, y terminan desenterrando a esa vieja gloria que, quizás, les permita paladear, por primera vez, el sabor de la victoria. Pero el Freezer que regresa de ultratumba no cumple las expectativas ni de sus aliados, ni de sus enemigos: es un imbécil redomado que, sobrevalorando sus habilidades, se dirige a una muerte segura. Los saiyans con los que se topa ya no son los mismos que enfrentó años atrás, y ansioso por ajustar cuentas y recuperar así el fulgor perdido, se condena a sí mismo. La nostalgia de los fans devuelve la vida a Freezer; la misma nostalgia que terminará por enviarlo nuevamente a ese estomagante averno kawaii donde estuvo atrapado durante un cuarto de siglo, y en el que —a la vista del desarrollo de los acontecimientos— encajaba mejor de lo que hubiese querido reconocer jamás.
Por otro lado, buena parte de las jolgoriosas concesiones al fandom, afortunadamente, suponen además la enmienda de algunos graves problemas de Dragon Ball Z, especialmente lo referido a aquellos personajes —Krilin, Ten-Shin-Han o el maestro Mutenroshi— que, tras mantenerse en primera línea en la original Dragon Ball (1986-1989), pasaban a un segundo plano, convertidos en meros testigos; condición estatuaria que recuperan en la media hora final, no sin antes haber protagonizado una cinética set-piece de acción que se cuenta entre las más vistosas de la franquicia. Una demostración de las apreciables ambiciones formales y estéticas de Dragon Ball Z: La resurrección de F, condensadas en un carácter dinámico y en un despliegue cromático con una elaboración mayor de la habitual, llevada a buen puerto gracias al quehacer de uno de los animadores —aquí también director— más capacitados con los que ha contado Dragon Ball, Tadayoshi Yamamuro.
Dragon Ball Z: La resurrección de F pretende, en el fondo, constituir una versión mejorada del original. Apena que el cara a cara con Freezer sea lo más endeble del conjunto: lejos del crescendo hiperbólico y satírico de la pelea con Bills en Dragon Ball Z: La batalla de los dioses, este intercambio climático de técnicas marciales y kamehamehas es un refrito que acaba por agachar la cabeza, ahora sí, ante las exigencias de una audiencia que, suponen los responsables, pedía más de lo mismo, pero por partida doble. Nada de ello impide que, junto con su predecesora, Dragon Ball Z: La resurrección de F conforme un díptico gozoso y autorreflexivo que ofrece una serie de certeras observaciones acerca de las sombras que sobrevuelan la creación, perpetuación y explotación nostálgica de un objeto de éxito en el mercado cultural contemporáneo. Una lección de la que la industria cultural aún tiene mucho que aprender.