Drogas: más allá de la adicción
Paisajes visuales de las drogadicciones Por Samuel Sebastian
Droga es una palabra cuya contundencia puede llegar a asustarnos, un saco en el que metemos todo aquello que no queremos mirar, un concepto que nos remite a lo prohibido, a la adicción, a un deseo de poseer lo imposible, algo tentador y por lo tanto irresistible. Arrinconar las drogas como esas sustancias fuera del mercado, tóxicas, adictivas e ilegales no deja de ser una idea conservadora. Drogas también son el alcohol, el tabaco o el azúcar y en cambio las encontramos en nuestra vida diaria sin ese áurea ambivalente que poseen las drogas «ilegales», las mismas que fascinaban a los poetas franceses del siglo XIX, al mismísimo Sherlock Holmes o a Sigmund Freud. Antes de la existencia del cine, los artistas necesitaban un medio de expresión en el que reproducir los efectos de esas drogas de manera descarnada, con todo el lujo de detalles ya que las mal llamadas drogas ilegales, son un campo fecundo para la creación sensorial, para la transmisión de emociones al límite, un abismo en el que sin duda merece la pena saltar y disfrutar del paisaje. Sin embargo la llegada del séptimo arte ha transformado esa visión de las drogas, antes casi idílica, en una descorazonadora imagen trágica la parte más oscura del ser humano pero a pesar de ello, de la pornográfica visión que el cine ha dado del consumo de drogas y las diversas adicciones, una cierta cantidad de directores han sabido relacionar con acierto la drogadicción junto con una creatividad desbordada.
El estigma
De alguna manera, el primer escalón, el más bajo, el más tenebroso, es el de la estigmatización que producen las drogas. El consumo de drogas se convierte en una perpetua insatisfacción en la que la necesidad física de tomarlas se convierte en una obsesión física, el cuerpo necesita la droga, el alma también.
A la izquierda The Arbor de Clio Barnard, excepto la última, fotograma de Ziggy Stardust and The Spiders from Mars (2002) de D. A. Pennebaker. A la derecha, fotogramas de Yo, Cristina F. de Uli Ledel.
El documental The Arbor (Clio Barnard, 2010) de y la película Yo, Cristina F. (Christiane F. – Wir Kinder vom Bahnhof Zoo, Uli Ledel, 1981) de describen los casos reales de dos adolescentes de la periferia de dos grandes ciudades (Londres y Berlín) que no pueden resistirse a la tentación de las drogas a una edad muy temprana y ya no pudieron salir de ellas. La protagonista de The Arbor, la dramaturga Andrea Dunbar, reflejaba en sus impactantes obras la convulsa vida de los suburbios ingleses, impregnada de alcohol, drogas y violencia, el mismo clima en el que ella había crecido y en el que después crecieron sus hijas de diferentes padres. Su destino parecía irremediablemente fijado en una muerte joven por sobredosis. Por otro lado, la joven Christiane, para poder pagar su adicción a la heroína debe prostituirse y a pesar de que en más de una ocasión intenta salir de su adicción, siempre vuelve a recaer.
Ambas películas, en cierta manera, cuentan la misma historia de la rápida pérdida de inocencia, de la atracción por lo prohibido y el descenso a los infiernos final, sin embargo la pulcra puesta en escena de Barnard contrasta con la suciedad del film de Ledel. Barnard recoge el sonido de las entrevistas realizadas a las personas cercanas a Andrea Dunbar y luego las recrea en imágenes con una tensa quietud. No hay nada morboso en sus imágenes, ni nada trágico ya que la tragedia está contenida en las mismas palabras de los protagonistas, estigmatizados por un barrio del que parece que no pueden escapar, como lo demuestra la historia de una de las hijas de Dunbar, Lorraine,cuyo hijo nace como ella, adicto a la heroína y muere a los dos años de vida debido a una sobredosis de metadona. La película de Ledel, en cambio es una descripción quirúrgica de la suciedad y el abandono del Berlín Occidental por el que vagan un grupo de adolescentes. Su sentimiento de inmortalidad se desvanece de forma abrupta cuando se adentran se adentran en el mundo de las drogas, que les lleva de lo sublime a lo infernal, de Bowie al síndrome de abstinencia, de flotar en el aire a prostituirse en la calle. Christiane hoy en día aún vive, sigue siendo heroinómana pero en cierta forma, ha sobrevivido a ella misma.
Los abismos de Ferrara
A la izquierda, Teniente corrupto y a la derecha, The Addiction, ambas de Abel Ferrara
Es pública la adicción de Ferrara a varias drogas, legales y no, y ello ha tenido su reflejo en varias de sus películas, pero en particular dos rodadas en los años noventa, durante su cima creativa: Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992) y The Addiction (1995). Se trata de dos sórdidos cuentos que transcurren en los bajos fondos neoyorquinos, el ambiente preferido de Ferrara, y en los que los dos protagonistas (en la primera, un teniente de policía interpretado por Harvey Keitel y en la segunda, una estudiante de filosofía interpretada por Lili Taylor) se enfrentan a sus adicciones al tiempo que intentan cumplir con su deber. En el caso del teniente, nunca llega a distinguir la fina linea que separa la ley que debe cumplir y las obsesiones que le atormentan, religiosas y sexuales, sus múltiples drogodependencias y su existencia patética y solitaria marcan una película pesimista y desesperanzada, como lo acentúa su inesperado golpe final. Más sombría y nihilista aún es The Addiction, una película breve y contundente en la que el vampirismo, tratado como si fuera una adicción más, se muestra como la única salida a una existencia humana dominada por la desilusión y la tragedia. La estudiante protagonista, al igual que el teniente corrupto, debe convivir en un mundo pulcro y limpio en el que aparentemente todo se encuentra normativizado, el de la universidad en la que estudia, pero se siente atraída por el lado oscuro del ser humano, como muestran esas imágenes sobre el holocausto que salpican la película. Esa atracción le llevará primero a las drogas ilegales y luego al vampirismo, que le ofrecerá una forma de vida sin duda más emocionante que la universitaria.
De esta manera, las dos películas que marcan la cima creativa de Ferrara lo descubren como una personalidad verdaderamente atormentada, inadaptada, incluso autodestructiva, como si sus propias adicciones traspasaran el celuloide y se quedaran definitivamente impresas en él.
Mas allá de la adicción
Fotogramas de Arrebato, de Iván Zulueta
Mientras que Abel Ferrara marcó una distancia entre su propia vida y sus películas, Iván Zulueta no fue tan inhibido. Zulueta era un prometedor director que encontró sin duda su espacio en el mundo del cine gracias a su película más personal, Arrebato (1979), un retrato de todas sus obsesiones, desde el cine hasta las drogas y el sexo. Su retrato adictivo a ratos es parecido al de Ferrara, minucioso, despiadado, aterrador, pero sin lugar a dudas, Zulueta ya había dado un paso adelante al hacer girar toda la narración en torno a las obsesiones, como si fueran un magma ardiente que lo arrastrara todo. y que por supuesto empujara al personaje central. En Arrebato, José Sirgado (el alter ego de Zulueta, interpretado por Eusebio Poncela) es un director de películas de serie B que sin duda desea realizar películas de otro tipo. De manera inesperada, se ve a sí mismo como el centro de sus propias obsesiones y adicciones, pero por encima de todas ellas hay una que está tratada al mismo nivel que cualquier otra droga: el cine, que será el acabe matándole. Ninguna película en el cine español ha demostrado tal nivel de arrebato, de pasión, ni ha mirado de manera tan certera el abismo autodestructivo de las adicciones.
Drogodependencia multirreferencial
A la izquierda, Enter the void de Gaspar Noé. A la derecha, 2001: Una odisea espacial de Stanley Kubrick
Dicen, y parece que es cierta la anécdota, que Gaspar Noé vio completamente colocado La dama del lago (The lady of the lake, Robert Montgomery, 1947) y en ella se inspiró para hacer Enter the Void (2009), sin duda su película más inestable (lo que ya es decir en Noé), pero también la más deslumbrante y abstracta. Al igual que Ferrara y Zulueta, Noé nunca ha ocultado su afición a consumir drogas ilegales, y algunas de sus películas como esta misma o Irreversible (Irréversible, 2002), combinan momentos de euforia con largos momentos de malestar, como si fueran los efectos de un mal tripi.
Así pues, Enter the Void en principio trata sobre dos hermanos británicos que viven en Tokyo y mantienen una ambigua relación sexual. Sobreviven como pequeños traficantes (sí, aquí también veremos con todo lujo de detalles los bajos fondos de una megalópolis) hasta que el hermano es asesinado en un club por la policía. A partir de ahí, la acción continúa desde el punto de vista del hermano flotando en el aire y siguiendo lo que ha sucedido con las vidas de las personas más cercanas a él. Toda la película, de más de dos horas y media de duración, es como un enorme viaje lisérgico lleno de luces titilantes y fluorescentes, sonidos distorsionados y colores chillones, una experiencia agotadora en condiciones normales pero tan apasionante como la misma consumición de una gran dosis de LSD. La virtud de Noé es que traslada todas esas emociones centrífugas hacia un estilo cinematográfico entre lo abstracto y lo figurativo, sin ninguna contención ni concesión. Lo que transmite la experiencia de Noé es difícilmente explicable, aunque su otra gran referencia no cabe duda por lo evidente que resulta, es la gran película de Stanley Kubrick 2001: Una odisea en el espacio (2001: A Space Oddissey, 1968) y en particular esa parte final en la que el astronauta David Bowman se adentra en el monolito negro y es arrastrado por una luminescente sucesión de formas y colores que lo atrapa hasta llegar, como el protagonista de Enter the Void, a un estado superior, en este caso, a un lugar atemporal creado por una inteligencia extraterrestre en el que pasará sus últimos días.
La película de Noé, llena de referencias y ornamentos visuales, es casi un homenaje al consumo de alucinógenos. Visualmente hipnótica, irresistible una vez te adentras en ella, sabe llevar al espectador más allá de lo que él mismo es capaz y, al final, queda una extraña desazón, un irritante malestar interior que indica que esa dosis de Noé ha cumplido su objetivo.
Despertar de un sueño
No cabe duda de que Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000), basada en el libro de Hubert Selby Jr., ha sido una de las más impactantes e influyentes en las dos últimas décadas. Su poder visual se encuentra a la altura de su demoledora historia, la de una pareja que se hunde sin remedio en el infierno de drogas y arrastran con ellos a las personas a su alrededor. Al igual que The Arbor y Yo, Cristina F., la película de Aronofsky desnuda sin concesiones los devastadores efectos de la droga pero apunta con mayor nitidez hacia todo el entorno social que la envuelve, desde la precariedad laboral hasta los medios de masas y su presión sobre las personas. La experiencia de ver Requiem por un sueño (o leer el libro en el que se basa) es desasosegante y perturbadora y de algún modo el espectador siente que está viendo una obra que describe el malestar contemporáneo, el sumidero en el que caen irremediablemente miles de personas cada día y al que los espectadores asisten impasibles. Decadencia, pornografía, irritación, hipnosis,… la lista de adjetivos que describen esta película resulta infinita, pero de lo que no cabe duda es que es (fue) una película que nos despertó a muchos de un sueño.