Dune

Un profeta sin fe Por Raúl Álvarez

Calificada con frecuencia de inadaptable por la supuesta complejidad de su trama, lo cierto es que Dune se ha resistido tradicionalmente al cine por la dificultad que entraña encajar de manera equilibrada en una narrativa la riqueza de temas planteados por su autor, el norteamericano Frank Herbert. De fuerte inspiración ecologista –el libro, de hecho, está dedicado a los ecologistas que luchan contra la desertización–, las páginas de Dune despliegan un rico abanico de asuntos que abarcan el futuro y la evolución de la raza humana, la influencia de la religión en la moral individual, los conflictos entre política, economía y sociedad, y, quizá el más importante, la búsqueda de identidad personal. Son motivos representativos de la época de su publicación, entre 1963 y 1965, en dos partes, en la revista Analog, y lo siguen siendo hoy, más de medio siglo después, para un mundo en crisis permanente, sin rumbo, condenado a una progresiva atomización de ideas y sensibilidades. Egoísta.

Sabedor de esta cualidad atemporal que distingue históricamente a la mejor ciencia ficción literaria, aquella capaz de hablar a la vez del presente y del futuro, Denis Villeneuve se ha lanzado a la titánica tarea de conquistar Dune, lo que no pudieron hacer en su momento ni Jodorowsky, en un proyecto frustrado, ni Lynch, superado por la magnitud de una superproducción. El resultado, tan irregular como la propia novela, alterna tramos magníficos con otros flojos. Hasta tal punto se da este contraste, que la película parece dirigida por dos personas distintas.

Dune

En la primera hora y cuarto de metraje, un Villeneuve pletórico de ideas visuales, se diría incluso poseído por la obligación autoimpuesta de rodar una obra maestra, ofrece un soberbio espectáculo que sitúa de manera clara historia y personajes. Forma y fondo fluyen en un conjunto de escenas en el que las palabras, pocas y cuidadosamente elegidas, como suele ser habitual en el cine de Villeneuve, se apoya en un aparato escénico en el que pueden rastrearse influencias estéticas de diverso tipo. Desde los grandes montajes operísticos de Bayreuth hasta la ilustración distópica característica de Moebius, Enrique Breccia o Juan Giménez, pasando por la arquitectura brutalista o las tendencias contemporáneas de diseño étnico. Cabría hablar también del influjo de una película por desgracia tan olvidada como Las crónicas de Riddick (The Chronicles of Riddick, David Twohy, 2004), en particular, en la concepción de los Harkonnen.

Dune luce fantástica en estos compases, arropada además por la poderosa música de Hans Zimmer, que, película a película, va acercándose sin complejos a la estela de Vangelis. Este primer tramo se constituye en una obra de arte total a la manera wagneriana. Música, danza, poesía, pintura, escultura y arquitectura se integran en una visión elaborada con la paciencia y el mimo de un miniaturista. Villeneuve sigue la senda que indican las primeras palabras de la novela de Herbert: “Un comienzo es el momento adecuado de cuidar con la máxima delicadeza que los equilibrios sean los correctos”.

Dune

Por esta razón es lógico sentir cierta decepción ante el desarrollo de la segunda parte del filme. Después del ataque de los Harkonnen a Arrakis, Dune entra en una suerte de letargo ensimismado del que despierta puntualmente cuando irrumpen los icónicos gusanos que habitan el planeta desértico o cada vez que se asoma el Barón (Stellan Skarsgard). Es un desfondamiento dramático, narrativo y formal. De repente las relaciones entre personajes dejan de evocar los temas cardinales de la novela, el montaje se vuelve convencional y la puesta en escena se aplana. Es evidente, por ejemplo, en las repetitivas visiones de Paul Atreides (Timothée Chalamet), concebidas con un estilo cercano al de la publicidad de perfumes, en plano-contraplano, sin foco conceptual, confundiendo onirismo con fantasía amorosa. El papel de Zendaya en este sentido es de una pobreza extrema, reducido como está a una presencia exótica y erotizada fruto de los estereotipos que ha forjado la mirada occidental sobre las culturas de Oriente Medio. Los Fremen, su pueblo, es un indisimulado remedo de tópicos sobre el nomadismo, la vida en el desierto y la lucha poética contra un enemigo superior.

Entre visión y visión profética, la historia deambula de aquí para allá sin un objetivo claro, desdibujada de sus intenciones iniciales, al ritmo que marcan unas escenas de acción poco inspiradas y salpicadas de clichés. No se siente cómodo Villeneuve con la acción ­–véanse también los problemas al respecto en Sicario (2015) y Blade Runner 2049 (2017)­–, así que es probable que la mayor parte de estas escenas hayan sido rodadas por las segundas unidades de dirección. Sea como fuere, la película frena en seco y ofrece una impresión televisiva impropia de una producción millonaria. Apenas se saca provecho de los exteriores, los planos se cierran sobre el rostro de los personajes, se precipita la muerte de varios secundarios y los diálogos empiezan a anticipar lo que veremos en la prevista segunda parte. Ojalá se filme, por cierto, porque solo en un conjunto mayor este tramo de película podría entenderse, que no justificarse, de otra manera.

Dejando a un lado lo formal, la deriva más grave de Dune se encuentra en la levedad de sus lazos emocionales y, por tanto, del calado de los temas que plantea. Como Nolan, Villeneuve es un director al que le cuesta establecer vínculos convincentes entre sus personajes, y eso desemboca en ficciones que suelen ser tan trepidantes como vacías. El ruido y la furia, mucho y bueno en el arranque de Dune, se derrumban porque Villeneuve no sabe concretar en imágenes memorables el componente místico-filosófico sobre el que se asienta esta historia. Dune, novela, es ante todo un relato de iniciación, búsqueda y descubrimiento espiritual. Tiene la forma de los libros sagrados y aborda las cuestiones comunes a cualquier religión. Fundamentalmente la elección de una moral, un camino, un ser. Dune, película, alcanza solo a esbozarlas porque su profeta no tiene fe. “Lo intentaron y murieron”, escribió Herbert al final del primer capítulo.

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