Eden (2020)

La muerte del paraíso en la Tierra Por Yago Paris

En la presentación previa a la reproducción de Eden (Éden, 2020), la directora del filme, Ágnes Kocsis, explica que su obra funciona como una metáfora con la que representar cómo ciertos elementos del mundo moderno pueden afectar a nuestra salud, tales como la hipertecnologización de la vida y la polución. Esto se refleja a través de su protagonista, Éva (Lana Barić), una mujer que, de manera repentina, ha desarrollado toda una serie de alergias que la han forzado a permanecer aislada del mundo, en una casa sin aparatos electrónicos y herméticamente sellada. La primera pregunta que se plantean quienes las rodean es «¿su condición tiene una explicación física, o se trata de una reacción psicológica?». Esto trata de desentrañar András (Daan Stuyven), un psiquiatra encargado de elaborar un informe que dilucide el caso.

La casualidad ha querido que la película, producida y presentada antes del estallido de la pandemia del coronavirus, reflexione de manera involuntaria sobre el confinamiento y las secuelas psicológicas que esta situación puede provocar en el individuo. Éva vive sola en su piso, en el que solo puede recibir visitas muy puntuales, de personas que hayan tomado las debidas precauciones —haber lavado la ropa con ciertos detergentes, o incluso no haber consumido alcohol el mismo día de la visita—. Al mismo tiempo, apenas sale de casa, pues para ello necesita un traje que la aísle de un exterior que ha tornado en terreno hostil. El filme, por tanto, anticipa las consecuencias emocionales que el confinamiento ha provocado en la población, tales como ansiedad, depresión y/o soledad.

Eden (2020)

Tanto en el plano físico —la aparente enfermedad— como en el psicológico —sus secuelas emocionales—, a Éva se la retrata como una víctima de sus circunstancias, un elemento incómodo para el sistema, que con su somatización exacerbada pone de manifiesto un modo de vida que afecta a toda la sociedad, pero al que no se le presta suficiente atención debido a que las consecuencias no se manifiestan con semejante gravedad. No obstante, a la hora de retratar la relación entre la protagonista y su hermano, Gyuri (Lóránt Bocskor-Salló), en un inicio se observan unas dinámicas que pueden apuntar hacia otra explicación del asunto. En ella se muestra a un hermano sobreprotector, que victimiza a su hermana, haciéndola sentir, aunque solo sea a nivel subconsciente, incapaz de lidiar con la situación, pues todo supone un riesgo mortal. De esta situación se podría anticipar una posible reflexión en torno al poder que las palabras de los seres más cercanos tienen sobre nuestra manera de percibir el mundo, interpretarlo y desenvolvernos en él. De esta manera, la explicación al síndrome de Éva, más allá de que exista una causalidad directa entre el medio ambiente y sus síntomas, iría más allá de lo físico para abordar aspectos muy relevantes de la interacción humana: cómo nos hablamos a nosotros mismos, cómo lo que sucede es en buena medida una interpretación nuestra, y, por tanto, cómo tenemos una parte de responsabilidad en todo lo que nos sucede.

Kocsis y sus coguionistas Ivo Briedis, Gábor Németh y Andrea Roberti podrían haber ofrecido una visión más compleja de la premisa que proponen, y que también hubiera podido dar más claves acerca de las consecuencias de la pandemia, pero optan por una narración más simple, que se limita al plano físico, el de la enfermedad. De esta forma, la cinta se asemeja todavía más al drama de autosuperación propio de una cinta hollywoodense al uso, con todos sus tics, giros y arcos dramáticos. Esta lectura cobra mayor fuerza cuando se analiza la relación, inicialmente profesional, pero poco a poco personal, que se establece entre Éva y su psiquiatra. Mientras se nos describe el día a día de la paciente, también descubrimos lo que sucede en la vida de András, que dista de ser ideal. Los dos tienen más aspectos en común de lo que creen, pues ambos, a su manera, viven aislados de la realidad, incapaces de comunicarse con el exterior. Esto se refleja, en el caso de András, en su vida desestructurada, su fallido matrimonio y sus dificultades para conectar con su hija, en buena medida porque no hace suficientes esfuerzos por amoldarse a ella. A medida que avanza el metraje, como ocurre en estas cintas de género, los dos protagonistas ejercerán una influencia positiva recíproca, que los hará crecer humanamente, como se observa en la mejoría de Éva y en el desarrollo de la relación entre András y su hija.

Eden (2020) D'A

A pesar de estas evidentes similitudes con el drama de autosuperación, o quizás precisamente debido a esto, la propuesta formal de Kocsis se esmera en hacer pasar su obra por algo diferente, en este caso un filme de autor. Destaca el estatismo de la cámara y la rigidez del encuadre, que, junto con una gélida fotografía de tonos grises y azules, consiguen el objetivo de convertir una cinta de género en un «drama elevado» a través del uso de una serie de lugares comunes estéticos del cine de festivales, y de una duración absolutamente injustificada para lo que finalmente se cuenta —153 minutos—. La solemnidad del relato no solo luce impostada, sino que, en última instancia, desbarata los mejores aspectos de la cinta, como el citado germen de género o la comicidad de la situación, que solo aparece de vez en cuando —en los momentos en que Éva da vueltas por la ciudad, en su traje de astronauta— y no funciona dentro de una propuesta que se esfuerza en parecer tan importante. En última instancia, el fracaso de Eden se manifiesta en la superficial lectura de la realidad, en la victimización insalvable de su protagonista, y en su incapacidad para aprovechar sus filones narrativos.

 

 

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