Eden: Lost in music

La vida en vinilo Por Pablo Sánchez Blasco

En el primer plano de la última película de Jim Jarmusch, Sólo los amantes sobreviven (Only lovers left alive, 2013), el cielo estrellado se convertía en un vinilo que giraba sobre un tocadiscos. O puede que ese vinilo dispusiera de un cielo propio, de un universo tan valioso como los reflejos acuáticos de Cezanne o los nenúfares que pintaba sin descanso Monet. Y se trata de un universo autónomo de la realidad, circular como el propio planeta y en continuo movimiento de rotación. El disco gira y su música, como la luna sobre las mareas, altera los sentimientos de los personajes, transmite o moviliza sus estados de ánimo, conduce a recuerdos y ensoñaciones concéntricas. Se podría incluso vivir al ritmo de esa cadencia cíclica, en ese paraíso que intuyen los personajes de Eden, la cuarta película de Mia Hansen-Love.

Los vinilos de Paul, Stan y sus amigos ni siquiera pagan el peaje del silencio cuando se acaban sus pistas; su tiempo se enhebra en sesiones que saltan de un disco al otro sin que la música deba detenerse. Crean así un tiempo continuo de fundidos encadenados, una sucesión de noches, fiestas, encuentros y viajes que costaría trabajo diferenciar. Por eso Eden se ofrece también como una película iterativa, centrípeta, incluso estática. Genera emociones contradictorias y simultáneas como la euforia y la melancolía o el calor de la voz y la frialdad de la máquina que utiliza Paul para definir su estilo. Su disco emprende un movimiento rotacional que simula estar libre de una traslación posterior. No obstante, un movimiento no puede existir sin el otro, y ésta se irá introduciendo en el relato hasta que una muerte profane esa Arcadia que, con tanto esfuerzo, habían intentado construir.

Eden

Al principio, Paul y Stan solo experimentan esta música desde abajo, desde la pista de baile. Pero enseguida emprenden una carrera como djs para vivirlo también desde arriba, desde la cabina que controla ese sentimiento de éxtasis y comunidad que les une a todos. Los personajes de Eden quieren vivir literalmente sobre el ritmo de esta música, en la cresta de una ola que les arrastra sin que opongan resistencia. Y, sin embargo, Mia Hansen-Love no mitifica la época ni el movimiento musical, no engrandece una filosofía que, desde el principio, se plantea dudosa, temporal, inestable, en cierto grado dependiente de las drogas que consumen sus personajes en aumento.

Sus noches pasan rápidas, a veces sin recuerdo, y las mañanas cuestionan el fulgor de aquel instante. En una de ellas, Paul coincide en casa con su hermana pequeña, que pronto desaparece del film dispuesta, quizás, a experimentar su amor de juventud y su propia aventura de madurez y conocimiento; no tan distinta de la que vivirá su hermano Paul, ya que los protagonistas de Eden no son especiales ni su aventura sobrepasa los espejismos de la adolescencia. El desconcierto que subyace a sus vidas se aprecia en esos planos de coche que se van sucediendo, siempre detenidos en un arcén, con las lunas borrosas y el fondo desenfocado, sin saber muy bien hacia dónde van o de dónde vienen. Esta ausencia de magia, este descubrimiento de que ningún halo les señala ni les recubre, se va a instalar en la película con el suicidio de Cyril, que crea un antes y un después, un surco en el discurrir progresivo y cíclico del relato. Especiales, como mucho, serán esos dos jóvenes con aspecto de freaks que comparten, inseguros, unas composiciones con las que se harán millonarios. Y aún así, años más tarde, tendrán que seguir peleándose para entrar a clubes que pinchan su música sin conocerles.

Tratando de vivir como los vampiros de Sólo los amantes sobreviven, los personajes de Eden terminan por aproximarse al cantante folk de A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013) de Joel y Ethan Coen, otro personaje que habita en un tiempo circular, una rutina de ida y vuelta con ecos de La Odisea. Si a Llewyn le opacaba la figura deslumbrante de Bob Dylan, a Paul y Stan son los cascos robóticos del grupo Daft Punk. La sensación, sin embargo, es la misma: que no hay espacio para todos. Y no deja de ser curioso este goteo de películas que, durante los últimos años, nos han recordado que del arte rara vez se vive, y no porque no seas lo suficientemente bueno, sino por mil otras razones que ni siquiera merece la pena enumerar. Del arte no se vive, pero tampoco sin él; su paradoja consiste en que resulta necesario para vivir pero a la vez se muestra insuficiente. Y el problema es todo lo que queda fuera de él, fuera del reducido círculo al que mira ensimismado Paul.

Eden 2014

Mia Hansen-Love ha rodado cuatro películas hasta el momento, pero ha hecho la misma película en cuatro ocasiones. Y cada vez mejor, en mi opinión; cada vez con más recursos, con más experiencia, con más ambiciones y mayor capacidad para comprender a personajes ajenos a ella. La pérdida, el paso del tiempo, la transición a la madurez, el autodescubrimiento o el control de las emociones son los temas que se repiten en su filmografía. Su estilo se inspira en la tradición francesa de la Nouvelle Vague pero ni se ata a ella en exceso ni trata de demostrar al mundo lo contrario; es distante, pudoroso, una mezcla de lo intuitivo con lo racional, de un aparente caos naturalista observado a través de una mente fría y analítica. Su Eden carece de las elipsis astrales de Boyhood (Richard Linklater, 2014) –aunque hay unas cuantas maravillosas–, o de la visión deformada de los Coen o de la personalidad insólita del cine de Jarmusch. Por eso sus películas embargan a unos y congelan a otros, como ha ocurrido en este caso más que en su anterior Un amour de jeunesse (2011).

Quizás se deba a que hay espectadores acostumbrados a que la vida, en el cine, transcurra de menos a más, siempre avanzando hacia un clímax emocional superior. En cambio, el cine, sobre la vida, de Mia Hansen-Love suele discurrir de más a menos, en la dirección opuesta a la lógica. La plenitud de sensaciones llega en los primeros días, los días de la juventud y la ingenuidad, para luego evaporarse en un humo turbio de días que cuesta quitarse de la ropa. Y esta última parte, dedicada a la caída, a la cola de la canción, es la más importante. Nos cuenta el auge solo para llegar al descenso, a los gestos repetidos, a las rutinas absurdas, a la desazón y el desconcierto, que es el período en que ocurre el aprendizaje, la madurez, el crecimiento; un nuevo ascenso invisible y sutil porque tiene lugar en el interior del personaje.

Mia Hanse-Love sabe narrar un momento de apogeo como un espejismo y una depresión como una oportunidad. De hecho, es lo que mejor sabe hacer. Las noches de Eden pasan de ser el período de euforia y armonía para ser el espacio de la soledad, como ocurre en uno de sus muchos paralelismos, cuando Paul se emborracha en un barco que habíamos visto antes como el origen de su pasión musical. O también cuando Paul se besa en el coche con Louise e inevitablemente recordamos el primer beso que se dieron, mucho antes de estar juntos y separados y tener hijos y problemas; al menos la chica, ya que Paul continúa encaramado al carrusel de sus discos de vinilo, un sustituto del carrusel de infancia que perpetúa una adolescencia congelada. Sus discos empiezan a almacenar surcos, ralladuras, imperfecciones; cada vez giran más lentos y, curiosamente, cada vez resulta más difícil bajarse de ellos, por lo que producen el mareo y la náusea del protagonista –y del espectador que vive a la espalda de este–.

En las dos primeras peliculas de Mia Hansen-Love, el cambio personal era brusco y obligado por el mundo externo. En la tercera provocaba un intento de suicidio que, por fortuna, quedaba sin consumación. Y ahora, en Eden, este cambio está planteado como una verdadera caída al suelo, a la tierra, a la realidad.

La vida del protagonista se ha derrumbado y él se derrumba con ella; su novia le encuentra tumbado en la alfombra y ha de pasar varios días exhausto, desorientado, como recién descomprimido, sobre la cama de su infancia en la que todo comenzó. El cuerpo de Paul dibuja, de hecho, una posición fetal que nos inspira un segundo nacimiento, un regreso vertiginoso a la vida real. Pero si la imagen equivalente de Cuarón en Gravity (2013) nos inspiraba el concepto de un parto, la de Hansen-Love evoca un aborto o, como mínimo, una cesárea debida a que el feto se niega a salir y ha de ser desalojado por la fuerza.

Eden

El reconocimiento de esta herida no es, sin embargo, el final del relato. Todavía falta el proceso de curación, que viene siempre asociado al tiempo y a la manera en que manejamos nuestros traumas. Camille encontraba en la arquitectura un modelo matemático para ordenar y equilibrar sus emociones. Y Paul hace lo propio con un taller de escritura creativa, otra actividad terapéutica que sana el trauma cuando ayuda a definirlo, a descomponerlo, a hallar su principio, su medio y su final. Aquella sucesión confusa de días y de noches adquiere entonces el contorno de una historia tan racional y, en cierto modo, clásica como la que narra Mia Hansen-Love. El final agridulce de Paul puede parecer una renuncia del personaje. La estructura tradicional puede parecer una flaqueza en una película como Eden. Pero también es parte elemental de un proceso de construcción identitaria que necesita jerarquizar los sucesos, antes aleatorios, anárquicos, caóticos de la juventud, para hacer de ellos producto y presente del personaje.

Eden se compone a partes iguales de música y escritura, de emociones que fluyen hasta que son asimiladas y colocadas en su debida posición. Al cambiar la forma de expresar su mundo, el protagonista se traslada desde el universo circular, centrípeto, del disco a la longitud vertical de la hoja, del tiempo como progreso y sucesión escalonada. Pero el fin de este ciclo no significa el abandono de un edén personal para incorporarse al mundo de los adultos, ni tampoco implica renunciar a esa rutina de miseria y grandeza que mantenía Llewyn Davis en el film de los Coen. Se trata de asumir la vida como evolución y desafío, de adaptarse a los cambios y desarrollar una personalidad que se resista a ser encasillada. Con su nueva madurez, Paul renucia a una concepción adolescente de la vida como rotación ensimismada para integrarse en un universo sujeto a una inevitable traslación. Y entre las páginas de un libro, por ejemplo, encontrará el poema que mejor define y aclara sus avatares hasta entonces: Todo es ritmo (…) Si en la muerte estoy muerto, también en la vida estoy muriendo.

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