El ángel
El ángel mecánico Por Paula López Montero
«Vagando por la calle, mirando la gente pasar, el extraño del pelo largo, sin preocupaciones va.»
He visto El ángel, me ha gustado, pero siento cierta preocupación, quizá debería ser más contundente, más exigente. No te puede gustar todo desde el principio, hay que ser crítica. Me he puesto esa criba: analizar todo desde la admiración, pero también desde el cansancio. Además tengo la mosca detrás de la oreja. Y con esas directrices, considero que El ángel funciona como película de entretenimiento, es ligera, simpática, muy en la línea de la ola de ficción a la que venimos asistiendo. Ciertamente habría metido tijera en alguna ocasión, pero esas escenas de más no me preocupan, están y no desentonan, lo que me preocupa seriamente es que dada la línea inspiracional donde se sitúa la película –de la que más adelante hablaremos- El ángel es otro producto más, no aporta nada nuevo más que una estrecha reflexión sobre la recepción en 2018 de los años 70. No obstante me parece mejor composición que El clan (Pablo Trapero, 2015). Huelga decir que ambos relatos se parecen. Últimamente el cine argentino auspiciado por El deseo siente predilección por los bajos fondos, por el humor negro, por el envés de las historias de a pie, por la corrupción moral del individuo. Y a decir verdad han acertado con su promoción y producción dados los resultados de taquilla y creo que es uno de los factores que respaldan el reciente Premio Nacional de Cinematografía a su productora, Esther García. Pues bien, si tuviera que resumir en una frase la película –cosa que nunca he hecho y que tampoco sé muy bien por qué hago ya que creo que la crítica cinematográfica debe argumentar y no dar titulares- sería: Entre Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2014) y El clan, Luis Ortega encuentra cierta inspiración a medio camino entre Kubrick y Arthur Penn para componer El ángel. Si he tratado de resumir -también invitada por la levedad de la película- es porque me ha molestado profundamente que se la haya comparado más con Tarantino y Scorsese que con realmente sus deudoras: La naranja mecánica de Stanley Kubrick (A Clockwork Orange, 1971) y Bonnie and Clyde de Arthur Penn (1967). Pero como he dicho, vamos a argumentar.
El ángel cuenta la historia, inspirada en hechos reales, de Carlos Robledo Puch (Lorenzo Ferro) un joven de pelo rubio y rizado, despreocupado, amoral, y un tanto borderline que en la época de los setenta fue condenado a cadena perpetua por más de 40 robos, 11 asesinatos y una conducta sexual cuestionable. Y a día de hoy, “El ángel de la muerte”, Carlitos, “Carlitos Brown”, sigue cumpliendo condena siendo el preso que más tiempo lleva en una cárcel argentina. Se puede decir que una de las armas de Luis Ortega en este filme -hijo del mítico cantante Palito Ortega cuyo hit “Corazón Contento” también aparece en la película- es, precisamente la elección de Lorenzo Ferro para la interpretación de Carlos Robledo Puch, no solo por su estreno y puesta en marcha de sus dotes interpretativas que seguro darán para largo, sino por el aura que comparte el personaje de Carlitos con Alex (Malcom Mcdowell) el protagonista de La naranja mecánica, otro joven incomprendido que vaga por las calles buscando algún escenario en el que probar su poder. Además, con la película de Kubrick no solo comparte contexto (1971), ideas (argumento basado en la doble moral de la sociedad y los protagonistas como fruto de sus excesos), planos, objetos (el vaso de leche por el vaso de naranjada), o un marcado equilibrio estético avant-garde, sino que considero que comparte reflexión: los personajes borderline ejercen y seguirán ejerciendo cierta fascinación porque, precisamente, son un producto de moda, es decir, un producto de la moda o cultura en la que vivimos. Si bien Alex era una especie de flâneur incomprendido a lo Beethoven, El ángel es ese chico raro que sueña con ser Marilyn Monroe. Cada época tiene sus ídolos. Y en ese sentido sí que creo que El ángel, con su argumento decididamente similar al de Kubrick, si bien su apuesta menos por la visceralidad, la monstruosidad y el sadismo en la violencia y más por el humor negro, una violencia que aparece descafeinada a la par que grotesca e irreal, obedece a las época donde se gestiona. Si bien en 1971, cuando se acoge el estreno de La naranja mecánica, la sociedad era mucho más susceptible, la psicopatología tenía mejores estudiosos y se estaba gestando un decidido paso desde la Modernidad hacia La posmodernidad, la recepción del filme de Luis Ortega, a 2018, nos ofrece una reflexión sobre una sociedad que ha perdido mucho más el sentido de realidad incluso con sus productos cinematográficos, y una idolatría que desplaza la frontera de lo moral más allá de su propio cuestionamiento. La historia, primero como tragedia, después como farsa, decían. Luis Ortega ha sabido darle una vuelta de tuerca al texto que subyace a la obra de Kubrick, a los excesos de violencia en la Historia y hurgar en la comedia, en la simplonería estética, en el vacío que subyace a todo acto amoral, en el divertimento sin justificación al que tiende este tren descarriado de claro impulso norteamericano.
Otro de los grandes aciertos de Luis Ortega, para ello, es la elección de la banda sonora que nos introduce en los míticos años 70 del pop-rock argentino con bandas como La joven guardia o con el hit “Corazón Contento” de su padre, Palito Ortega. Las elecciones musicales acompañan perfectamente el ritmo del montaje y del argumento, y dejan que el personaje de Lorenzo Ferro se desenvuelva con ligereza en las mejores escenas del filme, las escenas del baile. Bailar, bailar siempre, hasta que la muerte nos acoja. La primera escena aparece al principio del largometraje, cuando Carlitos nos presenta su vida como perro callejero que se escabulle del instituto y que juega a entrometerse en las casas de los ricos, haciendo dudar al espectador de si El ángel es un descafeinado home invasion en el que no reina la violencia sino precisamente el humor. De hecho, muchos de los personajes amorales e incomprendidos están relacionados con este subgénero como pasara con Funny Games (Michael Haneke, 1997). Pero no, El ángel pronto deja claro que no pertenece al cine de terror, sino más bien a un cierto biopic con tintes o intentos de cine negro con edulcorante a mansalva y guiños graciosos y leves que mantienen al espectador magnetizado por la figura del rebelde Carlos Robledo Puch, muy en la línea del ya citado Bonnie and Clyde. Claro que a Carlitos le hace falta un compañero como a Bonnie le hace falta Clyde y así aparece Chino Darín, un tándem interesante que nos hablan como lo hicieran los personajes de Penn de que la libertad está fuera de la ley. Ciertamente, el marcado argumento que propone Luis Ortega sobre la perversión o descentramiento de un joven, hace pensar en toda una línea que quizá desde Kubrick se nos viene proponiendo y es el de la relación entre adolescencia, excesos y pérdida de realidad. Pienso en este sentido en Elephant (Gus Van Sant, 2003) en Spring Breakers (Harmony Korine, 2013), The Bling Ring (Sofía Coppola, 2013) o en Mommy (Xavier Dolan, 2014). Aunque si bien en la argentina podían haber explotado mejor los entresijos psicoanalíticos del personaje, Luis Ortega nos habla desde una levedad mucho más posmoderna, de noticiario, muy lejano a Scorsese, garante de la visceralidad narrativa con su Taxi Driver (1976), tal como se ha sugerido y, sin embargo, más cercano al feeling good.
Hay una cosa que queda clara en nuestra contemporaneidad: nuestra fascinación por el dinero, el poder, la conspiración, el cotilleo y los asesinatos. Nadie puede explicar que la novela policiaca ocupe más estanterías que los clásicos de la literatura, como nadie puede explicar que las parrillas televisivas estén plagadas de basura morbosa y reciclada. Creo que tras ver El ángel, al espectador solo le queda un único interés, bailar o comer milanesa con patatas mientras ve el telediario. Hay un momento en la película The Bling Ring de Sofía Coppola (2013), que uno de los personaje dice muy acertadamente: “América tiene cierta fascinación por Bonnie and Clyde”, ciertamente así es, desde aquella película de 1967 en la que el sabio Arthur Penn recoge la historia basada en hechos reales de los criminales Bonnie Elisabeth Parker y Clyde Chestnut Barrow, apropiándose de las estrategias de la Nouvelle Vague, el cine estadounidense encontró un fetiche inspiracional para los espectadores. En este sentido no veo ninguna diferencia entre las intenciones de la película de Arthur Penn y las de Luis Ortega: buenas fuentes de inspiración, buena ejecución y una falta de trasfondo que hacen de esta un producto que funcionará muy bien en taquilla, pero que deja en medio a la crítica.