El año del descubrimiento
Niebla en el pasado Por José Francisco Montero
I.
El inicio de El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020) nos instala sin preámbulos en un imprevisto territorio espectral. Pantalla en negro. La voz de un hombre joven relata un sueño, uno recurrente en los últimos tiempos y que comienza dirigiéndose a su antiguo colegio. Después de traspasar el bosque que rodea al edificio —no tardaremos en averiguar que su particular “selva oscura”—, así como una inesperada, espesa y premonitoria niebla, el joven llega hasta la verja de entrada, donde un ya previsible Cerbero le permite la entrada. Pronto descubre horrorizado, en el patio del colegio, rostros conocidos pero notablemente envejecidos. Al fondo, por fin, encuentra a un guarda, al que el muchacho expone su desconcierto. “¿Acaso no sabes por qué estás aquí?. Están todos muertos”, le explica el hombre. El joven comienza a correr en dirección a la salida, pero cuando llega a la verja ya no hay forma de abrirla.
Los pórticos de la película son, pues, dos: el del sueño y, dentro de él, el de una verja que da paso, sin posibilidad de vuelta atrás, a un mundo atroz, al territorio de la infancia transformado en paisaje infernal. Los primeros minutos de El año del descubrimiento anticipan el viaje al pasado que a continuación va a efectuar la película, un tiempo que solo es “recuperable” en forma de pesadilla: una en la que pasado y futuro, infancia y vejez, conviven de forma siniestra.
Tanto a las películas como a los sueños, es sabido, se entra desde la oscuridad. A ese no-lugar que la voz del relator del sueño describe corresponde, como ya hemos dicho, una “no-imagen”, la pantalla en negro, al menos en los primeros minutos. Ya en El futuro (2013), el primer largometraje en solitario de Luis López Carrasco, se daba un proceso paralelo: a ese otro “no-lugar” del reciente pasado español que constituía la fiesta ochentera que reconstruía la película correspondía la casi ausencia de palabra durante toda ella, tan solo unas voces silenciadas por el ruido. En ambos filmes, en definitiva, Luis López Carrasco, desde el mismo principio, impugna la presunta transparencia del cine documental. A ella opone, en el caso de su último largometraje, oscuridad y onirismo. Es más, de forma muy subrepticia la película, sin menoscabo en absoluto de su ánimo documental, o más bien profundizando en él, está construida con similares mimbres a los de géneros como el fantástico e incluso el cine de terror. En suma, a los pocos minutos de El año del descubrimiento sabemos que nos estamos aventurando en una promisoria y singular exploración por el territorio del documental.
El resto de la película, en efecto, se desarrolla en un espacio que, siendo absolutamente cotidiano, es también fantástico; describe una realidad que, siendo plenamente reconocible, es también terrorífica. Pero lo más admirable es que este umbral de oscuridad que debemos atravesar para entrar en la película no solo nos introduce estas sugerencias genéricas que, con extraordinaria sutileza, a continuación va a desplegar el filme sino que, asimismo, se vincula con la motivación más honda, ahora sí de raigambre clásicamente documental, que lo anima: El año del descubrimiento pretende adentrarse en unos hechos del pasado que en buena medida permanecen también en la oscuridad, invisibles, opacados, como ya sucedía en El futuro, por la imagen trasladada esos años por las instancias y los medios —entre ellos el cine, por supuesto— hegemónicos, una imagen luminosa hasta lo abrasivo, deslumbrante hasta la ceguera: también en las acepciones del término “descubrimiento” que asume la película se conjugan pasado y presente, la imagen engañosa y la voluntad de revelación.
Lo visto hasta aquí creemos que es suficiente para señalar la que probablemente sea la principal aportación de la película —culminación, en este sentido, de los trabajos anteriores de López Carrasco— a la reflexión sobre la imagen en nuestros días: el tratamiento del cine documental, antes que otra cosa, como fantasmagoría. En definitiva, una ambigüedad que enriquece el tratamiento de la realidad, en virtud de la cual se accede a lo real desde ángulos aparentemente irreconciliables —ambigüedad, por cierto, a la que no es ajena, en el citado el sueño inicial, el que su protagonista sea el coguionista de la película.
Lo que tiene en la película su admirable traslación formal: en ella la realidad en su sentido más inmediato, espacial, está fragmentada en diferentes perspectivas y, simultáneamente, fusionadas en la superficie que constituye la pantalla. A veces conviven el plano y el contraplano, otras la imagen y la oscuridad, otras el presente y el pasado, o la brillante imagen festiva y la de las convulsiones que ocultaba… A veces diálogos mudos, otras silenciosas resonancias, a menudo brillantes reflejos, siempre lúcidos juegos de luces y sombras.
II.
“No lo recuerdo, pero lo he vivido”, dice una joven en la película, dándole nombre a una de sus secciones pero sobre todo describiendo el espíritu que la mueve en su totalidad. Como ya ha quedado sugerido, el planteamiento dramático de El año del descubrimiento podría apuntar a una concepción cíclica de la historia: el país se representa a través de la adecuada metonimia de un bar, uno en el que el presente se refleja en el contraplano del pasado, o al contrario. Sin embargo, quizás la figura más certera sea la del abismo, esto es, la circular, pero más precisamente en su acepción dantesca. Así, el filme desemboca en un vislumbre del futuro que asume las tonalidades de la incertidumbre, cuando no de la desesperanza, una deriva que implica una progresiva bajada al infierno, noción esta última que de forma subterránea pero tenaz recorre todo el filme.
De hecho, El año del descubrimiento es también una radiografía descorazonadora de la evolución de la izquierda en estos últimos cuarenta años. Si bien alguno de los personajes repite un mensaje complaciente y, aún peor, ficticio, que es el habitual en la autodenominada izquierda española, particularmente en estos últimos años, una meramente nominal que se proclama como contrapeso de los avances de “la ultraderecha”, en la mayoría de los personajes predomina, por el contrario, el tono profundamente crítico, desencantado, como el de ese otro personaje que recuerda cómo durante esos sucesos de febrero del 92, que culminaron en el incendio de la Asamblea Regional de Murcia, ante la cobardía del alcalde socialista de Cartagena y la venalidad de sus superiores del PSOE, se cuestionó toda una vida de lucha, primero antifranquista y luego en la reivindicación sindical, llegando a plantearse que toda ella era resultado de un largo engaño, traicionado por unos políticos que, a la hora de la verdad, daban la espalda a sus supuestas reivindicaciones.
Es en este sentido que la película de López Carrasco, incluso en este aspecto, admite una lectura fantasmal: en unos años en que la izquierda permanece enfangada en actitudes totalitarias, en el que los argumentos económicos han sido marginados por identitarismos estúpidos e inanes cuando no criminales, siendo cómplice, y aun impulsora, de algunos de los horrores que marcarán esta época —pienso, sobre todo, en un derecho penal de autor digno, ahora sí, de los más oscuros fascismos—, estos personajes que detentan un discurso y unos propósitos arrinconados por la historia, acaban asumiendo también rasgos espectrales.
De forma quizás excesivamente forzada, el filme concluye en un retorno, uno más en la película, al territorio del sueño: un personaje relata una pesadilla recurrente, una en la que durante una pelea “con nazis”, según sus propias palabras, es incapaz de dar ningún golpe, y si lo intenta el brazo parece esterilizado por una falta inexplicable de fuerza. El puño trata de impactar en el otro y apenas logra otra cosa que una caricia. Ya “en la vigilia”, como el que se despereza, el personaje concluye su relato con un ademán autoafirmativo, con su convencimiento de estar en realidad preparado para la pelea. Y con ese deseo, tal vez el último espectro de la película, volvemos a la oscuridad.