El año que vivimos peligrosamente
Hilván de miradas Por Marco Antonio Núñez
Y la gente le preguntaba: "¿Qué debemos hacer entonces?"
Él les respondía: "El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene, y el que tenga qué comer, haga otro tanto"
En 1982 Peter Weir se consagra internacionalmente con El año que vivimos peligrosamente, eficaz mezcla de cine político y romance. A partir de las siguientes notas nos proponemos desmenuzar tímidamente la puesta en forma de algunos de sus motivos temáticos y argumentales a partir de la mirada.
La realidad la crea la mirada del observador. El espacio del deseo es configurado por esa mirada. Pero la mirada no sólo es agente, también se ve afectada, interpelada por el otro que comparece en su campo de visión usurpándole el horizonte que creía propio, obligándole a abandonar su cómoda posición de espectador y participar de ese mundo ancho y ajeno. A veces la mirada sucumbe a las seducciones de la ilusión y las sombras. A veces incluso la mirada pierde su potencia escópica y se ciega.
1. Visión y ceguera.
Antes de entrar en el Palacio Presidencial, en una de las primera secuencias del filme, Kumar (Bembol Roco) pide a Guy Hamilton (Mel Gibson) que se quite las gafas ahumadas ante el guardia. Dicen que creen poder reconocer a un asesino por los ojos. Weir nos ofrece un gran primer plano de los ojos del periodista cuando sea escrutado en la garita. Más tarde, en ese mismo escenario y en un típico gesto anglosajón de soberbia, Hamilton se propondrá entrar para cubrir la noticia del golpe de estado. Un soldado le da un culatazo cerca del ojo, lo que le obligará a «cegarse» para no perderlo.
Guy ve en Yakarta su pasaporte hacia una carrera exitosa pero acaba cegado ante la gran primicia. Todos sus colegas piensan en Saigón pero Guy es novato y tiene hambre, cree que Yakarta acabará generando esa gran primicia. Desde que llega a Indonesia Billy Kwan (Linda Hunt) se convierte en sus «ojos», el fotógrafo que consigue todo lo que quiere. O casi. Ambos formarán un gran equipo, un hombre completo mientras dure la sociedad. Muerto Kwan, Hamilton se quedará ciego metafórica y literalmente, es decir, pierde la mirada (y el mundo) que ha recreado su deseo ilusorio. Sólo le queda huir.
2. Si quieres comprender Java tienes que entender el Wajang.
A Sukarno le llaman el gran titiritero, el mundo es su teatro de sombras en un doble sentido. Digamos desde una perspectiva platónica que la realidad perceptible es una fantasmagoría, pero la sombra también es la huella del cuerpo opaco que se interpone a la luz, el bien; esto es, se convierte en cifra del mal. La sombra es una ilusión, como Sukarno y su Tercer Mundo recién creado frente a occidente, una utopía, una sombra sinónima desde hace décadas de miseria.
En la primera visita de Hamilton al bungaló de Billy, éste le habla del Wajang, el juego sagrado de las sombras. Le presenta a tres de sus personajes, el Príncipe Arjuna es el héroe, un hombre de luz, en ocasiones caprichoso y egoísta cegado por la vanidad. Se enamora de la Princesa Srikandi, noble y orgullosa pero también testaruda. Por último, el Enano Semar, servidor del Príncipe y que fácilmente identificamos con el propio Billy, aunque él secretamente se arrogue el privilegio de ser Krishna, que guía y amonesta a Arjuna cuando se desvía del camino de la luz. Billy tiene la ilusión megalómana del control, él anhela ser el titiritero.
Todavía sosteniendo el títere de Semar en la mano, Guy toma el retrato de Jill Bryant (Sigourney Weaver). La primera visión que va a tener Guy de Jill es a través de los ojos y el objetivo de Billy («Yo seré tus ojos», le dice apenas se conocen). La mirada de Billy configura así el espacio del deseo de Guy.
Luego Billy ofrece a Guy su primera entrevista y dispondrá el encuentro con Jill.
3. Una amiga especial.
Billy quiere que Guy conozca al agregado militar de la Embajada británica pero su verdadera intención es propiciar su encuentro con Jill. La vemos salir de la piscina. El medio acuático estará muy presente en su relación. Billy avanza hacia ella y la cámara le sigue en plano medio para luego desandar el trayecto hacia donde está Guy. Es significativo que Weir no tome ningún plano de Gibson cuando son presentados. La secuencia se articula desde la mirada de Billy. De hecho, toda la secuencia gira en torno al carácter del Coronel Henderson, modelo del rencoroso y declinante despotismo colonial. Cuando ambos hombres vayan a la piscina para medir fuerzas, será el momento en el que la mirada de Jill comparece. Vuelve la cabeza y se baja las gafas de sol para mejor mirar al australiano aunque Weir no nos ofrezca tampoco el campo de visión de Jill, sólo el gesto. La mirada sigue siendo de Billy.
4. Tenemos el mismo color de ojos.
Después de ser herido durante la cobertura de una manifestación que tenía como destino la Embajada de los Estados Unidos, Guy se sienta en el escritorio de Billy mientras éste le hace una cura. Desde allí su mirada se identifica e irá solapando con la del fotógrafo. Su visión del mundo, su colección de «bromas de la naturaleza», contrahechuras, enanos, hombres sin dedos, un catálogo de deformidades que comparecen como huellas del mal. Y su visión de Jill. Sabremos que Kwan no es un mero amigo, también la pretendió aunque asumió con deportividad el rechazo. Quizá no sea loable hablar de sentimientos heridos en una figura tan soberbia como Billy que se arroga el papel de titiritero y mesías. Pero el retrato que ahora Guy, instalado en esa nueva perspectiva, ve de Jill es distinto del anterior. Aparece junto a un hombre que dejó Yakarta por motivos profesionales. Jill aparece vinculada al pasado y a la herida.
Guy finge indiferencia por ella. Entonces, durante la ausencia de Billy, verá sin querer un dossier con su nombre, fotos e información personal, lo que le lleva a pensar que Billy sea un espía. Pero es más que eso, es una información que atesora de aquellas personas que le interesan y cuyos destinos se propone dirigir. Por de pronto ya ha conseguido que Guy obtuviera una primicia con el líder del Partido Comunista y suscitar su interés por Jill.
El drama está en marcha. Sabemos con Campoamor que nada es verdad ni es mentira, todo es según el color con que se mira. Billy le hace reparar en que tienen el mismo color de ojos, comparten visión y mundo. Pronto compartirán a Jill.
5. ¿Qué se necesita para hacerte llorar a ti?
Uno de los colegas de Guy celebra una fiesta en un bungaló. Billy asistirá disfrazado del Gran titiritero, Sukarno. Allí Billy presencia los primeros compases de la seducción en un baile con otras personas. Un torpe y hosco ritual de cortejo durante el que miden fuerzas. Antes del toque de queda Billy los reúne e intercambian unas pocas palabras acerca de un artículo que ha escrito Guy en un tono, a decir de Jill, demasiado melodramático, «casi me hizo llorar». Comentario que hiere el amor propio de Guy. Su réplica obtiene por respuesta el gran primer plano que le toma Weir a Sigourney Weaver: «¿Qué se necesita para hacerte llorar a ti?»
A la indiferencia aparente del primer encuentro ha seguido un diálogo más personal, necesariamente hiriente, el juego de la seducción deja al descubierto la fragilidad de la vanidad. Todo cortejo tiene una fase en la que se zahiere el amor propio de la futura pareja, quizá para poner a prueba su determinación, quizá simplemente como expresión de las mutuas inseguridades.
6. Cuidado con el melodrama.
Queda el golpe maestro de Billy, forzar un encuentro ahora ya sin el concurso de otras personas ni la presencia de miradas intrusas. De nuevo visitamos el teatro de Billy, el bungaló del que se encuentra ausente. Por Billy sabe Jill que mataron al padre de Guy en la guerra. Por Billy sabe Guy que Philippe, la antigua pareja de Jill, fue trasladado a Saigón. El triángulo se abre hacia Ibu, la mujer y el niño a los que Billy ayuda económicamente, su humilde respuesta a ese «qué debemos hacer» ante la injusticia que torturaba a Tolstoi.
A continuación, Jill le acompaña a una entrevista en Priock que nunca se produce. Weir monta un plano general de la pareja en una mesa con el puerto al fondo. Plano que provoca extrañeza, nunca antes se ha alejado tanto de sus personajes. La razón de que ahora lo haga es que así incorpora un tercer punto de vista, la mirada de Billy, como luego sabremos por una fotografía. Sin embargo, también comparece la mirada hostil de los nativos hacia la pareja occidental, lo que junto al silencio «incómodo» de Guy y Jill mientras fuman sus cigarrillos, genera cierta tensión, antes de que de nuevo se nos reintegre en las miradas de la pareja desde un canónico plano/contra-plano.
La conversación se orienta hacia lo personal, lejos de la sombra de Billy. La repentina lluvia propicia una atmósfera relajada, las defensas se van venciendo, han dejado de medirse como oponentes, han renunciado a la exhibición de fuerza. El tamaño de los primeros planos es mayor en el interior del coche, las miradas se detienen ahora en unos silencios elocuentes, nada incómodos. La mirada cargada de deseo ya no se enmascara.
Pero Jill abandona Yakarta en dos semanas y no quiere complicarse emocionalmente.
7. El pensamiento se rima en la distancia.
Tres secuencias breves escriben el prólogo de la consumación del deseo desde una expectativa tensa e impaciente. Weir procede desde encuadres cerrados en los que las panorámicas establecen una relación causal entre el deseo y su objeto. La panorámica quizá sea el principal recurso fílmico para conceder a la mirada una cualidad sustancial, la cámara da forma al dinamismo sin disociar del plano al sujeto de su objeto.
Una panorámica desde el magnetófono que reproduce la citada crónica «melodramática» hasta el rostro de Guy, escuchando desde el «punto de vista» de Jill, asintiendo a su veredicto. Así sabemos que estamos enamorados, porque integramos al otro en nuestro campo visual, en nuestro mundo y miramos por vez primera hacia ese mundo desde el color de sus ojos, de los ojos del otro.
La secuencia contigua nos escamotea la causa y nos ofrece el efecto con una sutil elipsis, Guy ha llamado a Jill. Vemos el primer plano del teléfono al que responde su secretaria. De nuevo una panorámica, ahora de derecha a izquierda acompañando el movimiento de la mujer, nos lleva a Jill, sentada en la terraza, en escorzo, negando satisfecha ante la manifestación del deseo de Guy, atenta a cada palabra con que su ausencia es disculpada.
Los espacios diversos devienen continuo por obra de la puesta en escena, el tamaño cerrado de los planos que concentran toda la emoción y los precisos y rimados movimientos de la cámara.
Volvemos a Guy, ahora sentado ante el escenario de Billy, absorto, con la mirada perdida en apariencia. Una panorámica que esta vez no acompaña movimiento alguno y por tanto atrae la atención del espectador sobre ella, sigue la mirada de Guy de izquierda a derecha (reparemos en el sentido opuesto de las direcciones) hacia un punto concreto del collage de fotos que ha dispuesto Billy en su lugar de trabajo. La panorámica se abre al vacío, no sigue ninguna línea del decorado que le ofrezca soporte, vaga sin sustento ni red por la colección de fotografías en las que cristalizan otras miradas, miradas conativas que nada le dicen al deseo de Guy hasta que se detiene en una.
La mirada no estaba perdida, su destino era el retrato de Jill, pero no uno cualquiera, el tercer retrato, aparece mirando a cámara con el semblante serio. Es decir, mirando a Guy en ese momento en el que él ha usurpado el punto de vista del fotógrafo. Jilly le interpela desde su melancolía, desde el dolor por la pérdida de Philippe, desde la herida.
No puede faltar la intrusión de Billy en este momento de intimidad entre Guy y Jill, plenamente consciente del fuego que le devora y evidentemente complacido de que su plan esté a punto de consumarse. Finge una ausencia para que los amantes puedan disfrutar de su inminente encuentro entre aquellas paredes, en su teatro del mundo, quizá gozar así de Jill por delegación.
8. Yo te la di y ahora te la quito.
Pero el conflicto está por llegar. El amor no es todo para Guy como no lo es para ningún hombre, y cuando Jill le cuente confidencialmente que un barco con armas zarpó desde Singapur, el periodista prevalecerá sobre el hombre enamorado. La vanidad y el egoísmo del Príncipe Arjuna se mide con la megalomanía del Enano, el servidor del Príncipe que en realidad ha movido sus hilos. Billy le ha dado el éxito laboral y le ha concedido el amor y de ningún modo consentirá que deje a Jill en evidencia publicando una información que en Yakarta todos sabrán proviene de ella. «Yo habría sacrificado el mundo por ella, tú ni siquiera un reportaje».
La última secuencia entre sendos personajes tiene lugar en un paisaje apocalíptico, contra un muro en el que se suceden obscenamente los carteles de Sukarno e iluminados por la carrocería en llamas de un coche. Weir siempre ha utilizado los elementos primarios para catalizar las emociones de sus personajes.
9. ¿Qué debemos hacer entonces?
La crisis de Billy se agrava con la muerte del hijo de Ibu. El titiritero no tiene imperio sobre la vida y la muerte, la realidad excede la ilusión de poder que le ofrecen la página en blanco y la cámara. Un plano general de la calle nos sitúa a Billy ante un gran retrato del otro Gran titiritero, Sukarno, arquitecto de sombras. A continuación se monta un plano en picado de Billy mirando hacia arriba con odio y el contra-plano del presidente con el semblante sereno, imperial, indiferente a las miserias que lo rodea por doquier. El portavoz del Tercer Mundo después de todo no es más que un charlatán que ha traicionado a su pueblo.
Luego de su discusión con Guy, ante la máquina de escribir, ante la página muda y la mirada apelativa del hijo de Ibu que exige de Billy una respuesta a su muerte, comienza teclear con ira el versículo de Lucas: «¿Qué debemos hacer entonces?». Un ligero zoom hacia los ojos del niño subrayan el carácter conativo que entraña siempre la mirada, ya sea vehículo del deseo, ya sea una demanda de ayuda.
El otro con su mirada nos arrebata el mundo, nos enajena y nos obliga a la acción. No basta con teclear ni tomar fotos, Billy lo ve claro y su respuesta será digna de él, el martirio mesiánico. Desde el balcón de un hotel en el que se celebra una recepción internacional a mayor gloria de Sukarno, cuelga una sábana con la leyenda:»Sukarno, alimenta a tu pueblo». Un mensaje, un imperativo para que todos lo vean. No para que vean lo obvio, a nadie le importa el hambre de los indonesios, sino el gesto. Para que todos vean su gesto, inútil o no. El semblante de Billy, cuando yace muerto en el asfalto, es de plenitud. Después de todo, él ha hecho algo más que mirar.
Su mirada orgullosa apela a Guy desde la muerte: ¿Y tú, qué vas a hacer?
TAN BUENO COMO LA PELICULA, EXCELENTE