El árbol de los sueños
La flor de la granada Por Javier Acevedo Nieto
Sobre el cielo azul un contrapicado rastrea el vuelo del águila dominando desde la altura la secuencia. Su chillido conduce a la tierra situada bajo el cielo. Un campo de violetas rojas arremolinadas alrededor de la cámara muestra al caballo blanco pugnando sobre la hierba aplastada. En la resistencia dubitativa del corcel se intuye un halo de dolor. El siguiente plano muestra el efecto que bulle del gesto de dolor. Un plano medio corto de un niño poco más alto que las violetas rojas dibuja un gesto serio en el semblante. Corre, y la cámara galopa con él a medida que su grito se dirige no ya al cielo azul sino al césped verde lacerado por la guadaña del hermano. Gedia — hermano mayor — acude al llamado para enterarse de que el caballo está muriendo. La cámara recoge en plano medio el grito de auxilio del menor. Un plano de figura apenas deja percibir la contrariedad de Gedia. Corte, un plano detalle del ojo del caballo sufriendo, las manos de Gedia acariciándole hasta que el trémulo cuerpo del humano se cierra alrededor de la cabeza del animal, la camisa roja enjugando las lágrimas en el pelaje gris. Plano conjunto del joven y el animal que conduce a un plano general del abuelo y el nieto apresurándose a través de las violetas rojas. El orden de las imágenes siempre muestra una causa de dolor, y el efecto de ese dolor. Necesariamente en ese orden. Los personajes se presentan a partir de pequeños gestos reproducidos en planos detalle. Sin excepción, a partir de un plano detalle se empieza a reproducir la escritura cinematográfica de una secuencia.
El abuelo Tsitsikore llega. No hay nada que hacer por el animal. El dolor ha quedado apresado en una breve secuencia-estrofa en la que cada palabra reproduce el tamaño de planos cortos — plano detalle y primer plano de rostros testigos — y cada verso reproduce el tamaño de planos medios — de figura, de conjunto y plano medio —. El ritmo de la estrofa no viene marcado por la cadencia de las palabras o la duración del plano — intervalos irregulares que oscilan entre los 3 y los 7 segundos — sino por los significados que surgen de combinar imágenes que funcionan ya como símbolos. El caballo debe ser sacrificado, y este verso en concreto narra la muerte mediante la asociación de tres imágenes — plano corto del abuelo con el cuchillo, un fundido a rojo marcado la irrupción en la lente de la violeta roja y el campo susurrante — y la omisión de la propia muerte. Verso que conecta el tono emocional expuesto del anterior, donde Gedia se despide del animal, y que antecede el posterior, donde Gedia yace derrotado.
La muerte es un acto de hermosa tristeza a medida que la secuencia cierra de nuevo con el contrapicado del águila observando el paisaje. Gedia queda retratado como un arquetipo de juventud inocente y Tsitsikore como arquetipo de ese anciano implacable capaz de todo para garantizar la pervivencia de una pequeña aldea perdida en Georgia. Lugar de confluencia, horadado por una geografía donde el agua, la tierra y el cielo fluyen a través de una sociedad abocada a desaparecer. Con El árbol de los sueños (Natvris khe, 1976) Tengiz Abuladze filma un poema de versos solo conectados por el poder visual de símbolos. Filme que interpela a su antecesora El ruego (Vedreba, 1967) y la posterior Arrepentimiento (Monanieba, 1984), conformando un tríptico de cine lírico. El ruego adaptaba alguno de los poemas de Vazha-Pshavela — poeta y figura literaria absoluta en Georgia — y El árbol de los sueños adapta una obra de Georgi Leonidze basada en retazos de su infancia. Tanto Vazha-Pshavela como Leonidze — levemente posterior y adscrito durante unos años al grupo de poetas simbolistas del Cuerno Azul — son poetas profundamente evocadores de un sentimiento nacionalista no inserto en el discurso político, sino en una red de símbolos y tradiciones que reivindican un folclore a caballo entre el panteísmo y el realismo mágico. Abuladze recrea el universo poético de Leonidze trasladando la poesía a su puesta en escena. La filmografía del cineasta georgiano por otra parte conecta con el espíritu y el folclore armenio de Parajanov — Sayat Nova, El color de la granada (Sayat Nova, 1969) es dos años posterior a El ruego — y con la obra de Artavazd Pelechian, cineastas y sobre todo autores siempre relegados al mal llamado cine periférico, incluso dentro del satélite de la propia Unión Soviética.
Solo con este inserto puede entenderse la necesidad de hablar de cine lírico, etiqueta algo desastrada y manida, pero que alcanza todo su sentido en un filme en el que los pequeños gestos dan sentido a una fábula cuyas coordenadas narrativas son universales. Viktor Shklovsky 1 empezaría a dilucidar dos conceptos clave para descifrar la posible dificultad de obras tan crípticas — por presentar universos lejanos al de cualquier espectador ajeno a ciertas cartografías —: syuzhet y fábula. El primero describe una estructura; entendida como el esqueleto o árbol narrativo, los símbolos y mecanismos, imágenes que representan la fábula; el segundo designaría el relato, la secuencia de hechos que cuentan la historia. Grosso modo, para Shklovsky un film poético sustituye la semántica — el significado del relato tradicional — por una estructura geométrica — imágenes — a partir de la cual se organiza el relato. Yuri Tynianov iría más allá al sostener que eran las relaciones entre los planos, el estilo y la conexión entre imágenes las que podían constituir el origen de la trama y mover su desarrollo 2. Para Shklovsky el syuzhet era un mero esquema. Tynianov defiende un cine poético que no tenga historia, donde la fábula sea solo una reconstrucción del significado de las imágenes realizada por el espectador, pero no dada por la película 3.
Ideas fructíferas para analizar el filme de Abuladze. Los personajes de su particular fábula funcionan como arquetipos. Por la pantalla deambula Tsitsikore, anciano y patriarca que guía al pueblo. Elioz, obsesionado en la búsqueda de un artefacto mágico, el mismo árbol de los sueños. Pupala, una mujer que aguarda con un vestido de novia a que un extranjero misterioso le rescate de las mujeres que se ríen de ella por seguir soltera. Gedia, profundamente enamorado de Marita, encarnación de la belleza, del sol, ideal y probablemente único rayo de luz en medio de la aldea. Entre medias, un revolucionario que escucha el temblor de la tierra, un sacerdote y un patriota que habla de tiempos mejores. ¿Cómo presentar a cada personaje?
Negando el plano máster, es decir, negando el plano de situación que permita observar al personaje en su espacio. Pupula se sacude el barro de los zapatos, cansada de caminar por esos lodazales donde las mujeres se burlan de ella y de su idealismo alejado del determinismo misógino que impera la aldea. Plano detalle, primer plano del rostro de Pupula y después siempre plano corto de personajes secundarios juzgando lo que ven. En El árbol de los sueños los personajes carecen de autonomía, y sus acciones son siempre vigiladas, juzgadas y observadas. En ese microcosmos de una Georgia pretérita, todo primer plano es contrarrestado por una mirada ajena. La intimidad no existe.
El agua cae sobre el ánfora guiada por el exiguo desagüe. La mujer recoja el ánfora, ella es deseo, apetito y lujuria. Las mujeres la juzgan, la observan, ella solo sonríe. Seduce, encandila y juega, pero está destinada a ser agua canalizada, agua estancada. Misma estructura, plano detalle, plano corto y después el juicio de los espectadores. El sacerdote se pone a sus pies, el revolucionario olvida la revolución. Las mujeres dicen de este último que fabrica bombas por las noches. Ella juega con él, cuelga cerezas sobre sus orejas. Los planos detalle, la textura, el deseo, y sobre todo imágenes-verso que penden sobre estrofas muy frágiles, donde cada corte, cada transición dejan el rastro de una idea.
En ese montaje poético se revela el syuzhet, esa estructura de imágenes a partir de las cuales los personajes se asocian a ideas y los grandes temas se esconde en pequeños gestos. El montaje poético aprecia el detalle, privilegia la visión personal del cineasta, y la mirada del espectador no es tanto un ejercicio de comprensión de lo que ve como de empatía con las emociones adheridas a la imagen. El primer plano alimenta este montaje y este esqueleto de la imagen, mostrando la sensualidad, el tacto de las cosas. Fragmentar la secuencia en planos cortos en «una exploración en cuyo curso no se trata de precisar la cualidad de signo que puede adquirir un objeto cualquiera sino de exaltar su valor propiamente significante» 4. Recurrir al primer plano porque «nada es más concreto que lo que muestra, pero nada es más abstracto que lo que deja entender» 5.
El primer plano y el plano detalle marcan la transición, el corte y mueven el significado. El patriota que arenga a los jóvenes, la iglesia a la espalda. Soflamas que hablan del resurgir de Georgia, del sol enfebreciendo las cabezas de los luchadores. Después la soledad, el ostracismo del discurso que a nadie convence. A continuación, de nuevo, el plano detalle, la Naturaleza en la palma de la mano, el curso de las cosas afectado por la acción del hombre.
El revolucionario escucha el ruido de la revolución bajo los pies. El pecho henchido, la necesidad de pervertir la infancia con los sueños de Octubre. Tsitsikore nada escucha. Nada sucede bajo sus pies, todo debe permanecer de la misma manera, protector del viejo orden. El infante entre medias siendo testigo, las transiciones a través de cortes directos que expresan a partir de la unión de tres planos.
Tsitsikore es inmovilista. Los niños apoyan la frente contra el muro de la Iglesia, nada les atrae. El juego del revolucionario sí, imitando un trenecito que poco a poco se acelera, la Revolución como tren que atraviesa el ruralismo. Las vacas abren paso al tren humano. La transición entre plano y plano se marca a través del sonido de un tren real que avanza a medida que las vacas mugen y el rostro del anciano observa el avance incierto del progreso. Conviven dos formas de montaje de la tradición soviética: el corte seco, nervioso y rápido de Eisenstein y Pudovkin, pero también las sutiles transiciones en forma de fundidos improvisados, asociaciones simbólicas libres y sonidos que conectan unidades de acción de Dovzhenko 6.
Film poético, montaje lírico. Versos, estrofas y poemas, pero ¿qué es El árbol de los sueños?, ¿qué hay detrás de esos fundidos encadenados que eliden la Muerte y presagian la Muerte? Personajes que declaman, personajes que recitan y, sobre todo, prototipos de personajes que van más allá del realismo socialista, desafiando las directrices estéticas, morales y artísticas.
En esa declamación inserta en diálogos que marcan transiciones y determinan un montaje basado en conexiones simbólicas, se trasciende el lenguaje esópico — entendido como ese lenguaje propio de la propaganda soviética que enmascaraba las verdaderas intenciones con un glosario de términos ambiguos — para ofrecer un filme que pese a su aparente carácter críptico, no tarda en revelarse como una sensible fábula sobre la pérdida de la inocencia, el amor prohibido y la poesía como reveladora de ambientes poco sanos. Así quizá pueda entenderse a Elioz, hombre obsesionado por hallar una piedra, por revelar el árbol de los sueños, por aferrarse a algo que trascienda el gesto rutinario de trabajar la tierra. Su primer contacto con Marita, la mirada transida de fascinación de Elioz, Marita emergiendo de la niebla, el tintineo de las campanillas en medio de la sensación de humedad. Un breve intercambio de miradas en planos cortos. «Ha bajado el Sol a la Tierra» murmura Elioz. Acto seguido se vulnera el raccord de miradas para ofrecer un plano general de Marita abandonando junto a su padre la escena. En ese contacto Elioz es impregnado de la esencia de lo trascendente. La tierra ya no le sirve. Su mujer e hijos le ayudan en su empresa de hallar la belleza, de hallar el artefacto de los sueños. Debe existir algo más en esa tierra milenaria que según Tsitsikore está contaminada por la sangre derramada en los campos de cientos y cientos de batallas. Búsqueda abocada a la locura, porque ese árbol no crece en el remoto poblado, y solo Pupala y su búsqueda del amor extranjero parecen empatizar con Elioz. Y la narración de esa locura, en pequeños planos, en breves secuencias. Un manto blanco amortaja el rostro, la palidez de la cara se funde con el paisaje. Suenan campanillas, no hay escapatoria.
Las manos de Marita acogen vida. Ella es el amor, y la vida. A través de su cuerpo la naturaleza parece reconciliarse con el gesto humano. Su relación con Gedia es la típica de tantos otros romances. El matrimonio por conveniencia organizado por su padre en contra de su voluntad también ha sido frecuentado por tropos literarios de tantas y tantas culturas. De esa universalidad de la fábula nace la empatía del espectador. Marita y Gedia corren por el arroyo, él le cubre los ojos. Le acerca a un precipicio y retira la venda para que observe el paisaje. Ambos comparten un sueño — como Elioz y su sueño del artefacto, o Pulala y su sueño de matrimonio imposible — que no va más allá de estar juntos. Solo Marita observa al cielo, y solo a través del plano subjetivo de su mirada aparece el águila sobrevolando el cielo azul.. Marita acaricia las violetas rojas, impregnadas quizás aún de la sangre del caballo de Guedya. Afirma que esas violetas antaño fueron las lágrimas derramadas de las madres. El tacto de Marita revela esa naturaleza espiritual, ese contacto con la vida y con la gente capaz de modelar la boca de los sueños.
Marita es el árbol de los sueños. El matrimonio concertado es el gesto más atroz del hombre interponiéndose en el curso de la vida. Tsitsikore condena el amor, patriarca entregado a un viejo orden, a un mundo sumido en penumbra. La ejecución de Marita poda los sueños. Elioz muerto, Pupala permanece callada. El revolucionario, el patriota y el sacerdote enmudecen. La lluvia inunda el paisaje. Solo hay lamento, queda una multitud arremolinada alrededor del cadáver, del árbol muerto. La vida ya no es sueño, todo parece dormido. La tierra envenenada por la sangre sigue absorbiendo vidas.
Una voz en off rompe el silencio instalado tras la elipsis. Años han pasado. La voz lamenta la muerte de la joven. Nunca había contemplado una flor tan bella adornando un paisaje tan desolado. Un árbol seco, una pequeña flor brotando. Una lágrima roja en medio de la nada. Los sueños caídos de las ramas secas.
Una joven reza bajo un árbol del que penden pequeños retazos de tela. Buscando el germinar de una nueva vida que alimente el árbol y haga aflorar los sueños de otros personajes. Harapos de tela que remiten a las imágenes restituidas por Abuladze, conformando un árbol de imágenes que reproducen los sueños y evocan de manera distante la belleza de esa flor ya desastrada que es Marita. Rivette diría en otros términos que para adentrarse en el cine de Mizoguchi, en la esencia del zen o de la cultura japonesa, tan solo había que admirar la belleza de un travelling. El cine de Abuladze existe al margen de la literatura y alrededor de una cultura tan lejana y tan próxima a la vez. Solo hay que admirar la belleza de los planos que penden. Quizá así, entre las hojas y las ramas, mirando desde una cierta distancia, uno pueda ver el árbol completo de los sueños.
- SHKLOVSKY, Viktor (1982). “Poetry and Prose in Cinema”. En Ann Shukman y Michael O´Toole (Eds), The Poetics of Cinema (Russian Poetics in Translation). Oxford: Holdan Books. ↩
- EAGLE, Herbert (1981), Russian Formalist Film Theory. Estados Unidos: Michigan Slavic Publications. ↩
- STAM, Robert, BURGOYNE, Robert y FLITTERMAN-LEWIS, Sandy (1999). Nuevos Conceptos de la Teoría del Cine. Barcelona: Paidós. ↩
- MITRY, Jean (1986). Estética y Psicología del Cine I: Las estructuras. Madrid: Siglo Veintiuno Editores, p. 428. ↩
- Ibídem ↩
- SÁNCHEZ-BIOSCA, Vicente (1991). Teoría del Montaje Cinematográfico. Valencia: Filmoteca de la Generalitat Valenciana, p. 90. ↩