El baile ha terminado

Sobre el blockbuster como socialización agonizante Por Alberto Corona

El músico Ian Svenonius tiene publicado un libro de ensayos que hace perfecta justicia a lo altisonante de su título en castellano, Te están robando el alma. Con una prosa ágil e iracunda, todos los textos abordan diversos asuntos culturales desde una perspectiva lindando lo conspiranoico, que a medida que te vas haciendo al estilo interpretas como cuidadosamente provocadora. Desde apologías sobre la censura como estímulo creativo hasta revisiones extemporáneas de Escuela de jóvenes asesinos (Heathers, Michael Lehmann, 1988), el libro de Svenonius desafía, incomoda y sobre todo divierte, sin que su afán por generalizar hasta lo absurdo evite que, de vez en cuando, parezca dar en el clavo. En un ensayo titulado El twist: la revolución sexual y la moda de depilarse, Svenonius parte de una idea muy sugerente para ilustrar por qué la revolución sexual que trajeron los 60 a EE.UU. solo era otra forma de represión 1 .

“La canción de Sam Cooke ‘Twisting the Night Away’ describe un ambiente donde tipos de todas las edades, credos, colores, ideologías y clases se unen en una escena utópica de excitación desenfrenada. Una ‘chica con pantalones de vestir’, un ‘hombre con traje de noche’, todos giran en erótico abandono… pero jamás se tocan. ‘Twisting the Night Away’ anuncia un nuevo mundo donde el individualismo y el aislamiento serán totales”. El anuncio venía dado por este nuevo baile, el twist, que exigía una concentración y habilidad diferenciada, incapaz de facilitar a una euforia compartida. “En lugar de ser una pareja, fila, trío o grupo, los twisters eran unos bailarines a quienes se liberaba de la comunidad sofocante, eran individuos. La discoteca era un lugar donde se exhibían las destrezas y el dominio que cada cual poseía del consumismo. Los bares permitían presumir de conocimiento práctico de lo efímero y temporal, del tiempo libre y del poder adquisitivo”.

El twister, por apegarnos a la impronta lapidaria de Svenonius, vendría a ser el espectador contemporáneo del audiovisual. El blockbuster, su discoteca.

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Vengadores: Endgame

I

Resulta tentador rastrear la historia del blockbuster en tanto a fenómeno social poniendo a dialogar dos anécdotas separadas 123 años. Una tiene que ver con el estreno de Vengadores: Endgame (Avengers: Endgame, Anthony Russo, Joe Russo, 2019) y ha sido registrada por múltiples vídeos en YouTube: los aplausos radiantes con los que el público reacciona al clímax de la película. El Capitán América (Chris Evans) recogiendo el Mjolnir y demostrando ser digno. El Capitán América mirando alrededor para descubrir que su plan ha funcionado y la otra mitad de los Vengadores ha resucitado. El Capitán América, por último, preparándose para la batalla con un triunfal —oportunamente acompañado del tema de Alan Silvestri— “Avengers, assemble”. Los aplausos semejan tanto una demostración de placer como la asunción de que este es compartido, pues es dudoso que cada uno de estos espectadores aplaudiera desde la soledad de su salón. Los aplausos contrastan, en fin, con la tan mitificada velada en el Salon Indien du Grand Café, en enero de 1896, cuando el cortometraje de los hermanos Lumière L’arrivée d’un train à la Ciotat (Louis Lumière, Auguste Lumière, 1896) provocó que los espectadores huyeran aterrorizados de lo que parecía ser un tren que los iba a arrollar. Del miedo al entusiasmo, de la alteridad a la comodidad.

Naturalmente, el pábulo que le podemos dar a esta anécdota es mínimo, aunque haya quien arguya tímidamente que sí pudo ocurrir algunos años después, cuando los Lumière hicieron sus primeras intentonas con el 3D. El carácter fundacional de la misma, sin embargo, es prácticamente intocable, sobre todo una vez se asume su falsedad y se extrapola al carácter mágico/fabulador del medio recién nacido para aceptar lo mucho que necesitamos creer que sucedió; a este respecto solo hay que recordar cómo lo mostró Scorsese en La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011), con un visible sobresalto de la platea seguido de unas carcajadas liberadoras. Dejando de lado el mito, habría que destacar tanto de la célebre proyección del tren como de la velada que tuvo lugar algo antes, el 28 de diciembre de 1895, la condición del cine como un entretenimiento grupal en correspondencia a su carácter de ocurrencia festiva, capaz de mover a reacciones amplificadas desde lo colectivo. El medio tardaría en dejar de ser considerado una mera atracción de feria, manteniéndose como tal incluso cuando llegó a la Exposición Universal de París en 1900 y prorrumpió en las primeras proyecciones multitudinarias, aliada además con una invención intrascendente pero muy sintomática de cuál era el objetivo de los precursores: el Cineorama, una sala circular donde se proyectaban simultáneamente diez películas sincronizadas, que rodeaban por completo al espectador y lo aturdían. Pronto dejó de utilizarse por el riesgo de incendio. Y de los desmayos.

Lo descubrieran con un tren dirigiéndose a cámara o no, las primeras manifestaciones del cine buscaban subyugar al espectador. Introducirle agresivamente en su mundo, aislarlo de su realidad para imponerle una nueva, más grande y amedrentadora, sin dejar nunca de tratarle con una arrogancia, digamos, tecnológica. Justus D. Barnes disparando al público al final de Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, Edwin S. Porter, 1903)—también homenajeado a la postre por Scorsese— constataba que el cine se desarrollaba a velocidad vertiginosa, y que lo único que necesitaba del público era un asombro dado por supuesto. Un asombro que, fundido con la vulnerabilidad correspondiente, acababa conduciendo a una capacidad indómita para permear la sociedad, incluso para acelerar cambios históricos. Otra anécdota con visos de invent apunta a que, cuando se estrenó El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, D.W. Griffith) en 1915, los disparos de Barnes fueron devueltos hacia la pantalla por un espectador conmocionado ante el sufrimiento de Flora Cameron (Mae Marsh), perseguida por Gus (Walter Long). Los disparos, claro, iban dirigidos a ese negro renegado que quería violar a la joven blanca, y si bien es razonable dudar que algo así ocurriera, el impacto de la película de D.W. Griffith fue lo bastante enorme como para que no sea preciso ensanchar su leyenda. Partiendo de una novela de Thomas Dixon Jr., El nacimiento de una nación venía a demostrar que la Reconstrucción de EE.UU. luego de la Guerra de la Secesión había ocultado unas heridas que seguían muy presentes en la sociedad, y al identificar al Ku Klux Klan como los únicos héroes capaces de mantener el orden en el Sur provocó un resurgimiento del mismo que se prolonga a nuestros días. Los disturbios raciales no se hicieron esperar, en paralelo a que el cine mostrara tempranamente su capacidad para vehicular la identidad estadounidense y alumbrar todo tipo de relatos que enseñaran a sus ciudadanos cómo entenderse a sí mismos.

Todo lo cual llevó a la consolidación del western, claro, pero también a otros sucesos que, a la estela de El nacimiento de una nación, asentaban al medio como catalizador de las neurosis de todo un país. Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1939) volvió a dirigir su perspectiva y comprensión hacia el bando confederado casi 25 años después, con consecuencias similares pero de menor virulencia, y un film tan inane como Davy Crockett, rey de la frontera (Davy Crockett, King of the Wild Frontier, Norman Foster), en 1955, despertó una gran curiosidad hacia la figura del pionero. En este caso sin disturbios, solo una sana fiebre por los sombreros de castor y la decisión de varios alcaldes de invitar al actor protagonista Fess Parker (acaso confundido con el propio Crockett 2 ) a inaugurar edificios. El cine nunca creó una memoria iconográfica tan poderosa como en EE.UU., mezclándola con un agradecido afán épico y escapista. El inicial desequilibrio de fuerzas entre el medio y su abrumado receptor empezaba, de este modo, a estabilizarse.

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El nacimiento de una nación

II

La función escapista del cine, por mucho que este naciera en ferias itinerantes, no era consustancial al medio. De hecho, y con felices excepciones como El regador regado (L’arroseur arrosé, Louis Lumière, 1895) el interés original de los Lumière se plegaba a lo que pudiéramos considerar como documental primitivo: un mero registro de la realidad, cuyo vuelco en la pantalla bastaba por sí solo para despertar una impresión estética. En los primeros años posteriores a su invención oficial abundaron por consiguiente los reflejos dóciles de motivos sobradamente conocidos por el público, hasta que un mago se metió por medio. Georges Méliès estrenó Viaje a la luna (Le Voyage dans la Lune) en 1902, y no había nada en su seno que no desafiara las concepciones de los Lumière. El presupuesto de 10.000 francos, el énfasis en la fantasía, la puesta en escena como manipulación, el metraje empleado (14 minutos, mucho más extenso de lo que se habituaba en estos días): Méliès había convertido al cine en la atracción definitiva, y como tal ya existían otros agentes económicos que querían disputarse su control. Viaje a la luna se exportó a otros países fuera de Francia sin que Méliès pudiera lucrarse convenientemente a causa de una legislación inexistente sobre las patentes y la piratería derivada, y el cine —entendido como emisor de ficciones— se convirtió muy pronto en un asunto de atención internacional. Las vidas de santos que tanto afloraron al comienzo de su andadura dieron paso al péplum italiano, y la querencia por el relato condujo velozmente a la fijación de obras literarias como punto de partida.

En 1922, cuando el cine de D.W. Griffith ya parecía haber perfeccionado el componente novelístico, tuvo lugar el preestreno de Nosferatu (Nosferatu – Eine Symphonie des Grauens, F.W. Murnau) en el Jardín Zoológico de Berlín. La película de F.W. Murnau no solo venía precedida por el pícaro aprovechamiento de un best-seller como el Drácula de Bram Stoker —que, por muy “adaptación libre” que quisiera ser, había derivado en un largo litigio con la viuda del escritor—, sino también de una ostentosa campaña mediática a través de fotografías, reportajes sobre la producción o ensayos sobre vampirismo, finalmente culminada en un evento apodado Das Fest des Nosferatu al que los invitados podían acudir disfrazados. Con Nosferatu, y en menor medida con la posterior Metrópolis (Metropolis, 1927) de Frizt Lang y Thea von Harbou, se asistía tanto a la conversión del cine en un proyecto transmedia como a una sutil variación con respecto a los presupuestos iniciales de violentar al espectador. La variación esencial que conducía al cine de terror, y que no por casualidad fue el primer género en dar con una característica esencial del blockbuster contemporáneo como es el devenir franquiciable: apenas una década después de que Nosferatu asustara voluntariamente al público, Hollywood inventó el primer Universo Cinematográfico. En 1931 se estrenaron tanto Drácula (Dracula, Tod Browning) como, luego de un rodaje fulminante a costa de los excelentes números en taquilla, Frankenstein (James Whale, 1931). Cimientos del universo monstruoso de Universal Pictures, que abocarían a una larga sucesión de películas en la que se ensayaran casi todas las formas de explotación posibles, desde la mera secuela hasta el crossover (o monster rally).

Universal produjo estas películas a régimen estajanovista durante más de dos décadas, coincidiendo el agotamiento de la fórmula con el primer gran desafío que afrontaba el cine como principal expresión creativa del siglo. La televisión empezó a llegar a los hogares de EE.UU. a lo largo de la década de los 50, facilitando un disfrute más íntimo y barato de algunos de los supuestos atractivos del cine comercial, y abrazando habilidosamente la preeminencia del relato que lo había impulsado a la vez que intensificaba algunos ingredientes. El perderse en la historia, el disfrute de sus giros argumentales, el apego a sus protagonistas; todas eran nociones que las primeras series de televisión podían replicar o incluso expandir fácilmente, y el arraigo de este nuevo medio obligó a Hollywood a emplear nuevas estrategias. La más hábil fue, sin duda, la que más evidentemente se nutría de lo televisivo. Todo lo correspondiente al hype y a una floreciente cultura del spoiler, aunque Alfred Hitchcock prefiriera entonces achacarlo al visionado de Las diabólicas (Les diaboliques, 1955) de H.G. Clouzot, con su mensaje final pidiendo al espectador que no le reventase los giros a sus camaradas e invocando, así, un ámbito asociativo más estrecho. En cualquier caso, Psicosis (Psycho) vio la luz en 1960 envuelta en una revolucionaria campaña mediática, que iba desde rumores extendidos de que el director había sacado personalmente del mercado todas las copias de la novela original para preservar la sorpresa, hasta un hilarante tráiler donde no se mostraba un solo fotograma de la película, pasando por la petición expresa de que los cines no permitieran la entrada al público una vez hubiera empezado la proyección 3. El objetivo fundamental era convertir el visionado en cines de Psicosis en una experiencia imperdible, pero de paso fraguó nuevas formas de ritualización frente a la gran pantalla: a partir de ahora habría que llegar puntual y se precisaría una mayor planificación dentro de la agenda del individuo, pero resultaba incluso más importante la complicidad que de repente reclamaba el medio. Ahora este exigía un pacto de secreto, una deferencia para con otros posibles espectadores que derivaba en un placer más solitario, al tiempo que autocomplaciente. La película me hablaba a “mí”, el “nosotros” no era cosa mía.

Siendo la estrategia de Psicosis la más eficaz y prometedora —limitada, por lo demás, a la desopilante intuición vendehumos de su responsable—, habría que mencionar también otras de efectividad más puntual, que igualmente perseguían diferenciar al cine de la televisión subrayando su excepcionalidad. La saga de James Bond explotando el afán fetichista del público en cuanto al viaje, el sexo y otras posesiones materiales, así como el voluntarioso diálogo que 2001: una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) establecía con los vientos contraculturales de los 60, supondrían otros hallazgos destacados, pero que finalmente quedaban como notas al pie dentro de la burbuja productiva en la que Hollywood estaba incurriendo. El modelo Roadshow, que insistía desesperadamente en la pequeñez del televisor mediante películas que se proyectaban en establecimientos de tamaño proporcional a su metraje, terminó conduciendo a una crisis donde los estrenos fracasaban en taquilla no por necesariamente la indiferencia del público, sino por los excesos presupuestarios. El péplum y el musical —los géneros más socorridos para prolongar la duración a las cuatro horas— lo constataron a través de, respectivamente, Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963) y El extravagante doctor Dolittle (Doctor Dolittle, Richard Fleischer), y a finales de los 60 allanaron el camino del Nuevo Hollywood. Lugar tan dado a mitificaciones como el que más, que defendiendo la independencia, la autoría y el talento alejado de los despachos se configuraría en pocos años como verdadera cuna del blockbuster 4.

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Psicosis

III

A la hora de trazar una genealogía del concepto blockbuster, es habitual poner en cuestión la costumbre de fijar su nacimiento a mediados de los 70 cuando cine comercial destinado a arrasar ha existido siempre, e incluso a efectos de inflación se sugiere que Lo que el viento se llevó nunca ha dejado de ser la película más taquillera de la historia. Las dudas son legítimas, y ante ellas solo se puede esgrimir matices: si el blockbuster nace a mediados de los 70 se debe a que solo a mediados de los 70 el cine de gran presupuesto se empieza a comercializar como blockbuster. La comercialización, el modo de llegar un público multitudinario, ese es el punto clave, y antes del archiconocido caso de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1985) se puede remontar con propiedad a El padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972) por un detalle tan sencillo como la cantidad de salas que proyectaron la película. En 1972 los exhibidores pagaron anticipos a Paramount para aumentar el número de pantallas donde El padrino se estrenase simultáneamente, desafiando el sistema escalonado que hasta ahora había acogido este tipo de producciones, y que era propulsado en buena medida por el recibimiento de la crítica. Debido al coste de la publicidad televisiva, el plan de promoción de las grandes películas tendía a reducirse a la prensa y a las palabras elogiosas que pudiera albergar sobre ellas, de modo que una exhibición masiva, a juicio de las distribuidoras, pudiera implicar que el film de turno no tenía demasiada calidad.

El padrino desafió estos consensos con una proyección extendida a multitud de territorios que incrementó tanto las ganancias como los elogios de crítica y público, e inauguró una estrategia a la que Tiburón se plegaría, añadiendo otros elementos de su cosecha como el verano en tanto a marco temporal —el aire acondicionado sustituía a la Navidad como fecha idónea para grandes afloraciones de público— y un merchandising que recogía hallazgos previos. La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) no tuvo la valentía de Tiburón ni una cantidad similar de salas, pero pudo superar de todos modos su recaudación gracias a generar una aceptación social aún mayor y apuntalar ese merchandising cuya explotación se había asegurado George Lucas ante la perspectiva de un sonoro fracaso en taquilla. Con solo estos tres blockbustersEl padrino, Tiburón y la epopeya de Lucas— tendríamos acotadas las líneas maestras del nuevo modelo, pero tampoco estaría de más añadir la particular gestación de Superman (Superman: The Movie, Richard Donner, 1978): una superproducción que se nutría del legado de un personaje ya famoso previamente, y que merecía tanta confianza por parte de sus impulsores como para desarrollar al mismo tiempo el rodaje de una secuela. Que la espantada de Richard Donner impidiera la sucesión instantánea de éxitos —Superman II, dirigida por Richard Lester, llegó dos años después— no desmereció la temprana intuición de la industria a la hora de hallar nuevas explotaciones para un modelo tan obscenamente prometedor.

En otro orden de cosas, y sacando a El padrino de la ecuación, había algo que distinguía a Tiburón, Star Wars y Superman frente a fenómenos anteriores de Hollywood: cómo el proverbial afán escapista había llegado a constituir un entretenimiento esencialmente frívolo, de emociones fuertes y básicas no muy distintas a las primeras proyecciones en barracas de feria. Por medio de efectos especiales y narraciones cada vez más benévolas, se asistía a un nuevo cine de gran presupuesto cuyo destinatario ideal apuntaba a ser el ánimo adolescente, y que respondía a unas derivas sociales tan impactantes como las que había implicado el paso de los años 60 a los 70 en EE.UU. “Los años 70 conducirían a hordas de desencantados hacia un choque irremediable con el lado oscuro de la realidad”, escribe Fernanda Solórzano en Misterios de la sala oscura 5. “Los adolescentes de aquellos años conciliarían una vida adulta con nuevas maneras de preservar un estatus de pubertad mental. Entre ellas, el cine de evasión: violento, emotivo y catártico, recordaba a las psicoterapias que surgían entonces con el fin de liberar a sus pacientes de toda culpabilidad (…) La capacidad de generar catarsis sin exigir dolor harían de ‘Tiburón’ el manifiesto de una generación o, mejor dicho, de una sensibilidad: la adolescencia eterna, entronizada por Steven Spielberg”. El posible paternalismo de Solórzano queda refutado con un solo vistazo a cuáles fueron los éxitos que sucedieron a Star Wars: de Cazafantasmas (Ghostbusters, Ivan Reitman, 1984) a Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985), de Gremlins (Joe Dante, 1984) inaugurando la etiqueta PG-13 a E.T. el extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982) como terapia de Spielberg, que abrazaba una infantilización llevada al extremo cuando —en su reestreno por el 20 aniversario—, el mismo director quiso sustituir las pistolas que llevaban los policías por walkie-talkies.

¿Fue apartada la violencia del cine comercial? No necesariamente, pero sí lo hizo una codificación de la misma como algo perturbador, vencida por el afán lúdico en el que incluso caía el terror de la época a través del slasher. El cine, siguiendo el razonamiento de Solórzano, se había convertido en un analgésico carísimo que llegaba justo a tiempo para aliviar a una sociedad atormentada por la falta posmoderna de certezas, y dicho analgésico ni siquiera tenía por qué limitarse al blockbuster puro: también podía escuchar y confortar desde otros ángulos. Debemos regresar por un momento a los 70, década de Star Wars pero también de los Rockys. En 1976 Rocky (John G. Avildsen) arrebató el Oscar a Mejor película a Taxi Driver (Martin Scorsese), y aunque tampoco sea de recibo concebir a la Academia de Hollywood como un termómetro fiable, sí resulta evidente que una parte significativa del público prefería identificarse con Rocky antes que con Travis Bickle. Rocky, como hombre humilde, inculto, cariñoso y dispuesto a esforzarse todo lo posible por alcanzar su meta, parecía revolverse contra el sucio fatalismo de Robert De Niro en su acopio infatigable de esperanza, cuyo marco mísero registraba sucintamente el guion de Sylvester Stallone. Rocky podía inspirar porque era capaz de salir victorioso incluso en su derrota. Podía inspirar porque, bueno, todos éramos Rocky.

Un año antes se había estrenado The Rocky Horror Picture Show (Jim Sharman), con un rendimiento muy decepcionante en taquilla. No obstante, a alguien se le ocurrió poco después incluirla dentro de las proyecciones a medianoche del neoyorquino Teatro Waverly, y algo ocurrió. La gente empezó a gritarle a la pantalla, la gente empezó a reír, en algún momento inevitablemente la gente empezó a bailar. Las reposiciones de The Rocky Horror Picture Show supusieron una movilización social tan determinante como las colas ante la nueva entrega de Star Wars que daban la vuelta a la manzana, y en ellas fue estableciéndose un ritual a partir del cual la película se revelaba poco menos que una excusa para la recreación de los asistentes en un espacio seguro, rodeados de iguales, con un background semejante y unas ganas equitativas de hacer el tonto. La clave no radicaba únicamente en este disfrute tan inaudito —pero tan inevitable a costa del desarrollo del medio—, sino también en el carácter específico de la ficción que practicaba The Rocky Horror Picture Show. En ella se distinguía tanto un amasijo libérrimo de referentes pop —continuado de inmediato por Grease (Randal Kleiser, 1978) y su irónico sabotaje de la memoria escolar de los años 50— como la feroz apelación a una subjetividad líquida, alternativa, en constante cambio. El musical de Richard O’Brien, en definitiva, se convertía en estandarte LGBTIQ+ gracias a su desprejuiciado alegato por la autodeterminación personal y sentimental, atomizando al público desde un prisma identitario pocos años después de que Star Trek (Star Trek: The Motion Picture, Robert Wise, 1979) empezara a hacer lo propio desde la modulación de lo friki, y antes de que Star Wars institucionalizara esta última.

El blockbuster ha de definirse, ante todo, por las nociones de acontecimiento y reconocimiento, y por el modo en que ambas pueden relacionarse. Dicho binomio quedó firmemente establecido en la segunda mitad de los 70, y luego del fracaso de La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980) se constituyó como una vía única, sin alternativas que valieran más allá de alguna autoría disidente como pudieran ofrecer, en años sucesivos, la de Ridley Scott con Blade Runner (Ridley Scott, 1982) o la de Paul Verhoeven con Robocop (1987). Una vez acontecimiento y reconocimiento supieron a la perfección cómo confluir, el blockbuster alcanzó la sofisticación absoluta.

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The Rocky Horror Picture Show

IV

Ciñéndonos a la etiqueta de acontecimiento a la que por lo demás se ajustaban Tiburón y Star Wars inicialmente, sin que la experiencia que proponían necesitara bagaje de ningún tipo, el cine de gran presupuesto halló recursos tan valiosos como la regurgitación de imaginarios —a la que se acogía Star Wars con todo su compendio referencial, pero también la trilogía de Indiana Jones o la muy posterior Piratas del Caribe con respecto a una concepción anacrónica de la aventura— y, sobre todo, el exhibicionismo técnico, la promesa de espectáculos contundentes a partir del avance de los efectos especiales/digitales. Ambos recursos dominaron la década de los 90, y en lo tocante a la regurgitación cabe añadir ejemplos tan curiosos como Ghost (Jerry Zucker, 1990) o Prácticamente magia (Practical Magic, Griffin Dunne, 1998), cuya mezcla alocada de géneros —ambos combinaban comedia, thriller, fantasía y romance— parecía traducirse en una movilización global de la audiencia. Pero el gran protagonista de la década, qué duda cabe, es el CGI. Al abrigo de la técnica digital, y de su capacidad para maravillar y erigir la gran pantalla como lugar insustituible, es donde se divisan las manifestaciones más provectas del blockbuster, y a partir de la cual se acota la que fácilmente puede ser considerada su época de máximo esplendor, tanto creativo como social.

Terminator 2, el juicio final (T2 – Terminator 2: Judgment Day, James Cameron, 1991) es un título indispensable a la vez que otro ejemplo de infantilización del modelo, en este caso retroactiva: frente al título original fechado en los 80, que lanzaba un vistazo sombrío hacia el futuro, la secuela que volvía a dirigir James Cameron se llenaba de optimismo y añadía a la ecuación una trama paternofilial persiguiendo esa catarsis sin dolor que rastreaba Solórzano. Entretanto, Spielberg incorporaba a su inexpugnable vínculo con el público la ostentación CGI para convertir a Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993) en un nuevo hito de su carrera, y Toy Story (John Lasseter, 1995) conducía la fruición hacia la imagen por ordenador a su apoteosis a través de un largometraje íntegramente digital. El regreso del cine a una configuración determinada en exclusiva por el avance de la técnica no se saldó, como a principios de siglo, con un ensimismamiento que el público solo podía contentarse con admirar; bien al contrario, afianzó la comunicación con él, y a mediados de la década empezaron a darse fenómenos que ilustraban una comunicación tan fervientemente íntima que no aceptaba la intromisión de otros agentes. Independence Day (Roland Emmerich, 1996) vendida gracias a una cultura del acontecimiento plenamente operativa —pues combinó tanto la cita prefijada (ese 4 de julio designado por el título) como la seducción de la imagen que suscribía aquella Casa Blanca volando por los aires—, acompañó a Armageddon (Michael Bay, 1998) y al primer cine de Michael Bay a la hora de certificar un divorcio del público con respecto a la crítica especializada. De ahora en adelante, y agravándose la situación por culpa de Internet, la crítica no tendría nada que decir en la recepción de las películas por parte del público, pues la erótica de los efectos digitales las vendería al margen de lo que pudiera pontificar y erigirían a un sujeto discursivo autónomo, consciente de su poder como consumidor/opinador. Ya no hacían falta intermediarios y el cine se entregaba por sí mismo, como un regalo de mano en mano. En los 90, quizá en toda la historia del medio, nunca hubo regalo más espectacular que Titanic (James Cameron, 1997).

La película de James Cameron presumía tanto de técnica como de estudio meditado de targets camuflado en una narración de resonancias universales, y aún así puede ser percibido como “un ‘blockbuster’ atípico”, según cuenta Juan Sanguino en Generación Titanic 6. “No había ‘merchandising’, no había camisetas o juguetes, ni menús en el McDonalds que nos permitiesen alargar la experiencia. La única forma de continuar en contacto con ‘Titanic’ era volver a verla. Eso, o comprar la banda sonora. La mayor parte del planeta hizo las dos cosas”. Lo más destacado de su acogida en 1997 fue, en efecto y más allá de los premios o el récord de taquilla, la cantidad de tiempo que estuvo en salas gracias a los espectadores que volvían insistentemente a verla, ilustrando todo un movimiento social que situaba lo colectivo en un lugar privilegiado, por muchas subjetividades diferentes que albergara. El propio Cameron lo entendió bien: “Cuando la gente tiene una experiencia muy poderosa en el cine, quiere ir a compartirla. Quieren coger a su amigo y llevarlo, para que lo disfrute. Quieren ser la persona que les lleve la noticia de que es algo que merece la pena tener en su vida. Así es como ha funcionado ‘Titanic’”. Y aún así no se conformó con ello, queriendo replicar la jugada con Avatar (2009) algo más de una década después. A efectos prácticos está claro que lo logró —superó sus cifras en taquilla y confirmó el potencial seductor de los efectos digitales en un momento donde poco a poco se difuminaba—, pero la percepción general es que la popularidad de Titanic no llegó a ser superada, y nunca aspiró a marcar al público del modo en que lo hizo esta. Las suspicacias que levanta el macroproyecto de sus secuelas, en conjunto al esporádico debate sobre si Avatar tuvo una influencia real, asientan esta consideración, y refrendan a Titanic como el último gran blockbuster.

O, mejor dicho, como la última gran movilización. Los llantos compartidos, los memes germinantes —¿cabía DiCaprio en la tabla o no?— y la pasión incontenible venían a acusar un cambio de ciclo para Hollywood, cuando no una excepción dentro de un modo de consumir audiovisual que venía solidificándose desde mediados de los años 80. El arraigo del vídeo, representado por Top Gun (Tony Scott, 1986), se había aliado con la cultura friki a la hora de generar un imperativo exógeno a la experiencia en salas. Ahora, además de ver la película, había que poseerla, y para ello se podía optar bien por el ya asentado merchandising bien por la adquisición de VHS, que podían conducir fácilmente a un ansia coleccionable —con todo lo de solipsista que esto tiene— y, en un círculo vicioso, a la aparición de nuevos productos motivada por estas ganancias extra. La cercanía del espectador solitario frente al cine no dejaba de aumentar, en correspondencia a la inquietud de este por proyectarlo dentro de la ficción y redondear el flujo mercantil. John McClane en La jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988) fue, como Rocky antes que él, el individuo prototípico de su época, tan carismático y entrañablemente falible como hastiado frente a unos cambios que no entendía y buscaba corregir. El reconocimiento que tan a cuenta le salió a The Rocky Picture Show, por otra parte, fue un activo cada vez más valioso en la producción de crowd pleasures donde el gran presupuesto y los efectos visuales brillaban por su ausencia, estériles dentro de una comunicación franca que destacaba la excepcionalidad del espectador en torno a un abanico cada vez más amplio de desviaciones a la norma blanca/masculina/cishetero. Hay que destacar, en este sentido y en el contexto de los Estados Unidos multiculturales, la interesante trilogía que componen los éxitos de Hechizo de luna (Moonstruck, Norman Jewison), Mi gran boda griega (My Big Fat Greek Wedding, Joel Zwick) y The Farewell (Lulu Wang). Las dos primeras, en 1987 y 2002, abordaban un compromiso marital sometido a las particularidades de familias de ascendencia italiana y griega, mientras que The Farewell aludía al regreso a las raíces chinas a partir del exilio de un país que había perdido su hegemonía. El film de Lulu Wang llegaba en 2019 y lograba arrebatarle un récord a Vengadores: Endgame gracias al aforo completo de los tres únicos cines en los que se estrenó.

No obstante, y por muy llamativas que sean estas producciones, la idea básica de reconocimiento que ha vehiculado el mainstream ha sido indudablemente la que emana de la cultura friki, que fue por cierto la misma que, alineada con la condición de acontecimiento, espoleó el gigantesco éxito de Batman (Tim Burton) en 1989.

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Mi gran boda griega

V

Contrariamente a lo que apuntaba una recepción de este calibre, Batman no inauguró la era de los superhéroes, malbaratada por una combinación de explotaciones poco inspiradas —Hollywood se decantó por el pulp en lugar de por los héroes más famosos de Marvel y DC, arrojando reliquias encantadoras pero irrelevantes como Rocketeer (Joe Johnston, 1991) o El hombre enmascarado (The Phantom, Simon Wincer, 1996) — y un blockbuster con la vista puesta en otros alicientes. A punto de concluir la fiesta de los 90, sin embargo, el influjo de lo friki en la cultura pop cristalizó en el estreno de Star Wars: Episodio I- La amenaza fantasma (Star Wars. Episode I: The Phantom Menace, George Lucas, 1999), y con él también lo haría la puesta en valor de un espectador definido tanto por el entusiasmo como por la rabia. La amenaza fantasma, de pronto, se veía en la obligación de satisfacerle activamente, motivando un desencuentro dramático cuando esto no sucedió y el empeño de George Lucas por distanciarse de la trilogía original fue percibido como quijotesco (en el mejor de los casos) o como aislado del mundo (en el peor). El poder alcanzado por la inquisición friki conectó poco después con la consolidación de Internet como espacio relacional y la aparición del DVD —reforzando la piratería— a la hora de generar una industria indefensa a sus designios inextricables, donde convenía dar lo que se había acordado antes que sorprender con otra cosa.

La sumisión a esta inquisición friki también lo era a un conglomerado cultural capaz de competir con el cine a efectos de impacto comercial, como era el caso de los cómics y la literatura fantástica. Gracias a Blade (Stephen Norrington, 1998) o X-Men (Bryan Singer, 2000), en las vísperas del nuevo milenio, sí se pudo hablar en puridad de una fiebre superheroica, y gracias a Harry Potter y El señor de los anillos, también se pudo hacerlo en cuanto a la legitimación social y académica de aquellas fuentes que las habían alumbrado. Que El señor de los anillos: El retorno del rey (The Lord of the Rings: The Return of the King, Peter Jackson, 2003) replicara los 11 Oscars de Titanic apenas seis años después de la película de Cameron ilustraba lo rápidamente que la industria se había volcado con todo su peso en cultivar una buena relación con el espectador, ahora llamado fan, y cualquier desarrollo ulterior del blockbuster lo tuvo a él como brújula. Sin que eso implicara, claro, que el susodicho fan fuera la única medida en la articulación del cine comercial, pues este no quedó impune frente a los graves acontecimientos que sacudirían la primera década del siglo XXI. Manifestaciones tan puras e independientes del blockbuster como Misión Imposible 2 (Mission: Impossible 2, John Woo, 2000) y Los ángeles de Charlie (Charlie’s Angels, McG, 2000) de acción hiperbólica 7 amparada por los excesos de Michael Bay y la brecha crítica/público, quedaron de la noche a la mañana desfasadas por la conmoción de los atentados del 11 de septiembre, capaces de afectar al medio de formas ingentes. Mientras el cine de acción sin vínculos transmedia se volvía más sucio y “realista” —ahí está la saga de Jason Bourne o el renacimiento de James Bond espoleado por Daniel Craig y Casino Royale (Martin Campbell, 2006)—, en las franquicias fantásticas se estiló que las secuelas ganaran oscuridad paralelamente a agitar las directrices éticas de los protagonistas, proliferando antihéroes tan carismáticos como Jack Sparrow o tan miserables como el Ray Ferrier que Tom Cruise —recordemos, el Ethan Hunt que conocimos en los 90— encarnaba en La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005) de un Spielberg que había abandonado definitivamente el sentido de la maravilla. La crisis económica sobrevenida a partir de 2008 vino a acelerar la ingrata vejez de un blockbuster confuso, que quiso absorber primero las complejidades del presente a través de El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) —una superproducción paranoide donde cada elemento gritaba “11-S”, incluso a la hora de manufacturar un nuevo heroísmo— para acto seguido rendirse a ellas optando por fingir que no tenían nada que ver con él. La deriva nostálgica nace aquí: aunque se diera la primera muestra con Superman Returns (Bryan Singer) en 2006 —y el cine alejado de la órbita blockbuster se hubiera bañado en ella algo antes, con 2011 como año absolutamente desquiciado donde se dan cita The Artist (Michel Hazanavicius), La invención de Hugo, Super 8 (J.J. Abrams), Medianoche en París (Woody Allen) y War Horse (Steven Spielberg)—, fue avanzada la segunda década del siglo XXI cuando el expolio del pasado se alió con la siempre reaccionaria cultura friki a la hora de blindar el vínculo con un público de déficit de atención cada vez más pronunciado.

No sorprende, en ese sentido, que justo coincidiera con estos años la decadencia de Peter Jackson: el único fervor fan que había importado en sus propuestas era el suyo propio, y al conservarse como tal más allá de su trilogía de El señor de los anillos hubo de dar pie a espectáculos tan onanistas y ajenos a su época como King Kong (2005) —dependiente de una capacidad de asombro totalmente extinta— o la trilogía de El hobbit. Jackson no quiso ser ni nostálgico ni cínico, y de haber dirigido sus películas a partir de 2015 es posible que tampoco hubiera querido ser inclusivo. He aquí la última mutación del blockbuster del siglo XXI, luego de la legitimación friki y la angustia frente al presente como agravante de unos imaginarios agotados: las demandas de diversidad agilizadas por el MeToo, que se expanden al revisionismo y a la necesidad de apropiación de personajes. Las dos secuelas de Star Wars (El despertar de la Fuerza y Los últimos Jedi) sintetizarían estas tres mutaciones gracias a la habilidad de J.J. Abrams para gestionar el hype y al ingenio de Rian Johnson para subvertir iconos, pero quizá sea más elocuente lo ocurrido con Frozen (Chris Buck, Jennifer Lee). Nuevo renacimiento animado de Disney, la aventura de Elsa y Anna se mostró tan capaz de interpelar al público infantil como a un target más o menos similar al que acudía a las juergas de The Rocky Horror Picture Show, convirtiéndose en un estandarte del colectivo LGTBIQ+ a fuerza de ambigüedades (calculadas o no) y a una costumbre secular de apropiarse de la ficción.

Frozen no salía de la nada, por supuesto, sino que solo ejercía de triunfo definitorio para el estudio que mejor sabía lidiar con esto del revisionismo —gracias, sobre todo, al enfermizo detalle con el que Disney siempre había manejado su narrativa propia—, aunque sí que podemos considerarla como una parada imprescindible en la nueva estrategia que ha encontrado el cine de Hollywood para mantenerse relevante. Una que, pese a ocasionales imposturas o excesos retóricos, tampoco ha atentado en ningún momento con la codificación canónica del blockbuster, tal y como apunta Vicente Monroy en Contra la cinefilia [8. MONROY, Vicente. (2020): Contra la cinefilia, Clave Intelectual.]: “Las narraciones convencionales asimilan con facilidad estas demandas de cambio en su clásica visión del bien, el mal, el trabajo colaborativo, el sacrificio, la superación personal y el encuentro con uno mismo. Introducen este carácter representativo de manera unidireccional: el mundo de las películas escenifica redenciones simbólicas de las injusticias del nuestro”. Es cierto que esta nueva dinámica hollywoodiense ha alentado apasionadas invectivas de uno u otro signo político, pero no lo es menos que sus análisis, en llana consecuencia a la crispación de la esfera pública, nunca son capaces de zafarse de lo ideológico (o lo “contra-ideológico”). “Nunca se ha propiciado un cuestionamiento de las convenciones del medio cinematográfico, solo debates superficiales sobre la correcta representación de identidades y colectivos históricamente marginados, ideologías políticas o acciones emancipatorias”. En resumen, el blockbuster sigue recluido en un diálogo estrecho con el público mediado por los estudios de mercado, y la ambivalencia con la que se perciban estas nuevas dinámicas depende exclusivamente de nuestra afiliación a uno u otra tentativa de crear comunidad. Aunque sea conveniente destacar, por último, lo terrible y orgánicamente que Internet ha auspiciado movimientos amparados en el odio contra fenómenos como Star Wars, Capitana Marvel (Captain Marvel, Anna Boden, Ryan Fleck, 2019) o el reboot femenino de Cazafantasmas (Ghostbusters, 2016).

Sea cual sea nuestro posicionamiento frente a estas dinámicas inclusivo-revisionistas, lo que está claro es que suponen el marco más potente y ruidoso para que el cine vuelva a causar una mínima agitación social más allá del empuje económico. Una agitación que, por aparecer casi enteramente ligada a las redes sociales, está marcada por lo efímero, y que se articula como último acto de rebeldía frente a una audiencia global que ya no parece necesitar el blockbuster, contando con demasiadas elecciones propias y al gusto del consumidor como para volver a sentirse indefensa frente a una pantalla de cine que ya se lo ha dado todo.

blockbuster

Frozen

VI

En 1983, mucho antes de que existiera el streaming, Gilles Lipovetsky escribió: “Actualmente la televisión por cable ofrece en algunos lugares de EE.UU. la posibilidad de elegir entre ochenta cadenas especializadas. El modelo del autoservicio, la existencia a la carta, designa el modelo general de la vida en las sociedades contemporáneas, que ven proliferar de forma vertiginosa las fuentes de información y la gama de productos disponible”. En sus ensayos recogidos bajo el título La era del vacío, este filósofo francés se refería como “proceso de personalización” 8  a la dinámica fundamental que a su juicio se daba en la sociedad posmoderna. “El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas ha sido pulverizado mientras el proceso de personalización promueve y encarna un valor fundamental: el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva, a la personalidad incomparable sean cuales sean las nuevas formas de control y homogeneización”. Y sigue: “Por supuesto el derecho a ser íntegramente uno mismo, a disfrutar al máximo de la vida, es inseparable de una sociedad que erige al individuo libre como valor cardinal, y no es más que la manifestación última de la ideología individualista”.

Netflix, la guerra del streaming derivada, es un enemigo para el cine tradicional del mismo modo que lo supuso la televisión en los años 50, pero un enemigo que ha nacido imbricado en las evoluciones propias del medio. Dicho de otro modo, ya no hay un pantagruélico modelo Roadshow para combatir la comodidad del hogar: el cine se convirtió en un servicio a la carta más o menos al mismo tiempo que nacía el Video On Demand, y si tan difícil parece luchar contra la influencia de todas estas plataformas se debe a que las particularidades que puede intensificar el blockbuster son cada vez más anecdóticas —en los últimos años han proliferado los crossovers industriales, con Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) o la secuela de Space Jam a la cabeza desencadenado velozmente el escepticismo—, y todas están ya presentes de uno u otro modo en entretenimientos alternativos. El usuario que dispone a placer de aquello que quiere ver y con lo que va a interactuar es el mismo que elige de qué sagas hacerse fan, con quién sentirse representado y sobre qué elemento del film que no le haya gustado montar un Change.org. Es un usuario curtido, protestón, gamer, con una afinidad absoluta hacia la naturaleza del streaming, que en los últimos años ha adquirido un poder tal como para acabarse convirtiendo en prosumidor. Puede que la primera pista la encontráramos en La amenaza fantasma, cuando los clamores fan condujeron de una película a otra a la desaparición de Jar Jar Binks y los midiclorianos: si es así sería bonito, porque una una nueva muestra de este poder la encontramos en Star Wars: El ascenso de Skywalker (Star Wars: The Rise of Skywalker, J.J. Abrams, 2019) concebida como una rectificación de rumbo tras las controversias de Star Wars: Los últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, Rian Johnson, 2017) que van desde lo puramente narrativo —el parentesco de Rey (Daisy Ridley)— hasta la cobardía más lacerante —la eliminación del personaje de Rose (Kelly Marie Tran)— para desembocar en una ficción insostenible, ahogada por las inercias industriales.

Otra posible gran manifestación sería el rediseño de la criatura de Sonic, la película (Sonic the Hedgehog, Jeff Fowler, 2020) luego de las quejas internautas, confirmando al espectador contemporáneo como una figura despiadada para la que el blockbuster de turno ha de cumplir una serie de requisitos insoslayables: un espectador cuyo poder emana, cómo no, de las redes sociales. En ellas tienen lugar las guerras culturales, en ellas se destripan tráilers, en ellas se promueven los boicots misóginos y los review bombings, en ellas todos tienen la necesidad de expresarse pero no de comunicarse. En las redes sociales se implanta, en definitiva, un ambiente poroso e inestable donde solo importa la voluntad individual, cómoda en una histeria sistémica que ni siquiera tiene por qué plegarse al modelo de evasión tradicional pues en ocasiones —como ejemplifica Joker en 2019— también sirve un simulacro de cine alternativo que sepa pulsar las adecuadas teclas inconexas, nutriéndose de este caos. El espectador contemporáneo dicta el ritmo de Hollywood del mismo modo que elige serie en Netflix, pero no es un espectador libre —del mismo modo que el individuo de Lipovetsky nunca podría serlo, inmerso en el capitalismo tardío—, sino que está mediado por cribas que ha aceptado como extensiones de su voluntad inapelable. En Netflix tiene el algoritmo, en el blockbuster actual tiene una zona de confort de la que escapar no resulta rentable para nadie. Sea la ambiciosa Dune (2021) de Denis Villeneuve retomando unos imaginarios agotados para invocar una grandeza reconocible y adaptada a ritmos de consumo —no deja de ser, a fin de cuentas, un episodio piloto cuya máxima preocupación es que sigamos conectados—, sea Matrix Resurrections (Lana Wachowski, 2021) como broma sobre el estado de las cosas escasamente emancipadora. Porque a las bromas, dentro de los márgenes del Hollywood actual, no les queda otra que ser cómplices.

Sorprenderá, llegados a este punto del ensayo, lo poco que se ha hablado del Universo Cinematográfico de Marvel. Lo cierto es que si la maquinaria de Kevin Feige atesora un estado de salud tan envidiable, y tras más de diez años de estrenos ininterrumpidos su fórmula no acusa hastío alguno, se debe a que ninguna otra franquicia audiovisual ha sabido leer así de atinadamente el espíritu de su tiempo. Iron Man (Jon Favreau, 2008) se estrenó el mismo año que El caballero oscuro y retuvo algunos de sus detalles más superficiales —como eran la trascendencia controlada o la caracterización alejada del heroísmo tradicional—, para a medida que se desarrollaba el UCM ir cultivando una amigable relación con el fandom al tiempo que, inspirándose en los cómics, practicaban la homogeneidad visual y un ánimo seriado, de continuo cliffhanger hacia algo más grande que congeniaba con la acumulación de edades de oro de las series de televisión. Descartando por el camino visiones que dificultaran esta armonía —caso de Joss Whedon, Edgar Wright o Shane Black—, el plan de Marvel Studios alcanzó el término de la Fase 3 sin problema alguno, dando en Vengadores: Endgame (Anthony Russo, Joe Russo, 2019) con el blockbuster más importante del siglo XXI. No por la taquilla, no por lo rompedor de que un proyecto tan descabellado hubiera llegado a buen puerto, sino por los aplausos que citábamos al inicio y lo que simbolizaban. La trama de Endgame contemplaba una revisión de películas anteriores del UCM y lo hacía porque era una celebración antes que una ficción. La película y el fenómeno fan se hacían uno, ya no se podía distinguir cuál era cuál, y eso nos conduce a un escenario más peliagudo de lo que parece. Porque, siguiendo esta lógica según la cual el film de los hermanos Russo carece de un corpus narrativo como tal (solo existe en la medida que el público dictamina que existe), pierde pie la teoría que manejábamos previamente de los aplausos a Endgame como aplausos al cine, aplausos maravillosamente colectivos y puros, que viven el momento. Porque, siguiendo esta lógica, los fans no aplauden a otra cosa que a sí mismos. Celebran su mismidad.

Asumiendo esto, quizá sea un poco menos doloroso pensar que, pocos meses después del éxito de Vengadores: Endgame, llegara el coronavirus y el aislamiento se materializara del todo, con millones de subjetividades individuales confinadas alrededor del mundo seleccionando qué ver, cuándo verlo, y cómo relacionarse con ello. El camino seguido hasta aquí, en paralelo a un seguimiento casual de cómo han evolucionado las cosas en Hollywood durante los últimos dos años —acaparando los focos tanto el vuelco al streaming como la desesperada necesidad de exportación china—, nos lleva a una única conclusión: el blockbuster tal y como lo conocíamos ha muerto, y lo ha enterrado Marvel Studios. Con grandeza y toda la solemnidad pertinente, sin duda —nunca volveremos a experimentar algo como Vengadores: Endgame—, pero también con una pizca de recochineo, que ha alcanzado estatus de farsa efectiva con el único éxito en taquilla sucedido desde entonces que equipara las cifras a tiempos prepandémicos. Si Endgame construía sobre el entusiasmo propio y ajeno hacia fases arquitectónicas, como una cúspide, Spider-Man: No Way Home ni siquiera tiene que remitirse a esta narrativa asentada: le basta con cumplir punto por punto las exigencias que los fans hayan ido depositando en reddit o Twitter. Con reducir los intermediarios al mínimo, y construir un entretenimiento a la carta donde se confunden acontecimiento y reconocimiento en la mezcla más autómata posible. Los aullidos de placer de Endgame se han repetido con Spider-Man: No Way Home (Jon Watts, 2021). Como no podía ser de otro modo.

Y Marvel no ha logrado todo esto sin coartadas, pues también sabe que la autoconsciencia es una herramienta de oro para legitimar actitudes o generar literatura. Entre las series con las que ha transitado Disney+ hasta ahora se encuentran Bruja Escarlatay Visión (Jac Schaeffer, 2021) y Loki (Michael Waldron, 2021). La primera de ellas reflexiona con algo parecido a la madurez sobre cómo las ficciones se convierten en lugares seguros a partir de un homenaje a las series clásicas donde el cine no tiene cabida. La segunda nos coloca a un villano en busca de redención que descubre que la clave de esta se halla no en darse a los demás, sino en amarse más a sí mismo con toda la literalidad posible. A esto nos referíamos, básicamente, con que nadie como Kevin Feige ha sabido leer el espíritu de nuestro tiempo.

  1. SVENONIUS, Ian (2017): Te están robando el alma, Blackie Books.
  2. CORONA, Alberto. (2020): La otra Disney. Volumen 1, Applehead Team.
  3. PAREDES, Andrés R. (2021): Yo soy Norman Bates, Applehead Team.
  4. BISKIND, Peter. (1998): Moteros tranquilos, toros salvajes, Anagrama.
  5. SOLÓRZANO, Fernanda. (2017): Misterios de la sala oscura, Penguin Random House.
  6. SANGUINO, Juan. (2017): Generación Titanic, Dolmen Editoria
  7. PARIS, Yago. (2021): De la imagen-espectáculo a la imagen-discurso, El antepenúltimo mohicano. Disponible en https://www.elantepenultimomohicano.com/2021/03/especial-siglo-xxi-de-la-imagen.html.
  8. LIPOVETSKY, Gilles. (1983): La era del vacío, Anagrama.
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