El blues de Beale Street
Y el mundo sigue Por Ignacio Pablo Rico
«Y finalmente salgo a la mañana y cierro la puerta detrás de mí. Cruzo la carretera y dejo las llaves dentro del buzón de la anciana. Y miro a la carretera, donde hay unas cuantas personas, hombres y mujeres, esperando el autobús matinal. Parecen muy vívidos bajo el cielo del amanecer, y el horizonte más allá de ellos está comenzando a arder. Cargo la mañana sobre mis hombros con el espantoso peso de la esperanza, y cojo el sobre azul que me envió Jacques y lo rompo en pedazos, observando cómo danzan en el viento, contemplando cómo el viento se los lleva. Sin embargo, cuando me vuelvo y comienzo a caminar hacia la gente que espera, el aire hace volar algunos de esos fragmentos hacia mí» . Con estas hermosas palabras concluye La habitación de Giovanni (Giovanni’s Room, 1956), tercera novela de James Baldwin, que bien pueden darnos una pista sobre el tema fundamental —más allá de cómo la raza, el género y la sexualidad configuran nuestras identidades individuales y colectivas— de la narrativa del escritor y activista afroamericano: la belleza esencial del mundo. En la infravalorada El blues de Beale Street (If Beale Street Could Talk, 1974), que ahora adapta el director Barry Jenkins, esta mirada sobre una belleza que sigue latiendo en las cosas pase lo que pase, impasible ante nuestra alegría y sufrimiento, se manifiesta con más vigor que nunca. En coherencia con su trayectoria previa, es fácil entender que el cineasta responsable de Medicine for Melancholy (ídem, 2008) y Moonlight (ídem, 2016) haya sentido interés por la preciosa obra de Baldwin. En sus otros largometrajes, los personajes intentaban determinar quiénes eran más allá de sus condicionantes raciales, sexuales o de clase, para a la postre asumir que, a la hora de definirnos, la naturaleza propia resulta tan relevante como lo que aquellos que nos aman o nos odian puedan decir sobre nosotros. Ahí es donde el realizador halla los cimientos de su visión de la experiencia afroamericana: el descubrimiento de uno gracias al deseo, a la violencia o a la desconfianza de los otros desvela nuestra verdad interior en su más absoluta desnudez.
La película de Jenkins, ubicada en un Harlem tan ensoñado como el de la novela —invocado por la heroína y narradora Tish (KiKi Layne), y mérito visual del director de fotografía James Laxton— , cobra vida en los espacios que separan a las personas, en las realidades intangibles que se trenzan y se deshacen, poco a poco o de golpe, entre ellas. La cámara, como las palabras que escribió Baldwin, flota entre las miradas de la protagonista y Fonny (Stephan James), entre el hueco ínfimo que dejan las bocas jadeantes de los amantes, entre los cuerpos y los espacios que habitan, y donde se aman, se gritan, se comparten. La madre, Sharon (Regina King), que emerge de las sombras para secar el sudor de la frente de su hija, quien acaba de despertar de una amenazante pesadilla. El cristal sucio a través del cual se ven obligados a comunicarse, en significativo plano contraplano, Tish y Fonny; pero también ese otro cristal de un restaurante español tras el que la pareja se refugia de las incertidumbres del mundo exterior. La epopeya masculina de un modelo de hombre a otro: Joseph (Colman Domingo), el padre que cruza el plano hasta Tish para abrazarla y arroparla mientras ella sufre los dolores del embarazo. Dos tipos sombríos —de nuevo Joseph, acompañado de Frank (Michael Beach)— que al fondo del plano, aislados del resto del universo por la barra de un bar, discuten el futuro de sus hijos. Y sin embargo, El blues de Beale Street tiene algo de artificioso e impostado que impide que su belleza fluya con convicción, que florezca más allá de estos destellos ocasionales. La plenitud de recursos cinematográficos de Jenkins —el uso del desenfoque o la comprensión de la profundidad de campo resultan notables— no impide que el conjunto fracase a grandes rasgos. Los tramos sugerentes se dan de bruces con escenas y secuencias completamente anecdóticas —el encuentro con Levy (Dave Franco) o el viaje de Sharon a Puerto Rico—, y en sus aspectos dramatúrgicos más elementales, los gestos y diálogos concebidos por Baldwin resuenan con un deje postizo en la pantalla. Como si la voz ensimismada de Tish en el material original no alcanzara un discurrir natural cuando Jenkins intenta traducirla —porque la de él, para bien y para mal, es una labor de traducción— en imágenes. Hay un fragmento de diálogo, dentro de una escena más larga, que condensa las fortalezas y debilidades de El blues de Beale Street: la confesión de Daniel Carty (Brian Tyree Henry) acerca de su estancia en prisión. Son varios minutos, fotográficamente tenebrosos, donde la cámara se desplaza de Fonny a Daniel —cuyo angustiado rictus apenas atisbamos—, pero al terminar el relato de este último no realiza el camino de vuelta, aludiendo a lo intransferible de la experiencia transformadora que ha ejercido la cárcel sobre él —esa misma incapacidad de comunicar el horror que, en los últimos planos del filme, nos llevará a entender que se ha esfumado la magia que unía a Fonny y Tish—. Un clima de paranoia, íntima y oscura, se cierne sobre ambos amigos, y de pronto tenemos la sensación de que Jenkins ha sido sustituido por Jordan Peele: lo que somos capaces de vislumbrar es apenas la vaguedad de un sentimiento, desplegado en un pesado borbotón de palabras. La complejidad audiovisual de este instante se disuelve, por un lado, en una ejecución plúmbea del monólogo y, por el otro, en esa apelación a la paranoia irreflexiva que, desde hace unos años, parece primordial en cualquier narrativa americana sobre problemas raciales que pretenda ser tomada en serio.