El caballo de Turín

Sobreviviendo a Nietzsche Por Samuel Sebastian

En el futuro, miraremos al pasado. No con una finalidad escapista, para huir de la realidad presente, sino como un auténtico modo de vida. Volveremos a reproducir comportamientos propios de unos siglos atrás y nuestra vida tal vez no se diferencie mucho de la infancia de nuestros padres, abuelos o bisabuelos. Una vez desvanecido el sueño de la comodidad tecnológica, el ser humano habrá de subsistir en un estado primitivo en el que la supervivencia estará por encima de cualquier otra consideración como la evolución, la creación artística, la curiosidad científica o la filosofía. Sin lugar a dudas, habrá un grupo de privilegiados que disfrutarán de una vida cómoda, con todo tipo de lujos y sin sufrir ninguna de las penalidades. Pero nadie les verá, ni sabrá quiénes son y nunca tendrán el miedo a perder lo que tienen, porque nadie se lo reclamará, a pesar de que durante toda su vida hayan vivido del robo y del aprovechamiento del trabajo de los demás. Y no estamos hablando de un futuro metafórico sino de un cruel presente.

Por esa razón, El caballo de Turín no es una película solo sobre el pasado sino también sobre el futuro. Mira a la humanidad incidiendo en los males que la han asolado: la incomunicación, el egoísmo, el patriarcado y la alienación, entre otros, y los plantea como la raíz de una futura alienación total que la alejará de algunas de las características que, hasta ahora, nos eran consustanciales: la sensibilidad, la comunicación, la idea de trascendencia.

Todo ello construido a partir de la conocida anécdota del caballo de Nietzsche, que se explica al principio de la película sobre fondo negro: En 1889, en Turín, el filósofo Friedrich Nietzsche se encontró con una persona que estaba azotando violentamente a un caballo. Nietzsche se separó de la multitud que observaba la escena y se abrazó al caballo con el fin de que su dueño dejara de azotarlo. El dueño así lo hizo y se marchó. Nietzsche, por su parte, sumido en la demencia, ya no habló en los restantes diez años de su vida. La película narra la vida del amo del caballo y su hija en una pequeña casa de campo aislada de la civilización y azotada (igual que el mismo amo azota el caballo) por un viento inclemente. Entre el hombre y su hija apenas hay comunicación. La vaciedad de su vida causa escalofríos y llegas a pensar que pueden pasar días enteros sin que intercambien una sola palabra. Comparten todos los días la misma comida, una patata hervida, y su vida se reduce a realizar las mínimas tareas para su supervivencia, algo que incluso puede llegar a resultar una tarea de proporciones titánicas como buscar agua y alimentos o transportar mercancías. Tan duras son las tareas domésticas en aquel ambiente desolado y hostil,  que no merece la pena realizar ningún otro esfuerzo. Únicamente, en algún momento, la protagonista lee con dificultad algún pasaje de la Biblia y la cita religiosa no es baladí, ya que la película transcurre en seis días, los mismos que tardó el dios cristiano en crear todas las cosas existentes, con la diferencia de que al final, en la película de Tarr, vemos un mundo sumido en la oscuridad y las tinieblas en lugar de ver el jardín del Edén que nació como resultado de la creación divina.

El caballo de Turín

El otro tema al cual se enfrenta Tarr en la última obra de su carrera, según él ya no hará ninguna película más, es el qué y el cómo cinematográficos, es decir, la pura esencia del cine. Descartado desde casi el inicio de sus obras el modo de representación convencional, el director húngaro trata de llegar a la esencia formal del relato cinematográfico: el qué. ¿Cuál es el motivo mínimo del relato? ¿Un hombre y una mujer aislados en una cabaña repitiendo resignadamente las mismas acciones día tras día? El planteamiento recuerda a otra película que reflejaba con crudeza la alineación humana, La libertad (2001) de Lisandro Alonso, en la que un leñador se dedicaba exclusivamente a talar árboles y escuchar la radio en sus momentos de descanso. A partir del título obteníamos una de las pistas sobre los que se narraba entre líneas: la falsa sensación de dominio de los propios actos del protagonista que, más bien al contrario, se encontraba compelido a realizar día tras día las mismas actividades sin que tuviera ningún poder real sobre su propia vida, al contrario, esta se encontraba dominada por otras personas que ordenaban su trabajo, sus decisiones, su salario, etcétera. En El caballo de Turín sucede algo parecido. Tarr plantea el mínimo relato cinematográfico a partir de la vida cotidiana de los dos protagonistas y el caballo, que es el objeto de la callada frustración del hombre. Al repetir una vez tras otra los mismos comportamientos sin que en ningún momento los protagonistas muestren hastío o intenten escapar de la monótona vida que llevan, Béla Tarr muestra cómo no tienen ninguna posibilidad de elección sobre sus propias vidas, al contrario, se someten con religiosa resignación a su status quo. Asumen que su vida es así y no la conciben de otra manera. Este es el relato que escoge el director húngaro para su película y lo lleva a cabo sin ninguna concesión hacia el espectador ni, por supuesto, hacia sus protagonistas: en esta situación no existe escapatoria posible ni recompensa por el sacrificio ni mucho menos redención.

En cuanto al cómo, Tarr desarrolla una estética que ha estado presente en casi todas sus películas y que alcanzó sus más altas cotas de hipnotismo visual con Las armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000), Almanaque de otoño (Őszi almanach, 1985) y, sobre todo, con la que es su gran obra maestra, Sátántangó (1994). Sus planos secuencia en un áspero blanco y negro refuerzan la crudeza de la historia y la relación de cada uno de los planos con el siguiente se hace de manera minuciosa, elaborada y precisa. Además, la puesta en escena es majestuosa, su profundidad hace aumentar esta dimensión hipnótica de la que, una vez dentro, resulta difícil sustraerse.  Y aquí reside la gran diferencia entre este film, o muchos otros de Angelopoulos por ejemplo, y otros directores que han banalizado el uso del plano secuencia: un plano secuencia es la captura de un momento concreto del tiempo, el acercamiento del tiempo de la ficción al de la realidad y su uso no puede ser en vano, al contrario, debe existir una intencionalidad en ese plano secuencia, una complejidad interna y una estructura narrativa de la que participen todos los elementos en juego dentro del plano. Algo al alcance de muy pocos directores.

El caballo de Turín

Porque esto no es algún tipo de cataclismo que cae sobre los humanos. Por el contrario se trata del propio juicio del hombre, su propio juicio en sí mismo con, por supuesto, la ayuda de Dios, o me atrevo a decir: con Dios formando parte o con lo que sea que ha tomado parte de la más espantosa creación que puedas imaginar. Porque, como verás, el mundo ha sido degradado. Así que no importa lo que diga porque todo ha sido degradado por lo que han adquirido. Y como lo han conseguido de una forma deshonesta y artera, lo han degradado todo. Porque sea lo que sea que toquen, y ellos lo tocan todo, ellos lo han degradado. Este es el camino hasta la victoria final. Hasta el triunfante fin. Adquirir, degradar. Degradar, adquirir. O de forma diferente si quieres: Tocar, degradar y así adquirir, o tocando, adquiriendo y entonces degradando. Ha sido así durante siglos. Sigue y sigue y sigue…, dice en un monólogo un personaje que llega a la casa buscando algo de bebida. ¿Nietzsche? Tal vez. El visitante es el único de los personajes que muestra una cierta lucidez con sus palabras. A partir de la destrucción de un pueblo cercano por culpa del viento, hace un análisis de las relaciones entre los poderosos y los oprimidos, advirtiendo a sus anfitriones de que deben dejar la vida que llevan, abandonar su resignada vida monótona y liberarse de la opresión invisible a la que están siendo sometidos. El dueño del caballo, sin embargo, le despacha de manera contundente: ¡Vamos! ¡Eso no son más que tonterías!, y apremia al visitante para que se marche.

En su (tal vez) testamento cinematográfico, Tarr ofrece una lúcida y pesimista visión de la existencia humana. La historia que narra El caballo de Turín es la de tantas y tantas personas del pasado y del futuro, no importa si viven en una cabaña perdida en los Alpes o en la City de Londres, no importa si son agricultores, oficinistas, políticos o mecánicos, lo que nos muestra Tarr es que la historia de los seres carentes de expectativas y de sensibilidad por la vida es eterna y cada vez parece más incrustada en la esencia del ser humano.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Octavio Zuñiga dice:

    Muchas gracias por su maravilloso análisis de esta película, muchos interrogantes me quedaron resueltos y, excuse si estoy equivocado, pero me remitió a la obra de Franz Kafka o de Albert Camus. Este tipo de cine no es fácil de asimilar, nos puede llevar a una interpretación nihilista de la realidad y es como adentrarnos en una situación de no futuro.
    Tanto el cine de Bela Tarr como el cine de Emir Kustirica y de Angelopoulos, causa mucha desazón.

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