El cabo del miedo
El gesto de Caín Por Pablo Sánchez Blasco
Que sí, que es cierto que El cabo del miedo de Martin Scorsese tuvo su origen en un intercambio, no tanto de proyectos como de propósitos , entre dos directores tan diferentes a primera vista como Steven Spielberg y Martin Scorsese. Por aquella curiosa inversión de guiones, el primero se hizo con el best-seller de Thomas Keneally sobre el filántropo alemán Oskar Schindler. Y el segundo acometió el remake de un film de suspense con el que podía prolongar sus labores de reescritura moderna del clasicismo.
El cabo del miedo ofrecía a Scorsese, en definitiva, la posibilidad de jugar, de experimentar con sus imágenes bajo la misma estrategia de explotación, transgresión y hasta violación del lenguaje clásico que había comenzado con Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990). Porque una película como la presente poco tiene que ver con una secuela tan respetuosa como fue El color del dinero (The Color of Money, 1986) –cómo ser irrespetuoso con Robert Rossen, por otra parte–, y mucho, en cambio, con esa revisión alegórica del género negro que será Shutter Island (2010). Su nuevo objetivo consistiría en hacer cine dentro del cine, en hacer imágenes dentro de otras imágenes que se miran entre sí. Según comienza la película, un tatuaje sobre la espalda de Max Cady (Robert de Niro) ya nos indica que no va a tratarse tanto de reescribir la eficiencia de J. Lee Thompson como de merodear por los terrenos de La noche del cazador (The Night of theHunter, 1955), de la que rescata su fuerte simbología cristiana, su atmósfera onírica, la violencia de su puesta en escena y sus perversiones del cuento clásico.
Mientras Spielberg se dedicaba a recrear el reportaje bélico en blanco y negro, Martin Scorsese tomaba a Thompson para llegar hasta Laughton y preguntarse qué ocurriría si ambos confluían con Alfred Hitchcock. Y no necesariamente el Hitchcock elegante que revivió en su cortometraje La clave Reserva (The Key to Reserva, 2007), sino el Hitchcock tenebroso que comienza a desatarse en Psicosis (Psycho, 1960) y alcanza la psicopatía en Frenesí (Frenzy, 1972). El cabo del miedo constituía, por lo tanto, un experimento sobre las consecuencias de subvertir los límites del relato clásico hasta la más pura bizarría; de darle la vuelta al plano, a veces literalmente, y hacer de lo implícito de la imagen, lo explícito; y de lo explícito, lo más explícito aún.
En ese sentido, el puente más interesante que establece la película no es el camino directo que le conduce a Psicosis, como en la escena de sexo con un voyeur o el asesinato de Cady travestido de criada. Si hablamos de contenido implícito, hay que mirar sin duda hacia Los pájaros (The Birds, 1963) como inspiración en la sombra de este thriller, en el que el núcleo familiar es acosado por una amenaza externa que, curiosamente, encarna los impulsos reprimidos y negados por sus protagonistas. Como ha explicado, entre otros, Slavoj Zizek, la fuerza prerracional de los pájaros surgía en el film de las tensiones edípicas discutidas por la llegada a la isla de Melanie Daniels; la bandada perseguía insistentemente a la chica con el propósito de expulsarla de su territorio y recuperar así el orden canónico de sus relaciones.
De igual manera, la aparición de Max Cady en El cabo del miedo se relaciona con el despertar sexual de la hija adolecente (Juliette Lewis), a la que tienta sobre un decorado de cuento infantil, como un lobo contemporáneo que reparte novelas de Henry Miller. Max Cady funciona como un reactivo para los impulsos sexuales que laten ocultos en el seno de ese hogar inestable. La esposa, Leigh (Jessica Lange), distingue a Cady por primera vez tras pintarse los labios en un primerísimo plano marca Scorsese; al final de la escena, la mujer correrá avergonzada a despintárselos como si hubiera una causa-efecto directa entre ambas acciones. En cuanto a Sam (Nick Nolte), el marido, Cady localiza su atracción sexual hacia una compañera y luego la viola y golpea brutalmente, llevando a cabo sus fantasías de una manera depravada. En ambos casos, por lo tanto, el delincuente viene a ejecutar unos deseos que ya se agitaban, a punto de saltar, en el interior de los personajes.
La irracionalidad que distinguía al ataque de los pájaros encuentra en El cabo del miedo una causa justificada: Cady pretende vengarse de su antiguo abogado por haber ocultado unas pruebas durante su juicio. Pero la persistencia de este acoso y los límites a los que lo lleva –por ejemplo, su viaje atado a los bajos del coche– le descontextualizan como una fuerza igual de simbólica que aquella bandada de aves incontrolables. Su ataque indiscriminado contra la familia nos guía, en consecuencia, a los terrenos análogos de El diablo sobre ruedas (Duel, 1971) y, sobre todo, Tiburón (Jaws, 1975), dos obras del primer Spielberg que lindan con Scorsese a través del nexo común con Hitchcock. Dos obras que, de forma indiscutible, justifican el interés del cineasta por un guion que luego calificaría como “demasiado violento”.
Y es que, en principio, el concepto narrativo de las cuatro películas resulta muy semejante, y sus amenazas también rehúyen una explicación racional del fenómeno. Pero la gran diferencia que media entre ellas se debe a su distinta valoración de la categoría familia. En Tiburón –con la que El cabo del miedo comparte la raíz psicológica y hasta imaginaria del acoso y su desenlace a bordo de un barco–, el peligro exterior se choca contra la solidez del hogar de Brody, que resiste los envites del escualo y sale airoso y reforzado del conflicto. Steven Spielberg, para quien la familia mantiene su perfección incluso ante un ataque extraterrestre, no podría haber dirigido un relato en el que la culpabilidad y el pecado se extienden por todos los nervios de la estructura social. Obviamente, entre el sheriff Brody y un tiburón blanco no existe ninguna confusión moral. Quizás pueda haberla entre los intereses de Melanie Daniels y Lydia Brenner en el film de Hitchcock. Pero, sin duda alguna, esa contradicción aumenta en la obra de Scorsese, donde ambos personajes, Cady y el abogado, se simbolizan –explícitamente o no– en la misma figura de Job, el hombre que fue puesto a prueba por el diablo para confirmar su fe.
Entonces toca preguntarse con cuál de los dos personajes está situado dios. Porque, curiosamente, el hombre culpabilizado por la sociedad se siente inocente de su culpa, mientras el hombre inocente y respetado se siente culpable, manchado y señalado para cumplir un castigo inminente de ese mismo dios. Al igual que otros personajes prototípicos de Scorsese, Bowden ha prescindido de la religión en su comportamiento, pero vive angustiado por las posibles consecuencias que le ha prometido su educación de creyente.
En la filmografía del cineasta neoyorquino, el hombre actual es víctima de una angustia doble y persistente: la de una fe que no puede profesar y la de un castigo divino que se cierne sobre su cabeza, ya sea en forma de tiburones, de pájaros, de camioneros o de sociópatas con ansias de venganza. Por ello, el retrato de Max Cady se asienta sobre dos rasgos básicos. Como violador condenado, Cady encarna una sexualidad latente y furiosa que amenaza con estallar; su mechero de formas femeninas pronto nos indica ese lado de su psicología. Pero como creyente y como hombre del sur, Cady también representa la ira de ese dios que imparte su propia justicia fuera de los tribunales. Cady es el personaje más cercano a la religión, a un modelo de vida primitivo, y, por lo tanto, el más alejado de la vida urbana, descreída y liberal que defienden los Bowden –por ejemplo, Sam ve con buenos ojos que su hija fume marihuana, como hizo él cuando era joven–. Este choque de culturas desvela entonces la hipocresía y la corrupción de un sistema cuya apariencia racional es una máscara de su verdadero funcionamiento.
Culpabilidad, corrupción, tensiones sexuales, preocupaciones religiosas, estallidos de violencia y barreras morales que se derrumban consiguen enturbiar la atmósfera de El cabo del miedo hasta que rebasa una temperatura capaz de hervir sus imágenes.
La puesta en escena se excita y se caldea en estos momentos, citando directamente a Hitchcock en una colección de ángulos aberrantes, primerísmos planos y travellings paranoicos que arrollan el hogar burgués de la familia Bowden. Ni siquiera Seven (1995) y su asesino ritual alcanzará el grado de paranoia construido en la célebre secuencia del allanamiento, donde los símbolos de la vida cotidiana son pervertidos de forma bizarra: el osito de peluche ahorcado por los alambres de la alarma, la criada travestida por un psicópata asesino y la cocina, el lugar doméstico por excelencia, bañada por la sangre de dos cadáveres degollados.
El diluvio universal, el apocalipsis, desciende sobre la familia Bowden, que huye hacia el agua como escenario último de su enfrentamiento, tan reminiscente de las páginas bíblicas como del último tercio de Tiburón –y, por lo tanto, también de Moby Dick– o de la huída fluvial de los niños en La noche del cazador. Aunque, inevitablemente, el asesino también les acompañará hasta ese destino. Su dios puede verlo todo, puede juzgarlo todo, y su violencia adopta la figura de Max Cady como auténtico intermediario con una naturaleza enfurecida. En esa última secuencia, el infierno de El cabo del miedo asciende definitivamente hacia un tono febril y opresivo que nos disocia por completo de su argumento. La cáscara del film se rompe como el armazón de su barco, y el film adquiere la forma de una alegoría explícita sobre el complejo de culpa cristiano.
En esta película, sin embargo, no se ofrece posibilidad de redención, como sí lograba el enfermero deprimido de la dramática Al límite (Bringing Out the Dead, 1999). Ante la decisión divina de eliminar al ser humano, este ha de reaccionar enfrentándose a él, matando literalmente a su dios para salvar su propia vida. De hecho, Bowden se deshace de Cady asesinándolo con una piedra igual que Caín mataba a su hermano Abel, en una inversión de los roles tradicionales que no beneficia en absoluto al protagonista. En ese desenlace inagotable y blasfemo –qué lejos queda Spielberg al llegar a esta escena–, Cady se hunde lentamente en las aguas mientras Bowden se limpia la sangre que llena sus manos; introduce ambas en el agua y, al sacarlas con un espasmo, se las encuentra completamente limpias, no ya del pecado sino del juez que le acusaba de haberlo cometido. Entonces Bowden, en vez de sentirse liberado, se queda inerte en una posición de fracaso y absoluta soledad, mientras la cámara se aleja hacia las alturas, divinas o humanas. El hombre ha logrado matar a Moby Dick, Caín se ha deshecho de Abel, y ha elegido el barro por el que se arrastra la familia en su conclusión, dispuestos a afrontar unas consecuencias simbolizadas en los ojos amargos, desconsolados, de Danielle Bowden: testigo y descendiente de su herencia envenenada.