El callejón de las almas perdidas
La nada en movimiento Por Yago Paris
Guillermo del Toro nunca ha sido santo de mi devoción. Su gran reputación como autor es un fenómeno con el que a duras penas he podido conectar. Salvo en el caso de La forma del agua (The Shape of Water, 2017), a la que, de hecho, dediqué entusiastas palabras en las páginas digitales de este medio, considero que su cine es más valioso en su concepción que en su materialización. En la obra con la que triunfó en los Oscars tuve la impresión de que por fin lograba utilizar el encuadre y la puesta en escena para crear una narración vigorosa, capaz al mismo tiempo de crear un universo con personalidad y de transmitirlo mediante un solvente uso del lenguaje cinematográfico. Aquel texto fue escrito en 2017, y durante estos años he podido recuperar y revisar otras de sus películas, ninguna de las cuales me entusiasma, lo que me hace poner en cuestión lo que escribí en su día, y me urge a recuperar la propia La forma del agua, para poner en cuestión mis apreciaciones del pasado. Todas estas impresiones se han magnificado tras haber visto El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 2021) su último filme y el que probablemente mejor refleje todas las carencias que localizo en sus trabajos.
La última obra de Guillermo del Toro es una nueva adaptación de la novela homónima de William Lindsay Gresham, y que podría entenderse como un remake del filme de idéntico título que dirigió Edmund Goulding en 1947. El filme narra la historia de Stanton Carlisle (Bradley Cooper), un hombre con un talento especial para analizar a las personas, lo que lo lleva a convertirse en un fenómeno de la adivinación, primero en barracas de feria y posteriormente en selectos clubes de la clase alta urbana, pero que, por el camino, debe ir cometiendo toda una serie de inmoralidades, que le van haciendo mella en el subconsciente hasta acabar con él. El filme se podría definir como una mezcla de drama y cine negro, que se sustenta en las conversaciones entre sus personajes, de las que se extraen sutilezas, intenciones ocultas y estratagemas para la manipulación, en pos del ascenso en la escala social. Se trata, por tanto, de un filme fundamentado en los personajes y en sus interacciones.
Teniendo esto en cuenta, la primera cuestión podría ser plantearse la idoneidad de Guillermo del Toro para llevar a cabo este proyecto. Al analizar su filmografía, parece evidente que se trata de un autor especialmente interesado en la creación de atmósferas, con especial atención a la dirección artística. En resumidas cuentas, se podría decir que es un director al que le interesan más los escenarios que los personajes que los habitan. Esto ha sido así en todo su cine, como se manifiesta en una obra como Pacific Rim (2013), donde no parece saber qué hacer con las escenas de conversaciones, simples transiciones para enlazar lo que de verdad parece estimularle, y donde consigue que el filme destaque: la construcción de un universo de ciencia ficción con monstruos y robots gigantes que pelean por las calles de una gran ciudad. Esta circunstancia lo lleva a aplicar un tipo de puesta en escena que se caracteriza por el uso constante de la steadycam, en perpetuo movimiento por el espacio, y que captura imágenes en gran angular y a una altura cercana al suelo, en contrapicado, todo ello para magnificar la presencia del escenario.
Esta aproximación se repite en El callejón de las almas perdidas, y no solo se manifiestan los mismos problemas que ya aparecían en filmes previos, sino que en este caso da la impresión de que el cineasta, o bien está demasiado perdido con el material que maneja —como se ha dicho, es un proyecto que encaja especialmente mal con su manera de filmar—, o bien, en el peor de los casos, ha rodado la cinta en piloto automático, sin molestarse demasiado por el acabado final, que acaba resultando de una mediocridad impactante. Si atendemos a la manera en que filma dichas conversaciones, que ocupan el grueso del metraje, aparecen una serie de señas distintivas. Lo primero que llama la atención es su desprecio casi total al recurso narrativo del plano/contraplano. Puesto que rueda en gran angular y con steadycam, en muchas ocasiones la cámara se desentiende de los personajes, a quienes parece rodar porque da la circunstancia de que están dentro del plano.
Esta aproximación no es necesariamente problemática; lo que sí lo es es que no haya una intención detrás de esta decisión, más allá de rodar planos bonitos —que no bellos— que den la impresión de que, al saltarse las reglas canónicas de la realización, existe una mirada autoral que merece ser atendida. El constante movimiento de la cámara acaba suponiendo una losa colosal para la narración, y esto se observa en los momentos en que el realizador decide filmar las conversaciones en planos más cerrados, habitualmente planos medios donde entran en el encuadre las dos personas que protagonizan la conversación.
Es en estos casos donde Guillermo del Toro se muestra especialmente torpe, incapaz de entender qué quiere transmitir la escena, o incapaz de mostrarlo, pues parece interesarle más el movimiento perpetuo de la cámara, que recuerda al Joss Whedon de Los Vengadores, cuya realización se caracteriza por un constante desplazamiento hacia ninguna parte, donde se confunde movimiento con dinamismo. ¿Qué sentido tienen estos pequeños movimientos cuando se está filmando a una persona sentada mientras habla? ¿Y qué valor aporta incluir en el plano al personaje que habla, desenfocado, cuando se está rodando el plano de reacción del otro personaje?
Ejemplos como estos retratan la manera en que del Toro se autosabotea, destruyendo las mínimas posibilidades expresivas de sus imágenes. El movimiento parece más una distracción que un valor, quizás para hacernos olvidar el vacío narrativo de su creación, pero lo más dramático del asunto es que da la impresión de que el director no es consciente de la manera en que se está poniendo la zancadilla a sí mismo. Una simple comparación con otra película recientemente estrenada como Licorice Pizza (2021) manifiesta la diferencia entre movimiento y dinamismo, y muestra a las claras la enorme comprensión de su autor, Paul Thomas Anderson, del poder narrativo de cada recurso cinematográfico, así como su capacidad para amoldarse a los requerimientos de cada escena.
A partir del segundo acto, con el traslado de la acción a la gran ciudad, la puesta en escena se modera, pasando a una mayor contención en los aspectos anteriormente comentados. Como consecuencia, las imágenes del filme resultan menos incómodas de ver, pero quizás esto provoca que a la propuesta se le vean todavía más las costuras. De este momento en adelante, el filme trata de sumergirse en los terrenos del noir, y la sensación de proyecto vacío es todavía mayor. A lo largo de todo el filme sobrevuela la idea de la imagen-nada, ese concepto acuñado para definir la estética de las producciones originales de Netflix 1, pero que se puede expandir a la idea de producto de plataformas. Como en esos casos, estamos ante un conjunto de imágenes tan impolutas como irrelevantes, tan elegantes como inexpresivas. Estas similitudes con la producción de plataformas —la nueva versión del contenido televisivo— se magnifican si se tiene en cuenta la relación de aspecto escogida (1.85:1), que se adapta mejor a las dimensiones de los televisores, como si se estuviera pensando en crear un producto para tales medios, con idénticas pretensiones —rellenar un hueco en la parrilla de programación, más que expresar ideas—. Su condición, voluntaria o no, de vulgar contenido de plataformas quizás sea la mayor tragedia de El callejón de las almas perdidas, pues, aunque se puedan cuestionar muchos aspectos de las obras previas de Guillermo del Toro, ante todo se trata de películas donde la propuesta visual consigue crear un universo propio, más o menos relevante, pero siempre autoral. En el tercio final, con la introducción del elemento macabro, se magnifica toda la impostura del realizador, que parece querer dejar lo que se supone que es su huella autoral, forzando la propuesta a un desatino tonal atroz. Se trata del último clavo en el ataúd de una película que, cuanto más se mueve, más inerte se manifiesta.
- ÁLVAREZ, Raúl, CHAS, Rosendo; McCAUSLAND, Elisa; PEÑA, Álvaro; RICO, Ignacio Pablo; SALGADO, Diego, TORRE, Víctor de la; URIS, Ruth: “3×04: La imagen-nada de Netflix, el Batman de Raúl Álvarez, Avengers: Endgame y el futuro del superhéroe”, en Perros Verdes. 2019. Podcast. https://www.ivoox.com/3×04-la-imagen-nada-netflix-batman-de-audios-mp3_rf_36248113_1.html ↩