El Capital
El dinero es un perro que no pide caricias Por Fernando Solla
“Juego a la bolsa desde el 69, la mayoría de esos economistas de Harvard no sirven para nada. Hace falta un tío listo y hambriento… y sin sentimientos. Unas veces pierdes y otras ganas, pero sigues luchando. Y si quieres un amigo, te compras un perro”
Costa-Gavras vuelve a la carga. Después de su paso por la Sección Oficial del Festival de San Sebastián y por Toronto, llega a nuestras pantallas su última radiografía sobre un sector de la sociedad, algo elitista si se quiere, pero del que muchos querrían formar parte y bajo el yugo del cual nos vemos sometidos todos, sin excepción. Nos referimos a aquellas personas que controlan directamente el mercado económico mundial. Basándose en la novela homónima de Stéphane Osmont, publicada en 2004, el realizador evidencia las deficiencias del sistema financiero capitalista, que han tenido como consecuencia nuestro traslado a la actual crisis económica mundial. Un sistema que ha sido creado, y sobretodo es ejecutado, por profesionales del engaño, la avaricia, la ineptitud y la vanidad, cuyo ascenso imparable viene propiciado, en este caso, por un ataque al corazón sufrido por el presidente de Phenix, el banco más importante de Europa mientras juega un partido de golf. De recogedor de pelotas, Marc Tourneuil (Gad Elmaleh) pasará a ser el máximo representante, de cara a la galería, de una de las entidades financieras más influyentes del planeta. Los accionistas aceptarán de mala gana el nombramiento con la convicción que el nuevo ocupante de tan preciado trono será un pusilánime muñeco que podrán manosear y moldear a su antojo, un títere con una gran cabeza que no hará más que reproducir la voz de su amo. Lo que nadie espera es que el inocente juguete se mostrará a la primera de cambio como la más diabólica de las marionetas, imponiendo su voz con una rotundidad y persuasión insospechadas, que le llevarán, en lo que nos parece una provocación no demasiado bien resuelta, a autoproclamarse como el Robin Hood moderno, aquél que seguirá robando a los pobres para dárselo a los ricos.’
Problema. El aquí firmante está más que convencido que el mensaje de Costa-Gavras es esencialmente lúcido y contundente. Los espectadores intuimos una cierta ferocidad sarcástica, que intenta mostrar irónicamente el conformismo, pasividad y mansedumbre en la que una parte mayoritaria de los que nos creíamos críticos con el sistema, mostrando nuestro enfurecido rechazo y pretendida inconexión antisistema, nos hemos acomodado. Lo que la película quiere denunciar no es tanto la vileza general de unos acontecimientos, si no que nos parezca que es una situación evidente, obvia, sin misterio, que no nos revele nada lo acontecido ante nuestros ojos. Nuestra claudicación y falta de compromiso social. Nada nuevo, vaya. Pero… ¿que sea nuestro pan de cada día quiere decir que debamos bajar la cabeza y tapar nuestros ojos con antojeras como las de los caballos, que nos impiden (en nuestro caso voluntariamente) ver todo lo que hay a nuestro alrededor, para así mirar sólo hacia adelante, a cualquier precio? ¿Que este acto individualista e irresponsable sea quizá un recurso más o menos desesperado que intenta disfrazar nuestro miedo, debilidad, incertidumbre y congoja nos exime o redime de nuestra parte de culpa? ¿Hasta qué punto podemos afirmar que no somos cómplices de la situación a través de nuestra permisividad disfrazada de indiferencia? Aquí no vale mirar hacia otro lado. Nos creíamos Robin Hood y nos hemos transformado en la peor copia del Sheriff de Nottingham, que no era más que un pelele a la sombra del malvado e inepto Príncipe John, al cual hemos convertido en referente vital. Una vez más el dios dinero manda y parece que todo vale por la consecución del máximo poder económico posible. Crisis de valores, por supuesto, pero lo que más miedo provoca es la crisis de modelos a seguir, no tanto de los modelos en sí no la de nuestra elección llegado el momento de asimilarnos a un personalidad más o menos destacada. ¿Dónde ha quedado aquélla máxima que decía algo así (uno mismo ya casi la tiene olvidada) como que lo importante no es el fin, sino el camino recorrido hasta llegar a él? Ahora nos regimos por una nueva máxima que rezaría algo parecido a hay que llegar sí o sí y todo vale para conseguirlo, nada es imposible y todo es permisible. Arrasemos con todo lo que nosotros mismos hemos interpuesto en nuestro camino que al final se nos coronará como héroes, mártires, incluso víctimas de la sociedad.
¿Dónde está, pues el problema? En que todo esto que hemos expuesto, aunque loable, está en esencia, pero no en presencia. Es decir, intuimos que eso es la intención del insigne realizador. Lo intuimos si recordamos piezas destacadas de su filmografía e intentamos trazar una línea conceptual, comprometida política y socialmente, ya que, aunque en el caso de El capital Costa-Gavras se haya centrado en el poder económico de los bancos, todo es político en su cine. Quizá revisitando Z (1969), Estado de sitio (État de Siège, 1972), Consejo de familia (Conseil de famille, 1985), La caja de música (Music Box, 1989), Amén (Amen, 2002) o Arcadia (Le couperet, 2005) podremos hacernos una idea más o menos concreta del estilo narrativo de Costa-Gavras. Si no, es muy posible que nos perdamos en una trama confusa, con unos personajes femeninos desaprovechados y en el caso de la modelo Nassim (Liya Kebede) totalmente absurdo y desdibujado, simple instrumento para mostrar la debilidad del protagonista en un papel que quizá en manos de otra actriz podría haber resultado más sugerente, pero que en este caso supone un error de casting considerable. El impacto dramático de la historia es más bien poco y, una vez más, y a pesar de conseguir alegorías reflexivas y elocuentes, como la escena en que todos los niños de la familia del protagonista juegan en una habitación, completamente abducidos por sus consolas y videojuegos, no conseguimos despertar del letargo social en el que estamos sumidos. La intriga o thriller en que se ve envuelto Marc Tourneuil (convincente Gab Elmaleh) sin llegar al aburrimiento es bastante previsible (no demasiado afortunadas tampoco las escenas de violencia imaginaria) y la resolución final está resuelta con un tono moralizante que no le hace ningún favor al resultado final. El resto de interpretaciones, correctas. Quizá demasiado.
Quizá lo que queremos decir con todo esto es que el valor social del cine de Costa-Gavras, en esta película, es más un documento recapitulador que un argumento inconformista. Un retrato más que un estímulo. Que a sus setenta y nueve años el realizador sea capaz ya no sólo de ejecutar un producto como el que nos ocupa, algo más que loable, si no de mantener un discurso constante a toda su filmografía nos parece encomiable. Pero la maestría que se le supone por su espíritu constante de denuncia no la vemos en esta ocasión. Por dos motivos. El primero es que un servidor, alumno de lo que quizá se pueda denominar como la escuela periodística de la no objetividad no ve tan revolucionario este discurso. Es decir, disección lúcida sí. Pero a estas alturas, ¿a alguien le cabe la menor duda que la objetividad no existe en ninguno de los casos? Desde el momento que es el sujeto quién define al objeto, todo es subjetivo, porque es explicado a través de los ojos del primero. El objeto es pasivo. El sujeto, no. Por otro lado, emitir un juicio razonado y justificado supone un ejercicio técnico que cuando se muestra tan hábil nos gusta, nos conmueve. Pero el hecho de plantearse ideas o puntos de vista, de juzgar, criticar y convencer es algo que se viene practicando en retórica hace siglos, por no decir milenios. Y en este caso, adivinamos las habilidades, pero no llegamos al clímax del discurso.
El fracaso de El capital no es de Costa-Gavras, que ha dirigido un proyecto que bien merece, a pesar de todo, un visionado atento y cordial.
El fracaso es nuestro, de esos espectadores que descargamos toda nuestra responsabilidad social en cineastas como el griego, que transformamos el simple hecho de pagar una entrada para ver sus películas en un acto autocomplaciente de ombliguismo.
De todos aquellos que reímos y aplaudimos cómplices lo que vemos en pantalla, que creemos sentirnos identificados con el discurso del realizador, pero que olvidamos lo visto una vez salimos por la puerta del cine, terminada la proyección de películas como El capital. Si aplicáramos la capacidad de observación y juicio de Costa-Gavras en nuestra vida diaria, en nuestro trabajo, en nuestras manifestaciones y reivindicaciones, en nuestro trato con el prójimo quizá el esfuerzo del realizador valdría la pena. Si no, lo utilizamos simplemente para aliviar nuestras consciencias momentáneamente, esperando hasta el siguiente largometraje. Esto último es lo que no terminamos de ver en esta película, no es la crítica hacia el sistema lo que querríamos ver, si no una crítica hacia el uso que nosotros mismo hacemos de él, algo que queda apuntado pero, lamentablemente, no desarrollado.
En cualquier caso, el simple visionado de la película ha sido capaz de despertar esta reflexión en un servidor, trascendiendo, una vez más el simple acto cinematográfico, algo en lo que Costa-Gavras sí que es maestro. Como dice uno de los protagonistas de la película, “bienvenidos al paraíso de la intriga y la puñalada trapera”.