El club de los poetas muertos

Vigilar y castigar Por Manu Argüelles

1. Fuerza vital

El club de los poetas muertos es, sin duda, una de las películas más emblemáticas de la filmografía de Peter Weir. También, por extensión, a un grueso de una determinada generación, la mía, nos influyó poderosamente en la fecha de su estreno, aquellos niños que entraban en la adolescencia y que se encontraron deslumbrados ante una figura como la del profesor Keating. No resultó extraño que ante el fallecimiento del GRAN Robin Williams se aludiese a esta película sin parar. La gratitud que le debemos a Weir, aquella que comentaba Marco Antonio Núñez, empieza a partir de aquí. Es una creencia, no dispongo de datos exactos y fehacientes. Hablo desde los recuerdos borrosos, desde la frágil y manipuladora memoria.

Pero sí tengo una certeza.

Didi-Huberman a propósito de Warburg escribiría:

Ante cada obra nos vemos concernidos, implicados en algo que no es exactamente una cosa sino más bien (…) una fuerza vital que no podemos reducir a sus elementos objetivos. (La negrita es mía) 1

No se trata en consecuencia de que me ponga una venda en los ojos y que me niegue a ver las posibles imperfecciones que se le pueden achacar. Pero me resulta insoslayable no reconocer esa fuerza vital que me mantiene ligado a esta película por mucho que pasen los años. Fue una puerta que se abrió, un territorio desconocido que irrumpía con violencia, la misma que cae sobre el sr. Keating. Aquel niño devorador de películas que disfrutaba yendo cada fin de semana al cine de su pueblo, de repente, sin previo aviso, descubrió que las películas no sólo podían entretenerle como lo hacían hasta la fecha. También podían marcarle emocionalmente de forma devastadora. Y esa pregnancia tuvo un impacto descomunal. Hitchcock me enseñó poco después que las películas se pueden analizar. Pero la gran primera lección, además definitoria de lo que será mi forma de acercarme a las películas hasta el presente, me la dio Peter Weir. Y eso no puedo pasarlo por alto.

– ¿Por qué me has llamado Jeppino? Hacía siglos que nadie me llamaba así

– Porque un amigo, de vez en cuando, tiene el deber de hacer sentir a otro amigo como cuando era un niño 2.

El club de los poetas muertos, como E.T., el extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982) o El club de los cinco (The Breakfast Club, John Hughes, 1985) cumplen ese deber. Cuando vuelvo a ella se activa el recuerdo de nosotros leyendo poesía romántica, fascinados con Byron, Bécquer, Leopardi, revisando sin parar Remando al viento (Gonzalo Suárez, 1988)…amando la literatura por nuestra cuenta. Y qué gran mérito que eso pasase, porque las clases que recibíamos sólo servían para mantenernos lejos, para odiar toda ficción escrita, para asquearnos con los métodos didácticos cerriles que nos decían que la luna en los poemas de Lorca significa muerte. Y no habían más opciones.

El club de los poetas muertos 1

2. Librepensadores

Lo cual me lleva a sintetizar el método de enseñanza del profesor Keating. Trata de ayudarlos para que piensen por sí mismos. Todas sus estrategias por muy heterodoxas y chocantes que parezcan se basan en este principio. Profetas y tunantes de la autoayuda se apropian de sus palabras, las gastan, las desvirtúan. Nosotros que ya estamos de vuelta de todo, podemos escucharle con descreimiento, con acidez cínica, pensar que es una vacua perorata, por culpa de insidiosos charlatanes que han manoseado sus palabras hasta extremos insidiosos. Pero si algo consigue el film de Peter Weir, y a eso contribuye el profundo magnetismo que imprime Robin Williams a su interpretación, es que ese discurso que el profesor trata de transmitir a sus alumnos suene puro y limpio. Su voz viene de una persona íntegra en sus convicciones y sus pasiones, entregado a su devoción: la enseñanza. Así le corrige a su compañero cuando éste le advierte de los peligros de hacerles creer a sus alumnos que pueden ser artistas. No, le corrige, él quiere que sean librepensadores.

Aunque esa búsqueda resulta audaz bajo esas paredes, en un internado, en los años cincuenta, en Norteamérica. No resulta una película tan provocadora y tan rupturista como Cero en conducta (Zéro de conduite: Jeunes diables au collège, Jean Vigo, 1933), la matriz. Ni como años después If… (Lindsay Anderson, 1968), quizás la película precedente que más me resuena en El club de los poetas muertos 3. Pero porque en Peter Weir palpita con estruendosa garra el sentimiento de la tragedia. Y si hablamos de tragedia, no podemos obviar cómo el largometraje plasma la eterna lucha nietzscheana entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Bajo la arquitectura visual de lo clásico (lo apolíneo), Weir introduce el factor que agrieta las formas serenas y ordenadas, el profesor Keaton (lo dionisíaco) 4. ¿Qué son si no las palabras de Thoreau extraído de su Walden, que los chicos leen en la vieja cueva india?

Fui al bosque porque quería vivir deliberadamente. Quería vivir profundamente y succionar la esencia de la vida. A demoler todo lo que no era vida.

¿No es acaso el profesor Keating un artista de la embriaguez, que diría Nietzsche? Podemos pensar que El club de los poetas muertos funciona en el seno de la obra de Weir como una respuesta masculina a Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), desde las coordenadas del mainstream hollywoodiense. Eso hace que lo dionisíaco, presente en ambos films de unos adolescentes atrapados en un entorno castrador, adquiera diferente fisionomía. Allí el carácter fantástico fluye y conforma una atmósfera esotérica. Aquí se corporeiza a través de un personaje-faro y del contacto con el pasado desde la literatura como expresión de la exuberancia. No es mejor una que otra, porque ambas se remiten al mismo aliento gravitacional en la carrera de Peter Weir.

Ese fulgor que logra contagiar a sus alumnos imprime en ellos un estado de exaltación, un embrujo onírico que les emborracha, que les hace sentirse poseedores de algo vibrante y hermoso: tener la capacidad de transformarse, hablar por sí mismos, luchar por sus anhelos, ser, en definitiva, quienes son y no lo que los adultos quieren que sean. Y esa irrupción en lo armónico y apacible de sus imágenes implica siempre una lucha desde el sufrimiento.

El club de los poetas muertos Robin Williams

3. El eterno retorno

Atendamos a la forma en la que Keating se presenta a sus alumnos. Para ello toma el primer verso del segundo de los poemas que Walt Whitman dedicó a Abraham Lincoln, el archifamoso ¡Oh, Capitán! ¡mi Capitán! Pero no olvidemos que forman parte de una elegía, una forma lírica para expresar el dolor por la pérdida de alguien amado. Por lo que desde un principio, como sabremos en su desenlace, la tragedia queda inscrita cuando estos se repetirán a modo de himno y retornarán a su sentido originario, en cuanto aluden tanto a la expulsión del profesor Keating como al suicidio de Neil Perrison en equiparación al asesinato de Lincoln.

Una fórmula, por cierto, la repetición, que será omnipresente en la película desde diferentes registros, no sólo desde el lenguaje sino también a través de motivos visuales que se reiteran. Pero cuando esto sucede el significante adquiere un nuevo significado, el cual actúa como pico destacado dentro de la evolución del desarrollo dramático. Por ejemplo, el mural, primera imagen de la película donde vemos a unos estudiantes pintados, cuyo foco se centra en unos chicos de la composición que guardan mucha similitud física con Todd Anderson y Neil Perrison. Como arranque funciona como emblema icónico de la película en su conjunto y permite canalizar uno de los tropos favoritos de Peter Weir: la amistad masculina, presente, entre otras, en Gallipoli (1981) o Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003).

Un desplazamiento inferior nos llevará al primer plano de un niño que se arregla para asistir a la ceremonia del inicio del semestre. Pasado y futuro en un mismo movimiento, relación que será la base de la primera clase que reciban del profesor Keating cuando les hace enfrentarse con las fotos de antiguos alumnos. No sólo para que sean conscientes de que forman parte de un legado, el que lleva tras de sí el colegio de élite, sino para recordarles la mortalidad física y, por tanto, la importancia de aprehender la plenitud de la vida. Carpe Diem. El pasado no deja de reestructurarse en el presente. Un tiempo que no se presenta como dos entidades contiguas o secuenciadas sino que se estratifica en un proceso complejo. Es más una irrupción, la que se presenta ante ellos cuando mimetizan las reuniones del club de los poetas muertos como hacía en su juventud el profesor Keating. Aquí volveremos a encontrarnos el mural del principio cuando se escapan por primera vez en la nocturnidad, el encuentro hacia lo dionisíaco entre las sombras. Pero ahora la imagen nos permite ampliar la visión, se extiende a un grupo, justo el que dará inicio a sus reuniones clandestinas. Su segunda inclusión en la película ha adquirido una nueva semántica, forma parte del pliegue que antes comentábamos, la intrusión de una época en otra, de una energía del pasado (el idealismo romántico) que se reconfigura en el presente.

 El club de los poetas muertos 3

4. Tradición. Honor. Disciplina. Excelencia.

La ambientación de El club de los poetas muertos en 1959 funciona como síntoma de la futura corriente contestataria e idealista de la contracultura cuando ésta eclosione en la década siguiente. Un caldo de cultivo ya sembrado a través de la generación beat en los años cincuenta, escritores que profesaban admiración por Walt Whitman, no por casualidad poeta reverenciado por el profesor Keating. Pero como docente no es un revolucionario en cuanto no trata de hundir el sistema. Simplemente no comulga con los pilares que han regido la educación tradicional. Por supuesto, desde su rechazo está fuertemente influenciado por los métodos didácticos libertarios de entreguerras como el de la escuela de Summerhill. Sistemas alternativos que acabaron extinguidos, condenados al fracaso, pero que estaban al margen del dominante y que funcionaban como entidades autónomas. La empresa del profesor Keating también está abocada al descalabro, peor aún, a la colisión, y ya hemos visto qué consecuencias traerá, en cuanto quiere vehicularse bajo un régimen institucional que se sirve de los métodos disciplinarios instaurados en el S. XVIII como armas de dominación, esos que tan bien describió Foucault en Vigilar y castigar y que siguen presentes hoy en día. Como diría el filósofo en su libro:

La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos «dóciles». 5

Así, en el preparatorio de la ceremonia de inauguración del nuevo curso 6, los chicos que después serán protagonistas, llevan consigo las banderas con los cuatro vectores de la Academia Welton: Tradición. Honor. Disciplina. Excelencia. Un primer plano de la bandera bajo el epígrafe de la tradición. ¿Quién la alza? Richard Kameron (Dylan Kussman), el chico delator del grupo y el más reticente a dejarse llevar por la corriente del sr. Keating.

El club de los poetas muertos 4

Es un sistema que no permite fisuras, por tanto, ejerce poder y control e instaura la norma. También es un poder omnipotente, invisible pero que lo ve todo. Así, después del incidente de Nwanda, el sr. Nolan (Norman Lloyd), que es filmado como el gran sacerdote, visita al sr. Keating para amendrentarle en sus prácticas educativas, ya que le está considerando responsable de la acción rebelde de Nwanda. El diálogo que mantienen es suficiente clarificador al respecto:

– El plan de estudios ya está establecido. Está probado. Funciona. Si lo cuestionas, ¿puedes evitar que ellos hagan lo mismo?

– Siempre tuve la idea de que la educación era para pensar por uno mismo.

– Tradición, John. Disciplina.

Pero Keating, que no calibra lo suficiente la influencia y las consecuencias negativas que puede generar en sus chicos, no cree en absoluto en esas doctrinas y en esos mecanismos. La institución piensa en la preparación de hombres productivos y Keating en la esencia humana. No sólo veremos su inflamada oposición a la parametrización de la poesía, esa estúpida comprensión de la excelencia, sino que anima a sus alumnos que se unan a él cuando les empuja a que rasguen la introducción del manual. Él, cómo no, rompe las distancias jerárquicas entre profesor y alumno, los saca del habitáculo de la clase, les infunde que miren las cosas desde otra perspectiva, rompe los grilletes que sostienen el andamiaje educativo desde la potestad de su docencia. Y aunque no busque el desafío frontal, eso se acabará pagando.

El club de los poetas muertos 6

Porque la tradición se entiende en el colegio como exhibición de autoridad aplastante que recuerda su origen monacal. Todo lo contrario de Keating, que afanosamente se esfuerza por transmitir la importancia de la autonomía personal. Y eso nos conducirá al clímax de la tragedia: el suicidio de Neil. De hecho, tanto el guión como la puesta en escena de Weir lo escenifican como un auténtico gesto contrario a la tradición monástica, en cuanto la religión católica, la que infunde los valores instructivos que se siguen en la escuela, no tolera bajo ningún concepto ese acto de darse fin a uno mismo. Bajo los pliegues del Modo de Representación Institucional 7, Weir dota a esa secuencia de cierto carácter místico y ritual, jugando descaradamente con la iconografía religiosa del mártir, corona de espinas incluida. El suicidio, tema tabú de la cultura occidental, está cargado de una fuerte ambivalencia, decisión que rompe los cánones en contraste con su estilo «clásico», en cuanto se le dota de un carácter heroico intolerable para la religión. No hay aflicción alguna en Neil. Hay como una inquietante preparación para una nueva dimensión, como si ese fuese su acto supremo de resistencia ante un entorno asfixiante que no le permite ser quien es.

El club de los poetas muertos 5

5. Padre e hijo.

Ese «estilo sin estilo» que menciona Nekane E. Zubiaur 8 para referirse a Peter Weir, en El club de los poetas muertos, sin embargo, está lleno de latencias, de dobles significados, de premoniciones casi imperceptibles. Las imágenes desde su «grado cero» 9 nos hablan,  nos estimulan, se resisten a quedarse en el lugar artesanal de ser la correcta plasmación visual para el seguimiento de la naracción. Están dotadas de espesor. De entre ellas destaco dos encandenadas, en el previo a la inmolación de Neil. Después de la fuerte discusión que éste y su padre mantienen, cuando el segundo descubre que su hijo le ha engañado y ha seguido su deseo de actuar, se marchan a la cama. Curiosamente al filmar a los padres cuando entran en el lecho conyugal, la cámara prefiere hacerles un off un tanto extraño y permanecer más tiempo de lo necesario filmando las zapatillas del progenitor. Esa imagen dará paso a los pies descalzos de Neil, preparado para su despedida de este mundo. Con esta secuencia se une simbólicamente a padre e hijo pero están separados en el plano. Las zapatillas no dan calor a los pies fríos en el suelo. Porque él no es el padre, es la autoridad. El lugar que debería ocupar se desplaza hacia el profesor Keating, la figura paternal deseada. Así pues, Neil y su despedida actúan también como el fin de un estadio y el paso a otro: la separación del padre, el fin de la inocencia, la entrada al mundo adulto. Por eso Keating acabará expulsado, más allá que la institución necesita de un cabeza de turco. En este relato de iniciación, el padre, el auténtico, el guía, al final debe alejarse para que encontremos nuestro camino. Y en ese adiós nos hacemos hombres. Weir respeta profundamente ese dolor porque siempre nos quedará en el recuerdo el ¡Oh, Capitán! ¡mi Capitán!, el grito de nuestro romanticismo, de nuestros sueños, de nuestra libertad.

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  1. Didi-Huberman, Georges (2002): La imagen superviviente. Abada Editores SL, Madrid, pág. 199
  2. La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino 2013)
  3. Las similitudes no solo se detectan en la línea troncal: bríos ácratas que viene a convulsionar un entorno académico represor sino que, además, un personaje como Charlie aka Nwanda (Gale Hansen) está claramente inspirado en el Mick de Malcom McDowell. Con una diferencia, en Peter Weir no es el cabecilla del grupo, un desplazamiento en los modelos arquetípicos que también se cumple con la dupla principal: Neil Perrison (Robert Sean Leonard) y Todd Anderson (Ethan Hawke) frente al Jim Stark (James Dean) y John Crawford (Sal Mineo) de Rebeldes sin causa de Nicholas Ray (Rebel without a cause, Nicholas Ray, 1955). El frágil (Hawke) en Peter Weir no encuentra la muerte, quizás afianzando la idea que siempre sostuvo Terenci Moix: el auténtico rebelde sin causa de la película de Nicholas Ray era Sal Mineo.
  4. Un ejemplo, mi secuencia favorita: el travelling circular que nos desvela el fascinante poeta que lleva dentro Todd
  5. Foucault, Michel (2002). Vigilar y castigar. Siglo XXI, Buenos Aires, pág. 126
  6. Un acto solemne que por cierto guarda mucha similitud con una misa
  7. Modelo acuñado por Nöel Burch, para designar el tradicional cine clásico norteamericano de la continuidad y la transparencia
  8. Zubiaur, Nekane E. (2013): Peter Weir. Cátedra, Madrid
  9. Ibídem
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