El contador de cartas
Por José Francisco Montero
I
Will Tell sale de la cárcel después de ocho años y medio. Sin embargo, la deuda permanece, la culpa no ha desaparecido. Will es liberado de la prisión militar, pero no puede liberarse de la de la memoria, de esa otra cárcel donde participó en las torturas padecidas por sus presos y que regresa, inexorable, en sus pesadillas.
Pero no hay más remedio que intentarlo. Al ser excarcelado, Will trata de borrar la lacerante imagen del pasado con las rutinas de un presente indiferenciado, las atrocidades de Abu Ghraib con la impersonalidad del casino, el horror y el caos con el orden y el cálculo de probabilidades, la sala de tortura con la sala de juegos: en sus apuestas, Will no confía su destino al azar sino a las matemáticas.
II
A estas alturas, un espectador se enfrenta a una película de Paul Schrader como sus personajes se han encarado con su pasado a lo largo de una obra que va camino de cumplir medio siglo. En cierto momento de El contador de cartas su protagonista comenta, respecto al blackjack, que «el pasado afecta a las probabilidades en el futuro». Lo mismo puede decir el espectador cuando concluye la película: la extensa y extraordinariamente cohesionada obra de Schrader (sin que excluya alguna extravagancia o variantes tonales a veces muy marcadas) determina, con elevada probabilidad, lo que podemos esperar de cada uno de sus últimos eslabones. La figura de la predestinación, tan trascendental en toda su carrera, funciona, pues, desde dentro y desde fuera: explica el devenir de sus relatos y de la obra de Schrader en su conjunto.
Su último filme termina con un largo plano sostenido que muestra el precario contacto que establecen William Tell y «La Linda», la mujer de la que se ha enamorado, separados por el cristal de la sala de visitas habilitada en la prisión militar donde el primero ha acabado encarcelado: en términos superficiales, la misma situación en que iniciaba el relato. Se trata, por tanto, de una obvia reminiscencia del último plano de Pickpocket (Robert Bresson, 1959). Pero simultáneamente remite, de forma no menos transparente, al final de una de sus primeras películas, American Gigolo (1980). De modo que la remisión a Robert Bresson y a su propia obra se confunden: Schrader cita al director francés, que, como nadie ignora, es uno de sus referentes fundamentales, si no el más importante, y se cita también a sí mismo. O, tal vez: se cita a sí mismo citando al director francés 1 .
Izquierda: Pickpocket; derecha: American Gigolo
Asistimos en El contador de cartas, en definitiva, a una mise en abîme de la escritura. Noción esta que, de nuevo, actúa desde dentro y desde fuera, como clave tanto de El contador de cartas cuanto de la obra de un cineasta que, como es bien conocido, empezó su carrera como guionista para otros realizadores, y que incluso, una vez iniciada su trayectoria como director, escribió, sobre todo, algunas de las películas claves de la obra de Martin Scorsese (coproductor, a su vez, de la película que nos ocupa). Así, en El contador de cartas la evolución de la historia de Will, un personaje que solo encuentra paz en las rutinas, está trazada por su propia escritura, la que vierte meticulosamente en su diario —algo ya ensayado en Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992)— como mejor forma de evadir los abismos que le amenazan. Es más, él mismo está trazado por la escritura, por la invocación a la predestinación y a la Gracia que se materializan en la delineada sobre su propia piel (escritura que habla de la predestinación pero que es ella misma predestinación marcada en el cuerpo). Estrategia narrativa que, además, vuelve a remitir a Bresson, pero ahora a Diario de un cura rural (Journal d`un curé de campagne, 1951) y a la trascendencia que el hecho de la escritura tiene tanto en la narración como para su atormentado protagonista.
Pues al cabo, ¿qué mejor definición de la predestinación que la de «lo que está escrito»? Al final de la película, justo antes de dirigirse a la sala de comunicaciones de la cárcel donde le espera «La Linda», Will (que al principio nos era mostrado leyendo las Meditaciones de Marco Aurelio) esconde debajo del colchón el pequeño diario en el que ha ido escribiendo día a día (acompañado de una botella de whisky sobre la mesita) el relato que nosotros hemos visto; un libro que perfectamente podría parecer la habitual Biblia de bolsillo que sirve, con tanta frecuencia, de vehículo de redención del condenado. Podemos decir, por lo visto hasta aquí, que Will sale a «escribir lo que está escrito», aunque no lo haya registrado aún en su diario; pero asimismo sale a vivir el momento de la iluminación, esa misma que sintiera el joven Schrader en la escena final de Pickpocket, esa misma que era anticipada por el primer contacto de las manos de «La Linda» y Will en una «ciudad» completamente iluminada.
III
Recapitulemos: como el sacerdote «escribía» El diario de un cura rural, Will «escribe» El contador de cartas, que escribe American Gigolo, que escribía Pickpocket. Pero no se trata solo, en el último largometraje de Schrader, de una escritura en abîme, sino de una escritura abismal por sí misma. El punto de inflexión definitivo de la historia (ese que lleva de un posible enfrentamiento, finalmente abortado, de Will con «Mr. USA», la caricatura exhibicionista de la imagen popularizada de los EE.UU., a uno, definitivo, con su antiguo superior, el «Alcalde» John Gordo 2, el sustrato invisible de esa misma imagen) está filmado por Schrader por un plano construido «en abismo»: William Tell acaba de descubrir, a causa de una foto que recibe en el móvil, que Cirk, esa suerte de hijo que lleva una manzana en la cabeza durante toda la película, se ha dirigido a la casa del malvado «gobernador» Gordo para matarlo; casa en la que, empero, será Cirk el que acabará muriendo. La apaciguadora escritura queda entonces irreversiblemente atrás para, a través de una imagen y expresada con una imagen, abrir la inmediata trayectoria de Tell a una perspectiva abismal, a su inexorable inmersión en el vórtice de sus demonios.
«Haremos un viaje al pasado», dice Will en un momento de la película. Hemos visto que esta afirmación es válida para la obra de Schrader, e incluso podemos añadir que para Schrader sin más (la referida imagen de Will escribiendo, con una botella al lado, lo sugiere); lo es, ciertamente, para los principales personajes de El contador de cartas, así como para la mayoría de los del resto de su obra. Pero en el caso de esta película lo es también en términos históricos. El filme remite a sucesos muy recientes de la historia de los EE.UU.: las torturas y escarnios sufridos a principios de este siglo por los presos de la prisión de Abu Ghraib. La culpa, en esta película de Schrader, adquiere unos rasgos no exclusivamente individuales, afectando, como mínimo, al ejército y al gobierno de su país.
Así que, en el itinerario que recorre la película, nos encontramos con tres cárceles (que en realidad, lo veremos inmediatamente, son dos). La cárcel en la que Tell ha estado ingresado poco antes del inicio de la historia (y en la que en ocasiones el espectador también entra por mor del flashback), la misma cárcel en la que acabará en su conclusión. Y en tercer lugar la prisión de Abu Ghraib: la cárcel originaria, allí donde verdaderamente comienza la historia. Un origen que va a volver también a través del flashback y que asume las texturas de la pesadilla, de la imagen alucinada.
Pues es justo ese, el icónico, el aspecto de estos hechos históricos que interesa de forma prioritaria a Schrader. Desde su mismo inicio, y en su evolución ulterior, el escándalo de lo acaecido en la prisión situada en Iraq se convirtió, ante todo, en el de unas imágenes: las fotografías de las humillaciones a que fueron sometidos los allí retenidos. Tanto Will como Cirk mencionan en sendas ocasiones que por estos hechos solo tuvieron que pagar los que salieron en las fotos. Los que estaban en el fuera de campo quedaron indemnes, como el «Alcalde Gordo» (al que en un diálogo se le asocia con el videojuego Call of Duty: con el que hace la guerra desde el fuera de campo). Ese mismo fuera de campo al que Will llevará a Gordo para consumar su venganza. «Vamos a realizar una recreación dramática», le dice justo antes de llevarlo a otra habitación de la casa de Gordo y, en off, liquidarlo: una recreación invisible de las torturas por las que Will fue condenado y que él no logra perdonarse.
De forma que Gordo, que encontró su salvación en el fuera de campo, hallará allí también su castigo. Curioso destino para un personaje que le había reprochado a Will, cuando está dando sus primeros pasos como torturador, que le faltaba imaginación (luego descubrirá que, como acabo de indicar, lo que le sobró fueron imágenes, al igual que al resto de los condenados) y que era justo eso lo que iba a aprender a su lado: nueva cifra de la predestinación, es en un terreno imaginario, invisible para el espectador, donde el militar retirado va a encontrar la muerte a manos de su discípulo.
Si hemos visto que la figura de la recreación, la reescritura por parte de Schrader de imágenes propias y ajenas, es esencial en la película, la catarsis de El contador de cartas, un filme sobre las imágenes como condena y redención (no es necesario insistir en que esta definición es válida para toda su obra), se sustancia en una recreación sin imágenes, en lo que constituye un doble movimiento paradójico: la reescritura y el borrado simultáneo de las traumáticas imágenes que están en el origen de la tragedia. No muy distinto es el que ha hecho toda la obra de Schrader: la reescritura y el borrado simultáneos de sus imágenes originarias, ahora imágenes luminosas en virtud de la gracia del cine.
- No obstante, el tiempo impone algunos deterioros: frente a los rostros de Michel y Jeanne en cálido contacto que sortea la separación de las rejas, en Pickpocket, y frente a la cabeza de Julian «apoyada» en la mano de Michelle, en American Gigolo, el contacto ahora es aún más frágil, apenas un par de dedos sostenidos mutuamente al borde del abismo, más gesto milimétrico que íntima comunión. Resultado de esta misma deriva, la relación entre Will y «La Linda» en El contador de cartas está desarrollada de forma más superficial, casi formularia, que en American Gigolo. ↩
- En otro momento de la película comparece un jugador de cartas al que apodan «Minnesota Fats». Esta bilingüe alusión al célebre personaje de El buscavidas (The Hustler, Robert Rossen, 1961) y esta «partida» final con Gordo hacen aflorar fugazmente en la película de Schrader este otro filme, hito ineludible e inolvidable del acercamiento del cine a los tortuosos caminos de la culpa y la redención, que de forma subterránea también resuena en las imágenes de El contador de cartas. ↩