El cuarto poder
Versión Oficial: The New York Times contra Donald Trump Por Liborio Barrera
Un arcano principio periodístico establece que los periodistas no son nunca noticia. Abnegados, nunca exhaustos, bucean en un mar de palabras con las que cada día intentan comunicar hechos relevantes. Nunca debería vérseles, y en general así ocurre, mientras, sumergidos, sondean, captan, consideran fragmentos de realidad que compuestos sobre la superficie medida de un periódico pretenden dar orden y algo de sentido al mundo.
Este modo de hacer invisible, aunque siga pareciendo increíble hoy, existe en un semanario como The Economist, cuyos artículos carecen de firma. Uno los lee no por quien escribe sino por lo escrito. En cierto sentido, ocurre lo mismo con The New York Times. Su nombre parece llevar aparejada la idea de confianza (nunca ciega) en que aquello que contienen sus páginas (en papel, en Internet) es una consecuencia de un proceso de investigación, contraste, comprobación y deliberación. El diario constituye un símbolo de garantía del periodismo en medio de la gigantesca transformación a que se ha visto obligado a causa de la irrupción de Internet. Ningún medio nuevo surgido directamente en la red ha logrado acercarse remotamente a él ni en prestigio ni repercusión. Su capacidad camaleónica de absorber rápidamente los nuevos modos de comunicación, acomodándolos a su propio estilo, refrenda que los grandes medios previos a la revolución digital se mantienen en la vanguardia de la renovación del periodismo.
Sin embargo, esta capacitación ha derivado en una perversión de ese principio de que los periodistas no son noticia, como muestra, una y otra vez, el documental El cuarto poder (The Fourth Estate, 2018). Hay en sus cuatro capítulos como una exaltación de marca, un encumbramiento ensimismado del nombre del periódico y de quienes trabajan en él, una especie de orgullo de casta, que nunca se pronuncia.
Poco podría objetarse ante una reputación no solo legendaria sino tozudamente real; aunque si uno quiere rebajarla, como se agua el vino, tal vez pudiera recurrir a las admoniciones de Noam Chomsky: en un chiste que lo tiene a él como personaje, visita al médico buscando remedio a un molesto rechinar de dientes. Finalmente, el doctor lo diagnostica correctamente: los dientes se ponen en movimiento cada mañana, cuando lee The New York Times. Nunca tuvo el periódico un debelador de su altura (aunque cabría menguarla, porque Chomsky fue un gran lingüista, pero en modo alguno un crítico ejemplar, cegado como estaba por su izquierdismo, es decir, por su ideología).
Qué efectos iba a tener en la política y la sociedad norteamericana la asunción de Donald Trump de la presidencia de la nación “más poderosa del mundo” es el percutor que desencadena la acción del periódico y el documental con él. Llegaba al principal centro de poder del mundo un multimillonario que había declarado situarse fuera de la política de “Washington”, como si con el nombre y la ciudad se invocara un espantajo, el visible envilecimiento de la relación entre quienes gestionan la vida pública y los ciudadanos. Ese hombre decía encarnar la esencia del “pueblo” (“the people”), engañado o harto de las trapacerías políticas de “Washington”.
Los cuatro capítulos de El cuarto poder van siguiendo, como una crónica, los días presidenciales de Trump durante 16 meses, no desde dentro de la presidencia sino desde dentro del periódico, en la delegación de Washington y en la sede central de Nueva York. Su crónica es fundamentalmente la de los corresponsales acreditados en la Casa Blanca que escanean diariamente la superficie y el fondo del ejercicio del poder del presidente y su equipo. Los vemos en las redacciones, desplazándose por la ciudad, desayunando en sus casas, acudiendo a actos políticos, en ruedas de prensa, recogiéndose de noche sin la garantía de que de madrugada el teléfono sonará de nuevo porque una fuente le requiere o el redactor jefe quiere comprobar el sentido de algún párrafo de la crónica que terminaron horas antes.
El centro de las investigaciones del periódico y del documental lo constituyen las informaciones en torno a la denominada trama rusa, supuestamente desplegada por el gobierno ruso para influir en las elecciones en las que Trump ganó la presidencia de Estados Unidos en 2016. Los periodistas rastrean posibles colusiones entre el equipo del que era candidato y cargos y personas afines o vinculadas con las esferas de poder rusas. Buena parte del documental describe los mecanismos de la producción periodística en el interior de las redacciones: la obtención de datos, la consulta con fuentes, la pertinencia de las informaciones, la rapidez en difundirlas y el lugar que deben ocupar en el periódico o la lucha por no rebasar el horario de cierre de publicación.
El relato de esta cotidianidad laboral queda incompleto, porque dibuja dos caras del poder (el primero: el ejecutivo; el cuarto: el periodístico), pero solo indaga en una de ellas, al modo de esas viejas películas hollywoodienses, maniqueas, de blancos y negros, de indios y vaqueros, de buenos y malos. Esta añeja “dialéctica” le sienta mal al documental. Tenemos noticias del interior del periódico, de la fortaleza de sus trabajadores, de sus opiniones (periodísticas, morales sobre la política y Trump: censoras en todo caso), pero casi ninguna del interior del gobierno.
Haría bien uno en, a medida que ve El cuarto poder, leer Miedo, de Bob Woodward, una indagación mucho más ponderada, menos ensimismada en la observación del propio trabajo periodístico. Woodward casi se diluye como periodista y deja que sean los demás (Trump, sus ministros, sus asesores, sus secretarios, sus empleados: Steve Banon, Rex Tillerson, Jared Kushner, Ivanka Trum, Gary Cohn, Reince Priebus, Sean Spicer quienes circulen por despachos y pasillos de la Casa Blanca y hablen sin parar, y entren y salgan de intrigas, proclamen en baja voz sus aspiraciones, bloqueen la acción política de su “contratista” y especulen sobre su estado mental, su exhibición narcisista, su infantilismo peligroso (el del caprichoso que dispone de armas de destrucción masiva).
Miedo pone las palabras de los personajes que aparecen en El cuarto poder a distancia, asediados por las informaciones de los periodistas de The New York Times. El documental rara vez salta el muro de la Casa Blanca, como hace Miedo. Sus informaciones son ecos de lo que ocurre en el interior: uno escucha el eco de las voces en El cuarto poder; en Miedo escucha esas voces. Pero es cierto que El cuarto poder es un documental sobre periodismo, no exactamente sobre Trump; es un documental sobre cómo informan los periodistas de una presidencia insólita en un país dividido.
Inesperadamente, el otro gran asunto de ese periodo, el movimiento mee too, contamina al diario. En sus páginas se denuncian los comportamientos sexuales inapropiados o presuntamente delictivos cometidos por hombres con poder sobre mujeres famosas o anónimas, o sobre sus subordinados, cuyo ejemplo principal es el del productor de cine Harvey Weinstein.
Y en medio de esa oleada, el director Dean Baquet anuncia que ha abierto un expediente contra uno de sus periodistas (Glenn Trush), adscrito a la delegación de Washington, por comportamientos “inapropiados” con mujeres (besándolas o tocándolas en contra de la voluntad de ellas). Sin embargo, el documental compone con sus imágenes una versión oficial, elude los hechos tal y como haría un periódico, hechos que contradijeran una “versión oficial”; la cámara queda fuera de la oficina donde los responsables se entrevistan con el trabajador, y este no hablará en el documental sobre el caso. El diario aparta a Trush durante unos meses, mientras se produce la investigación. Cuando acaba el último capítulo, la indagación interna aún no ha concluido (fue suspendido hasta enero de 2018 y al volver al periódico dejó de cubrir informaciones de la Casa Blanca).
El cuarto poder parece exhibir el sello de producción de encargo. Y por ahí se diluye su alcance. La operación es solvente, porque, como ocurría con los periodistas empotrados en el ejército estadounidense en Afganistán o Irak, permite observar de cerca aspectos del periodismo que de otro modo resultarían vedados, salvo que se obtuvieran mediante testimonios, pero nunca por la contemplación directa: nadie permite intromisiones abiertas en las zonas privadas de su vida. Sin embargo, el valor de las imágenes tomadas en la delegación de Washington o en la sede central de Nueva York, en momentos relevantes para el diario, no vuelve más decisivos a estos periodistas que a otros; no por ello su trabajo adquiere más relevancia que el de otros. No hay nada más aburrido que las esperas en un periódico, y este documental elimina los tiempos muertos. No hay nada excepcional en los debates de la redacción, en las discusiones (muy educadas, ciertamente) entre los periodistas, en los modos en que se consiguen las noticias.
El documental de Liz Garbus y Jenny Carchman da una imagen de conjunto de The New York Times, no diría mesiánica, pero de un orgullo ciertamente algo recargado, que se pavonea cuando el tono de los discursos de sus empleados y ejecutivos se inviste de un aura moral afectada, allí donde solo debería bastar la información y no su glosa. Pero no les alcanza: sus periodistas ya no se limitan a dar noticias sino que acuden a la televisión, a la radio, a otros periódicos para explicarlas: las noticias no son sólo noticias por sí mismas, sino porque lucen la firma de sus autores y la del medio (y la voz, y el gesto, y la autoridad de esos autores, puesto que las televisiones las reproducen hasta el infinito). Y este protagonismo indebido viene explicado por la necesidad de multiplicar el impacto, la influencia de la marca, y como consecuencia el arribo al periódico de dinero en un tiempo de incierta mutación periodística. La condición de “oficial” que puede achacársele al documental explica la molesta decisión de convertir en noticia al medio y a sus empleados; en una noticia a medias, en su mayor parte bienintencionada (un enfrentamiento entre la razón y el caos), pero ya se sabe que una buena noticia nunca es noticia.