El culto
En las entrañas de dios Por Samuel Lagunas
El corazón de la vida del creyente es la liturgia. Se trata de un paréntesis en la vida cotidiana, el recordatorio de que el encuentro con lo sagrado y lo divino es definitorio. Es el regreso al centro del mundo para recordar los vínculos que se tienen con dios y con las personas; es, también, una preparación constante para habitar el mundo y para enfrentar el mal. El interés por registrar los servicios litúrgicos de las religiones desde la cámara ha ido creciendo exponencialmente a fines del siglo XX y especialmente en el siglo XXI. Puedo pensar en tres ejemplos contundentes de la extraña fascinación que produce inmiscuirse entre un hombre y su dios. En Baraka (1992) Ron Fricke emprende la titánica tarea de dar cuenta de cómo la fe domina los intersticios de las sociedades. Contra el pregón triunfalista del triunfo de la secularización, la película de Fricke busca develar y poner en el centro experiencias marginadas de adoración y éxtasis místico. La mirada atónita ante la fe de las multitudes aparece también en el documental Marea humana (Human Flow, 2017) donde Ai Weiwei se asombra ante un momento de canto y de celebración que un grupo de inmigrantes africanos tiene en medio de un barco. Algo similar, de tamaño mucho más modesto, lo encontramos en Makala (2017), en el que Emanuel Gras concluye su retrato observacional de Kwabita con la llegada de este a una casa de oración donde puede descansar y entregarse a la experiencia de lo trascendente con oraciones y alabanzas. En Europa, este interés por el resurgimiento de la fe es parte de la sorpresa ante la irrupción del migrante en el espacio público, por lo que las espiritualidades de los extranjeros son colocadas como extrañas frente a, todavía, la mirada blanca colonial.
Desde América Latina, la fe es también emplazada en una posición marginal y ha interesado a los documentalistas asociarla/descubrirla en comunidades marginales y marginadas como son los centros de reclusión; es el caso de los documentales Mexicanos de bronce (Julio Fernández Talamentes, 2016) y Unidad 25 (Alejo Hoijman, 2008). La creencia en dios, asociada a condiciones de pobreza y exclusión, aparece también el monumental libro de Martín Caparrós Hambre donde el escritor concluye, después de observar numerosos enclaves de miseria en todo el mundo, que, ante la ausencia de condiciones materiales que sustenten la vida, es más fácil que el ser humano se vierta hacia lo divino. Una conclusión similar se desprende del corto Pepenadores (Rogelio Martínez, 1992) que sigue a una comunidad de feligreses católicos que habitan en uno de los basureros de la Ciudad de México.
¿Qué pasa, sin embargo, en las ciudades? El brinco que han dado varios grupos religiosos del confinamiento en los templos al espacio público y desde las coordenadas del fundamentalismo —como parte de movimientos PROVIDA y en defensa de la familia— ha redirigido la mirada hacia las consecuencias opresivas y agresivas de los discursos religiosos sobre personas vulnerables. Retiro (Daniela Alatorre, 2019) es uno de los ejemplos más relevantes en este sentido, ya que se detiene a diseccionar el funcionamiento de los discursos masculinos desde la iglesia en la vida de un grupo de mujeres, así como las resistencias que estas oponen a esas formas de control.
Dentro de este paisaje cinematográfico abocado a indagar las relaciones entre dios y los hombres, la joven directora Almendra Fantilli entrega en El culto (2020) una película valiosa tanto por su testimonio observacional como por su interés en encontrar en la práctica litúrgica huellas del funcionamiento completo del campo evangélico, es decir, cómo a partir del tiempo comunitario de encuentro con dios se fraguan distintos discursos sobre lo social y lo político. Todo eso se mueve en la opera prima de Fantilli. El culto registra las reuniones de cuatro iglesias en la ciudad de Córdoba, Argentina: el Ministerio Templo La Hermosa, la Iglesia Metodista La Trinidad, la Iglesia Cristiana Evangélica de Unquillo y la Iglesia Comunidad Aviva. La actitud etnográfica de Fantilli se completa con un montaje sencillo, casi obvio en el estricto orden al que se somete. Sin enfocarse en algún personaje, como espectadores asistimos simultáneamente a estas cuatro reuniones desde sus preparativos hasta el tiempo de los anuncios finales y la despedida. No hay ningún sobresalto en la estructura. En cada lugar se repite la escaleta: el ministro principal recibe a los asistentes, hay un tiempo de cantos y oraciones, continúa el sermón, se repite un tiempo de alabanzas y se recogen las ofrendas. Desde los primeros, no obstante, minutos comienza a brotar la diversidad: una de las congregaciones está conformada casi totalmente por adultos mayores, en otra predominan los jóvenes; en otra se reúnen en un templo tradicional, en otra colocan unas mesas para sentarse alrededor de ellas. En una cantan a capella, en otra con batería e instrumentos eléctricos.
Más allá de estas distinciones formales, Fantilli va insinuando desde el comienzo otras divergencias discursivas. Uno de los líderes, por ejemplo, se burla del uso del lenguaje inclusivo y después remata su comentario con un “gloria a Dios”. Las diferencias ideológicas se acentúan especialmente en el tiempo del sermón, en el que Fantilli desliza tímidamente algunas confrontaciones. Mientras que uno de los predicadores hace un rechazo explícito de la psicología y la psiquiatría, en otra reunión se advierte sobre ese tipo de posturas ególatras y segurísimas de sí mismas. Mientras en uno de los servicios se empodera la creencia como suficiente para evitar las crisis económicas, en otro se reconoce como demoníaco el comportamiento de los políticos que acrecienta las desigualdades. Estos contrapuntos, que evidencian las tensiones existentes al interior del mundo evangélico, no llevan a la directora a tomar partido por uno o por otro; al contrario, su mirada parece ser más conciliadora ya que en los créditos finales todos los participantes son referidos como “hermanos”.
Hay otros rasgos etnográficos que ofrecen cierto interés, como la participación o exclusión de la niñez en las liturgias (en un servicio son apartados, mientras que en otro participan bailando, y en uno más se les permite hacer lo que deseen); los grados de involucramiento afectivo y emocional por parte de los asistentes (experiencias como la unción, la liberación y el llanto también ocurren frente a la cámara); las distintas formas en que se da voz a las mujeres; la identificación de algunas matrices teológicas como la teología de la liberación, la teología de la prosperidad o las teologías emergentes; o la materialidad de los elementos de la liturgia (el apego de los ancianos al libro frente a la lectura en dispositivos de generaciones más jóvenes). Todo ello, desplegado casi con una función didáctica, aspira a contribuir a mejorar la comprensión del sujeto evangélico y así combatir los prejuicios que las clases medias urbanas ateas suelen tener sobre los creyentes. Es verdad que ese afán legitimador juega por momentos en contra de la película, que avanza con torpeza en varias ocasiones, especialmente cuando se embota en la sucesión de cantos; pero ello no impide que broten instantes auténticos de belleza: un niño que imita desde su lugar el comportamiento de su padre en el escenario; una mujer que teje mientras entona un canto, un anciano que se excusa frente a la cámara porque el lugar no esté tan lleno; cada uno de estos eventos consiguen comunicar experiencias excepcionales de ese triángulo que se conforma entre dios, el creyente y la comunidad y que brota desde el quehacer y la actitud cotidiana.
Dentro del panorama del “cine confesional evangélico” El culto es una grata anomalía. Acostumbrados a ver solamente películas-propaganda como los panfletos norteamericanos producidos por PureFlix (pensemos en la saga de Dios no está muerto), las diatribas discriminatorias del mexicano Paco del Toro (La santa muerte [2007], Pink [2016]), o las películas-consejo de Alex Kendrick (A prueba de fuego [2008], Reto de valientes [2011]), el “documental cristiano” se ha abierto camino especialmente en América Latina. Un antecedente a la obra de Fantilli es la colombiana Él entre nosotros (Tomás Castaño, 2017), cinta que, sin embargo, se valía de un lenguaje más cercano al reality televisivo que al cine. El culto, en este sentido, tiene uno de sus principales hallazgos en apostar por la etnografía y por lo observacional, antes que por la entrevista y el seguimiento de personaje; además inaugura una búsqueda (que esperemos retome tanto la misma directora como otros cineastas creyentes) por un lenguaje que, sin desprenderse de lo confesional, aspire a lo ecuménico, en tanto sea capaz de acercar a los espectadores y hacerlos parte de esa casa que puede ser la fe. Para El culto, además, el principal descubrimiento acaso no esté en que la cámara entrevea un síntoma de dios desde la liturgia, como ocurre en la obra de Friecke; para un creyente habituado a ello, la verdadera sorpresa no se gesta allí; sino en la revelación de que hay otro a lado nuestro. Para quien se ha ofuscado en mirar tanto al cielo, volver a ver la carne y la tierra es deslumbrante; por ello, El culto es, al menos para el creyente, una experiencia incómoda. Mirarse en un espejo siempre ocasiona un rompimiento y obliga a tener que rearmarse. Para el extraño, sin embargo, quizá no pase de ser una curiosidad. Sin embargo, como escribe Judith Butler, uno de los desafíos éticos del siglo XXI está en encontrar el camino que nos liga a los demás. Documentales como este pueden ser un buen principio para emprender esa tarea.