El doble en el cine de Brian de Palma
Máscaras, cuerpos y ficciones. Por Óscar Brox
A menudo pensamos en la figura del doble como un agente maligno, monstruo emancipado de nuestra propia identidad al que no sabemos cómo atar en corto. Robert Louis Stevenson advertía el temblor en las entrañas de su doctor Jekyll momentos antes de transformarse en Hyde, ese otro monstruoso destinado a torcer las líneas rectas de la moral victoriana. Temblor que producía temor, toda vez que las débiles estructuras sociales se veían sacudidas por sus delitos y faltas. Así, el doble es, entre otras cosas, uno de los mecanismos narrativos más provechosos a la hora de desvelar la naturaleza oculta de nuestras costumbres. El cine de Brian De Palma tiene la habilidad de jugar una y otra vez con esa clase de mecanismos, aquellos que comprenden la mirada -del director y del espectador- y su rol a la hora de seguir el relato, de perderse en cada uno de sus meandros y sus numerosos pasos en falso. En ese recorrido, el doble -una máscara, un cuerpo, una identidad- es, quizá, la mejor expresión del placer según de Palma; la posibilidad de ver todo aquello que se esconde tras la ficción.
Si hay un gesto que define a Brian De Palma, ese es la invitación.
En Doble cuerpo (Body Double, 1984), Sam invita a Jake, el protagonista del filme, a pasar unos días en su apartamento mientras él se va de gira con una compañía teatral. Nada más llegar al piso, la acción se desliza hacia la ventana del apartamento, donde un telescopio apunta hacia un edificio cercano. Tras explicarle la historia de una vecina que cada noche realiza un striptease junto a su ventana, Sam le cede su lugar en el objetivo del telescopio y le invita a mirar a través de él cómo se contonea esa mujer desconocida. Este rasgo nunca pasa desapercibido en la obra depalmiana, pues también Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980) se inicia con la invitación a contemplar cómo el personaje que interpreta Angie Dickinson se masturba en la ducha momentos antes de fantasear con su violación. Lo que ambas escenas tienen en común es que ponen de relieve el artificio que desprenden esas imágenes: si en Vestida para matar es una doble la que presta su cuerpo en los insertos más comprometidos de la escena con Dickinson, Doble cuerpo es toda ella la historia del deseo erótico hacia un cuerpo que no existe. La mirada invierte su dirección y es ahora el espectador y sus expectativas quienes son observados.
Doble cuerpo
En el cine de Brian De Palma el tema del doble compone un baile de máscaras, un detalle habitual de vestuario en su obra.
La relación entre el doble y la máscara consiste en cómo esta última comunica al protagonista con esa otra identidad que adquiere al colocarla sobre su rostro. En Passion (2012), por ejemplo, la máscara femenina terminada en una trenza rubia es un elemento que, según el momento del filme, comparten varios personajes; un juguete erótico que identifica los impulsos de los protagonistas, sí, pero también una señal que indica la farsa, el artificio que anida en la narración. O cómo esa máscara rubia que vemos en diferentes cuerpos da cuenta de la falsedad de esos dobles, cómo derrama en cada uno de ellos la identidad frágil del personaje interpretado por Noomi Rapace. La máscara es, al fin y al cabo, una forma de expresar cómo las certezas se debilitan. He ahí la función que cumple en Misión: Imposible (Mission: Impossible, 1996), donde contribuye a enmarañar el juego de espías en el que ha quedado atrapado Ethan Hunt. O un buen disfraz para perturbar el orden, como sucede en Vestida para matar y Doble cuerpo. Rasgos, en definitiva, que podemos relacionar con la manera en que De Palma emplea el tema del doble: como un agente dispuesto a debilitar el sentido del relato. Una instancia que tras esa primera invitación a mirar, nos confunde entre lo que creemos que está ocurriendo y lo que ocurre realmente.
Así expuesto, el doble en el cine depalmiano parece cumplir con el perfil de genio maligno al más puro estilo cartesiano. Razón no le falta, sobre todo cuando atendemos al descaro con el que retuerce sus tramas. Instalada en su delirio, la protagonista de Passion asiste al entierro de su jefa y observa cómo entre los asistentes a la ceremonia se encuentra la hermana gemela de la muerta, una doble exacta de Rachel McAdams. No contento con ese detalle, De Palma subraya por boca de uno de los personajes secundarios la estupefacción del momento: «No sabía que tuviese una hermana gemela». El gesto no es nuevo, pues en mayor o menor medida gravitaba sobre ficciones tan traviesas como Hermanas (Sisters, 1973) o En nombre de Caín (Raising Cain, 1992), pero funciona perfectamente como recurso que desdibuja, si cabe un poco más, las líneas del relato. Ahí radica el encanto del doble, en cómo nos conduce a través de esos senderos posibles mientras nos expone ante aquello que nos gustaría que sucediese, mientras revela nuestra identidad activa como espectadores. Quizá, en este sentido, Femme Fatale (2002) sea la película que mejor expresa esta cualidad, al utilizar a la misma actriz, Rebecca Romjin, para contarnos dos historias destinadas a converger que, sin embargo, acaban retratando, en virtud de su soberbio clímax, nuestro lugar en el cine. O cómo el doble es otra pieza más en el laboratorio depalmiano para exprimir los límites de la narración.
Hasta aquí, el doble cumple una función de recurso, una pieza más del engranaje de la ficción. Sin embargo, la obra depalmiana no se agota en esta dirección, sino que desarrolla una lectura mucho más potente sobre el tema. Con motivo del estreno francés de Passion, Eugenio Renzi destacaba un detalle con respecto al papel del cineasta en su película: sin duda, esta era una de las primeras veces en las que De Palma se veía/sentía excluido de su propio juego, en favor de las tres mujeres (rubia, morena y pelirroja) que protagonizaban el relato. Visto así, a De Palma nunca le han faltado personajes en los que inscribir su papel como creador. Ahí está el Sam/Alexander Revelle de Doble cuerpo, que juega el rol de amigo y de villano, personaje al que De Palma presta su identidad cuando, en mitad de los instantes finales, ocupa el lugar de director de esa ficción criminal que pretende culminar con la muerte de Jake, su protagonista. Como si se tratase de su doble ficcionado, Sam permite al cineasta inscribirse en el juego que está manteniendo con el público, pulsar ese último resorte psicológico. No en vano, si hay una figura que abunda en la filmografía depalmiana, esa es la del Yago shakesperiano que, como afirmaba el filósofo Stanley Cavell, detenta el papel del que implanta la duda donde siempre ha existido la certeza. Si en Vertigo. De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1959) era Gavin Elster el constructor en la sombra de la caída al abismo de Scottie, en el cine de Brian De Palma el creador nunca se esconde, sino que es una parte activa del juego.
El tema del doble, sin embargo, no se reduce al cuerpo. También está la voz. Así, esta última se convierte en doble depalmiano cuando su realizador la utiliza para ejercer el papel de director de casting en La Dalia negra (The Black Dahlia, 2006). Tiránica y vejatoria, la voz inscribe a De Palma en su propia ficción, lo convierte en un personaje mediante el cual retorcer a su gusto la misma trama del relato. Si la primera imagen que tenemos de la Dalia negra es su cadáver seccionado en dos partes, abandonado entre las malas hierbas de un solar, la información que nos proporcionará el filme de su tormento será a través de la crueldad de esos ensayos dirigidos por la voz del realizador. Qué mejor recurso que la voz, el grito, para encontrar el sentido de una ficción. En Impacto (Blow out, 1981) un encargado de sonido busca una voz para suplir el desapasionado grito de horror de una actriz en la película de serie B que está montando. Si antes hablábamos de dobles de cuerpo, aquí la cuestión se desarrolla a través de la voz. Lo hermoso de este filme es que su protagonista sí encuentra ese grito de horror que incorporará en la película, el grito de una chica muerta que, sin embargo, el cine utiliza para dar vida a esa escena y clausurar la ficción. Así, de entre todos los dobles que pueblan su obra, este es tal vez el más complejo e interesante, el que mejor desviste el armazón de la ficción.
Impacto
Apenas entrado en la treintena, el realizador italiano Dario Argento debutó en el cine con su largometraje El pájaro de las plumas de cristal (L’Uccello dalle piume di cristallo, 1970). Debido a sus carencias presupuestarias, Argento tuvo la idea de prestar sus manos al asesino en aquellos insertos en los que se cometían los crímenes. Como en toda historia del cine, lo que empezó siendo un préstamo provisional se convirtió, con el paso del tiempo, en una figura de estilo. Si los personajes argentianos empezaban a imitar los rasgos de su creador, como lejanos émulos del cineasta, las manos del realizador se transformaron en elemento del crimen. También en otra manera de inscribir a su creador en la ficción. Este detalle, aparentemente sin importancia -Lang también recurría a sus propias manos cada vez que necesitaba un inserto-, guarda un hermoso eco en Passion, el último filme depalmiano.
En una pantalla partida entre dos acciones tienen lugar, respectivamente, un pequeño ballet sobre una obra de Debussy y los prolegómenos de un asesinato. Pronto esta segunda acción acapara nuestro interés, en el momento en que nos identificamos con el asesino que avanza sigilosamente por el apartamento de Rachel McAdams. Entre el juego erótico y el homicida, la mujer se coloca un antifaz y disfruta contra la pared de las caricias de las manos de ese personaje al que ni ella ni nosotros reconocemos -llevará, elocuentemente, la famosa máscara terminada en una trenza rubia. Unas manos que, como las de Argento, nos permiten fantasear con la idea de que se trate del doble perfecto para Brian De Palma. En otras palabras, el último paso mediante el cual el cineasta no solo filma el asesinato, sino que también lo comete. ¿No es ese el deseo secreto de todo creador de ficciones? Si hay un detalle que marca la carrera depalmiana, ese es el deseo de encontrar un recurso, una instancia, mediante el cual inscribirse en su propia ficción, ya sea a través de los cuerpos, de las máscaras o de las voces. En definitiva, encontrar a ese doble perfecto que ocupe su espacio en el juego de la ficción. Passion, quizá, sea una obra de vejez en la que de Palma ya no encuentra en quién verse completamente reflejado. Y, sin embargo, hay en esas manos criminales una lectura tan potente que su cine nunca ha reflejado mejor el placer. El placer de convertirse en un doble, de ser parte activa de su ficción.