El doble y el equívoco en la comedia
Nadie es perfecto Por Fernando Solla
“Oh… I thought he kinda liked me. But all this time he was
thinking of someone else… Me! Oh, these questions…
He wasn’t interested in me… He was interested in me!”
Charles Chaplin, Stanley Kubrick, Billy Wilder, Blake Edwards… Ciertamente uno se siente minúsculo al citar estos nombres, todos ellos imprescindibles y únicos, mayúsculos y audaces, osados e imperecederos. Maestros cinematográficos cuya pericia trascendió cualquier género y estilo, sentando cátedra cómica en numerosas ocasiones (a excepción de Kubrick, con una única y aquí presente aportación). Cuatro nombres propios para cuatro comedias, de las que hablaremos a continuación. Autores y títulos quizá no tan influenciados entre sí (que también) como determinantes siguen siendo llegado el momento de delimitar la experiencia y el bagaje cinematográfico de cualquiera de nosotros y que, en esta ocasión, emparejamos dos a dos, debido a las similitudes que existen entre ellos en lo referente al uso/recurso cómico del doble, desde un doble (valga la redundancia) punto de vista: actor y personaje. Desterremos desde ya mismo cualquier atisbo de ligereza, levedad, liviandad, frivolidad o trivialidad, ya que aquí no tienen cabida.
La primera pareja de este ensayo será la del actor (Charles Chaplin y Peter Sellers) y la sátira política. Veremos por qué un mismo intérprete se encargará de dar vida a dos (y hasta tres) personajes en El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) y ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley Kubrick, 1964). La segunda la formarán el personaje y la confusión de género o identidad sexual. Veremos qué le pasa (a él y a los sujetos con los que interactuarán) cuando un personaje decide esconder los atributos que le definen irremediablemente como hombre o mujer y disfrazarse/transformarse en alguien del sexo opuesto, como sucede en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959) y ¿Víctor o Victoria? (Victor Victoria, Blake Edwards, 1982).
Tanto El gran dictador como ¿Teléfono rojo?… están conectadas, incluso concatenadas, a través de un personaje, el Dr. Strangelove (Peter Sellers), ex científico nazi que en ocasiones se dirigirá al presidente de los Estados Unidos (Peter Sellers) como mein Führer. Este personaje parece romper estrepitosamente con todo lo que abogaba el barbero judío (Charles Chaplin), de aspecto idéntico a Hynkel, dictador de Tomania (de nuevo Chaplin) en su discurso dirigido a la masa alemana adscrita al régimen genocida, únicamente posible por el parecido idéntico existente entre los dos hombres. El barbero (en un sobrecogedora y turbadora interpretación de Chaplin) abogará por una vida dirigida hacia la felicidad ajena y no hacia su miseria (“…el odio pasará, los emperadores morirán…”), deleznando a los hombres máquina que parece estar creando el poder dominante, a favor del futuro de los jóvenes y la seguridad para los ancianos, argumentando que los verdaderos esclavos son los soldados… De todo esto parece burlarse Strangelove cuando, visto lo irredimible del impacto nuclear, propone “preservar a un núcleo de especímenes humanos” en una mina protegida de la radiación, escondiendo durante un centenar de años a una nueva raza que nacerá de la selección siguiente: diez mujeres escogidas a partir de sus atributos físicos por (y para) cada hombre.
En el caso de El gran dictador que Chaplin interprete dos roles tiene un doble efecto, aunque debemos tener en cuenta que nunca aparecerán ambos personajes en el mismo plano, ni siquiera en la misma escena, algo imprescindible para conseguir la significación y sentido que se pretende con esta dualidad, ya que el equívoco vendrá dado por la similitud física entre el dictador y el barbero y, por otro lado, la finalidad es ni más ni menos que convencer a las masas de la abolición de la dictadura y la lucha por la libertad y no, simplemente, convertirlos en antagonistas, que lo son ya por su naturaleza. Lo sustancioso, en este caso, es que la profesión del doble sea, precisamente, la de barbero, como veremos a continuación. Por otro lado, lo que convierte la comedia en sátira y la emparenta directamente con la realidad inmediatamente anterior al período en que se rodó la película, es que Hynkel, dictador de Tomania, es (como todos sabemos) el doble de Adolf Hitler, dictador de Alemania, así como Benzino Napaloni, dictador de Bacteria, lo será de Mussolini, que asumió las funciones del cargo en Italia. La burla no se quedará aquí, sino que se extenderá a los diálogos, construcción de los personajes y sus motivaciones e, incluso, a la simbología (uniformes, insignias…), convirtiendo la esvástica nazi (cruz en movimiento giratorio) en una doble cruz, que parece negar (o tachar) por dos veces aquello a lo que hace referencia. Como decíamos antes, ¿por qué un barbero? Chaplin no nos negará los momentos hilarantes, pero se mostrará alegóricamente incisivo en este aspecto. Un barbero es quien cortará nuestro pelo cuando su crecimiento lo desvíe de la trayectoria natural (o no) que queremos para nuestro peinado, alguien que teñirá nuestras canas ocultando nuestras imperfecciones capilares y que afeitará o recortará nuestra barba, extirpando de raíz esos pelos que tanto molestan y ayudándonos a proyectar una imagen creada de nosotros mismos hacia el mundo exterior. Algo que, elevado, a la máxima potencia, es lo que hace un genocida cuando escoge, a razón del físico o ideología, quién formará parte de su (por otro lado tan alejada de su propia imagen) raza aria. Recordemos que más adelante, será otro barbero el que decidirá convertirse en vengativo justiciero, mucho más pesimista y sanguinario, en el musical que sirvió de base para Sweeney Todd (Tim Burton, 2007). La excelencia artística no salvó a Charles Chaplin de ser uno de los profesionales más perseguidos durante la caza de brujas anticomunista del republicano Joseph McCharthy. La Historia siempre se repite.
Télefono rojo, ¿volamos hacia Moscú?
Lo que Chaplin evidenció e intentó razonar, apelando finalmente a la emoción, que es por donde se nos suele ganar a todos, Kubrick lo convirtió en una desternillante a la vez que angustiosa, acongojante, desolladora y escarnecedora sátira política en la que Peter Sellers encarnó a tres (originariamente iban a ser cuatro) personajes. En ¿Teléfono rojo?… tanto los estudios como los nombres implicados mostraron la satisfacción producida por la interpretación de Peter Sellers en Lolita (Stanley Kubrick, 1962), película inmediatamente anterior a la que nos ocupa y donde el truculento y único personaje de Sellers se desdoblaba en múltiples identidades. Aquí no, son tres personajes distintos con una sola identidad. Capitán Lionel Mandrake, Presidente Merkin Muffley y Dr. Strangelove. En esta ocasión, los personajes interpretados por Sellers no ejercerán roles antagónicos sino complementarios, la misma cara de la moneda vista desde tres prismas distintos, con la finalidad de satirizar la Guerra Fría sin increpar, esta vez, a ningún personaje histórico en concreto pero ridiculizando extremamente varios sectores o gremios del poder político y militar. O eso nos quiere hacer creer Kubrick. Que al principio de la película leamos en un cartel “ningún personaje intenta emular persona alguna, viva o muerta” es ya una provocación, más cuando se ha reconocido que para encarnar al presidente, el actor se basó en Adlai Stevenson, demócrata protagonista de la crisis de los misiles cubana. Que un científico alemán se dirija al presidente de los Estados Unidos (siendo interpretados por el mismo actor) como mein Führer y que el presidente acepte la selección de posibles supervivientes al holocausto nuclear es más que elocuente, hermanando de nuevo a Chapin y Kubrick, maestros que desde la ficción nos dan una lección de Historia y Cine. Que el segundo finalice su película con una secuencia de varios bombardeos reales al ritmo de la canción We’ll Meet Again, interpretada por Vera Lynn, no es más que otra burla apocalíptica al futuro que nos esperaba a las generaciones posteriores.
Cambio de pareja. Ahora es el turno de Billy Wilder y Blake Edwards y la comedia de enredo provocada por los equívocos de identidad genérica. Tanto Con faldas y a lo loco como ¿Víctor o Victoria? son dos excelentes ejemplos al respecto, y además perfectamente complementarios, ya que en el primer caso son dos hombres los que se trasvisten y en el segundo una mujer. En ambas películas, los personajes emulan ser alguien del sexo opuesto por una necesidad imperante: escapar de una banda de mafiosos en el Chicago de 1929 y la Ley Seca en el primer caso, y no morirse de hambre en el París de 1934 y ganarse la vida en los cabarets de la ciudad, en el segundo.
Lo que en 1959 podía ser percibido como una broma más o menos inocente, se rebela como el colmo de la sutilidad, el doble sentido e, incluso, mala leche desde un punto de vista actual. Billy Wilder filmó con mano maestra una película cuyo argumento podría haberla hecho caer en el ridículo más estrepitoso, sino hubiera estado tan bien defendida por el realizador y los intérpretes. Jack Lemmon y Tony Curtis como Joe y Jerry, o lo que es lo mismo, Josephine y Daphne (al personaje nunca le gustó Geraldine). Metidos en una orquesta femenina como si de un programa de protección de testigos se tratara, la peripecia servirá para superar el vigente aunque algo manido discurso unidireccional sobre la guerra de sexos y darle la vuelta. De este modo, Sugar Kane (Marilyn Monroe) será tanto o más manipuladora que sus compañeros, equiparando a ambos sexos.
Con faldas y a lo loco
Así, Con faldas y a lo loco se convierte en una farsa con unos diálogos que encierran una lucidez asombrosa. El personaje de Curtis, saxofonista de tres al cuarto, abandonará esporádicamente su disfraz femenino para suplantar al magnate petrolífero Osgood Fielding III (Joe E. Brown) y así beneficiarse a una Sugar/Marilyn que bajo la apariencia de víctima sexual, abandonará su pose de delicada flor de invernadero y sacará las garras cuando se trata de pescar a un multimillonario que le solucione la vida. Por otro lado, asimilando su lado femenino, el personaje de Lemmon verá en el verdadero Osgood lo mismo que su compañera de orquesta, llegando incluso a comprometerse (como Daphne, nunca como Jerry) con él. Escucharemos conversaciones entre Joe y Jerry como la que sigue: “-¿Por qué un hombre se casaría con otro hombre? –Por estabilidad. –Nunca encontraré otro hombre que sea tan bueno conmigo”. Y de ahí al apoteósico diálogo final entre Osgood y Daphne/Jerry, que tras negar su rubio natural, su capacidad para tener hijos y admitir su adicción al tabaco, se quitará la peluca para reconocer que es un hombre, a lo que Osgood responderá telúrico: “Nadie es perfecto”. Imprescindible un atento visionado bajo una mirada actual. Se disfruta todavía más.
Y llegamos a ¿Víctor o Victoria? donde Julie Andrews encarnará a una mujer que a falta de trabajo para una soprano de su categoría, se dejará convencer por Toddy (Robert Preston) para travestirse y convertirse en Victor, quien a su vez se travestirá para ser de nuevo Victoria. La broma no acaba aquí, ya que King Marchan (James Garner), empresario que simula ser un gángster, se sentirá atraído por Victor como mujer, no como hombre, a la vez que la auténtica Victoria se enamorará de King. ¿Qué hacer reconocer su ficticia homosexualidad, o no? A su vez, Norma Cassidy (Lesley Ann Warren), vulgar cabaretera enamorada de King, dejará de divertirse con y a costa del mundo gay del París de los años 30 cuando se vea suplantada en la cama por un hombre que finge ser una mujer. Menos explícito pero también abordado en la cinta, la necesidad que siente un hombre, homosexual, como Toddy de expresarse artísticamente como mujer (esa foto de cabecera de Marlene Dietrich no nos pasa desapercibida), de ahí su transformación sobre el escenario y su adoración por Victoria. Como vemos, sólo se travestirá un personaje, pero la dualidad está presente en todos los protagonistas, además de en varias escenas corales, como el baile con máscaras. Muy explícitas las bromas constantes sobre la entrada y la salida del armario, que durante el metraje se repetirán constantemente, algunas literales, otras figuradas.
¿Víctor o Victoria?
Nos encontramos en definitiva, ante una película que, a pesar de su calidad, puede ser que no esté a la altura de los tres títulos precedentes, ni siquiera de El guateque (The Party, Blake Edwards, 1968), pero que entabló ya en 1982 un diálogo totalmente explícito y directo (“-No me importa si eres un hombre. –No lo soy. –Sigue sin importarme…”), normalizando y mostrando la homosexualidad de una manera pública y desenfadada, y que encaja a la perfección con lo tratado en este ensayo, además de demostrarnos que hay ocasiones en las que un remake es absolutamente lícito. En este caso el título original fue Viktor und Viktoria (Reinhold Schünzel, 1933). A destacar también la banda sonora de Henry Mancini.
En el párrafo introductorio de este texto hemos renunciado a la ligereza o frivolidad. Finalizamos tomando nota que gracias a estos nombres propios y a sus obras nos acercamos, en cambio, al ideal aristotélico de eudaimonía, término cuyo significado suele equipararse al de felicidad, pero que se adecúa más a esa plenitud que sólo puede adquirir el ser humano mediante su capacidad de razonar y, por lo tanto, de entender, conocer y saber, algo que cuando sucede nos provoca alegría y placer. Lo mismo que sucede durante y tras el visionado de cualquiera de estos cuatro títulos. Gracias a ellos tomamos consciencia de lo que es y qué sentido tiene la comedia y, en definitiva, el Cine. Eudaimonía, pues, cinematográfica, sucede cuando nos sabemos testigos de algo único, que supera con creces toda barrera o límite con los que cualquiera de nosotros hayamos delimitado como definitorio o prototípico de nuestro nivel de exigencia para definir una película como buena, incluso excelente. Más sabios por ser más experimentados. Y en estos cuatro casos sucede doblemente. Citando de nuevo a Joe E. Brown en Con faldas y a lo loco, “Nobody is perfect”. Nadie es perfecto, pero casi. Cine imperecedero, atemporal, que todavía hoy sigue mirando cara a cara a nuestro presente más inmediato. ¿A nadie se le ha ocurrido proponer en Rusia un cine-fórum proyectando ¿Víctor o Victoria? En definitiva, cine necesario. Cine con mayúsculas.