El espantapájaros

Los cuervos se ríen Por Pablo Sánchez Blasco

Escaso espacio se le ha reservado a El espantapájaros (Scarecrow, 1973) de Jerry Schatzberg en la historia del cine moderno, o incluso entre el cine norteamericano de los años setenta. Es una de esas películas que parece habitar en un perenne olvido, y cada vez que se la recuerda es para recordar su condición de olvidada y enseguida olvidarla para que llegue otro a recordarla en la misma situación.

No obstante, quizá sea lo más justo que una película nacida con semejante vocación de rareza se haya mantenido fiel a los márgenes de la cinefilia, a un espacio difícil de acotar entre el prestigio de su Palma de Oro, el fracaso de su estreno en taquilla y algunos intentos recurrentes, aunque muy espaciados, casi anecdóticos, de abrirle un hueco entre las muchas obras extraordinarias de su período.

¿Se merece ese hueco, para empezar, el tercer filme de Schatzberg? Pues probablemente sí, aunque solo sea por reunir a Gene Hackman con Al Pacino en el punto más alto de sus carreras –uno justo antes de La conversación (The conversation, 1974) y el otro justo después de El Padrino (The Godfather, 1972)–. Pero también lo merece por encarnar como pocas obras el espíritu de su época con respecto a las nuevas posibilidades del relato, a la transformación del cine clásico y a una nueva perspectiva, más amarga y desencantada, de la realidad nacional y política de los Estados Unidos. El espantapájaros tiene algo de la itinerancia sucia de Mi vida es mi vida (Five easy pieces, 1970) de Bob Rafelson, algo de la ironía de Hal Ashby o del estilo espontáneo de John Cassavetes; tiene algo del Milos Forman de Alguien voló sobre el nido del cuco (Someone flew over the cuckoo’s nest, 1975), pero tampoco llega a ser ninguna de ellas, sino un apunte de ideas, un catálogo de propuestas que representa, de alguna manera, las intenciones de todas.

El espantapájaros

La película, por ejemplo, se inaugura con una escena de presentación en un tiempo muerto de diez minutos. Empieza en mitad de la nada, en una carretera secundaria del Medio Oeste, donde van a encontrarse dos vagabundos. El primero, el exconvicto Max, se recorta desde el fondo de la imagen y entra en escena atravesando una alambrada, como un intruso en la propia película. Y el segundo, el ingenuo Lion, aparece escondido tras las ramas de un árbol o, mejor dicho, tras el único árbol que surge visible en el paisaje. Esta secuencia nos remite, inevitablemente, a la famosa escena de Cary Grant y el avión de Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959) de Hitchcock, pero rodada con un estilo más próximo al cine de Jarmusch, vaciada del suspense, de la sorpresa o el significado que definían a aquella. Sus dos personajes son seres anónimos para nosotros, el autobús no llega nunca y, durante toda la escena, la historia se niega a empezar, a darnos algún indicio para aguardar cuál será su desarrollo.

La primera escena de El espantapájaros simboliza la idea del cine moderno al asentarse sobre la última escena del cine clásico, sobre ese instante de silencio en el que nada parece ocurrir, donde un desconocido usurpa el protagonismo y la sospecha, o el presentimiento, de que nada podría pasar, o de que podría pasar la nada en el interior de la película, sustituyen a la tensión creada previamente. Pero tampoco sucede así, pues la simple visión de la carretera, de sus curvas extendiéndose por la pantalla, funcionan como promesa de un relato, enseguida nos propulsan hacia algún objetivo que conoceremos en la siguiente escena.

Si bien Schatzberg nunca ha sido un director cinéfilo a la manera de Francis Ford Coppola o de Martin Scorsese, el cineasta construye El espantapájaros como un retrato al natural pero sin modelo, una evocación de una cierta idea del cine, de un cierto cine del que solo quedaran rastrojos sin recoger. Ante la disyuntiva de un relato ausente, de un verdadero vacío de significado, la película parece sostenerse sobre unos pocos símbolos recolectados al azar: la carretera tendida hacia el horizonte, la historia del espantapájaros que cuenta Lion, la lámpara unisex que carga este o las capas de ropa que protegen siempre a Max.

A los dos personajes no les une más que la idea de un negocio, la imagen de un camino hacia adelante que consigue construir un camino hacia atrás, un pasado de estereotipos alcanzados a través del diálogo. El personaje de Pacino, por ejemplo, dice ser un marinero recién desembarcado en un puerto que nunca veremos. Su carácter positivo justifica, además, un acercamiento humorístico a la existencia que nos hacen recordar a Gene Kelly y a los personajes que este interpretó en Un día en Nueva York (On the Town, 1949) y Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952) de Stanley Donen. Bajo su mismo eslogan, el pegadizo Hazles reír, Lion intenta convertir cada escena en un espectáculo musical a partir de la nada, literalmente de la nada que los dos recorren en su trayecto.

El personaje de Gene Hackman, por el contrario, acaba de salir de la cárcel y, entre su cigarro siempre pegado a los labios, las gruesas ropas que ilustran su actitud defensiva y su carácter susceptible hacia los desconocidos, parece recordar a los personajes desconfiados de James Cagney en los años cincuenta, a la estela de un cine negro fatalista con la condición humana.

El espantapájaros

Entre uno y otro extremo, entre uno y otro género, el recorrido de El espantapájaros se afirma en legar un reguero de improvisaciones casi jazzísticas dentro de una estructura compuesta por paralelismos. Su narración se abre y se cierra sobre dos escenas donde el humor se impone a la realidad –el primer baile de Lion y el striptease inesperado de Max en el club– alrededor de las cuales sobrevuela el pesimismo y la violencia de su época, tan cercana por momentos –el episodio en la cárcel– incluso al cine de género de Don Siegel o Ted Post.

Lo cómico y lo trágico se alternan durante un viaje más exterior que interior, más psicológico que físico, que, no obstante, vira con paciencia en dirección al gris, y, tras el lógico proceso de quijotización y sanchificación de Max y Lion, El espantapájaros se decanta por hundir las esperanzas de ambos personajes frente al decaimiento y la frustración de su entorno. La desconfianza solo genera desconfianza, pero el humor no resulta suficiente para sobrevivir a la América de 1970. De hecho, basta mirar el cine de 1973 para encontrarse la misma metáfora del encierro, de la huida errónea ilustrada en Papillon de Franklin J. Schaffner, Serpico de Sidney Lumet, Pat Garrett and Billy the Kid de Sam Peckinpah o Salvad al tigre (Save the Tiger) de John G. Avildsen.

Al final, no sabemos si el espantapájaros cumple su tarea a través del miedo o del humor, pero los cuervos siguen acechándole a la espera de un despiste.

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