El espíritu de la colmena y Adiós, muchachos
Prólogo de la vida Por Jorge Fidalgo
El escritor colombiano y premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez afirmaba que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a este artificio, podemos sobrellevar el pasado. Esta frase, en su sencillez y efectividad, desentraña los secretos mecanismos de la nostalgia y más en concreto, de por qué al volver la vista atrás, nuestra infancia se asemeja más a un jardín de vistosos colores que a un bosque de contrastes.
Sobre la infancia se ha escrito y reflexionado mucho. La mayoría de opiniones refuerzan la tesis de que la infancia es el patio en el que vamos a jugar toda nuestra vida, que las vivencias que tuvimos en ella nos marcarán para siempre y que nuestra niñez pervive en nosotros como un catálogo de imágenes positivas, luminosas y alegres; una visión que viene más condicionada por los posteriores efectos de la nostalgia que por la auténtica naturaleza de las experiencias y sensaciones. Siendo honestos, la infancia no es ese lugar inmaculado, vivaz y maravilloso que algunos pintan, pues como todo en la vida, los matices y contrastes son los que aportan variedad y, por qué no decirlo, autenticidad. La infancia es alegría, sí, pero también es tristeza; ilusión, pero también desencanto; hazañas y cobardías, sorpresas y fraudes, triunfos y caídas. Tal vez lo que le otorga ese barniz mágico a la infancia sea la inocente y a ratos fantasiosa percepción que de los lugares, objetos, personas y vivencias tenemos cuando somos unos cachorros.
Posiblemente ahí esté la clave. La ilusión con la que abríamos los juguetes en Navidades o en nuestros cumpleaños; la emoción que imprimíamos a nuestros juegos; las vibrante ebullición que sentíamos en nuestro estómago al maquinar travesurillas con las que vulnerar el orden impuesto por los adultos. La infancia es la crónica una odisea que no tiene fin; de estallidos de risa; de lágrimas de dolor ante circunstancias que queman más que el fuego; de sabores, olores y visiones que se niegan a irse de nuestra memoria aunque a veces no podamos recuperarlos.
El espíritu de la colmena
El espíritu de la colmena, opera prima de Víctor Erice, es considerada por muchos como la mejor película española de todos los tiempos. El realizador vasco, para el que no existen fronteras entre el cine de ficción y el documental, compuso un film que conjuga la poética y el naturalismo, la plasticidad y el verismo. La historia, que inicialmente iba a ser de fantasía pura y dura, derivó hacia un proyecto deliberadamente autoral que sumerge al espectador en las brumas de la infancia, en esa etapa en la que salir a recoger setas era una aventura, los caserones abandonados encerraban enigmas y los espíritus podían meterse en nuestro mundo bajo la apariencia de monstruos fílmicos.
Erice localiza la acción de la película en un pequeño pueblo de la meseta castellana en tiempos de la posguerra. Huyendo del tremendismo que supondría retratar el clima de miseria, represión y miedo que existía en aquel momento, su director opta por mostrar las experiencias al margen, las más auténticas y «nutritivas», las que se sitúan lejos de la sociedad, de la colmena a la que hace referencia el título.
Esta visón sumamente personal, que supone la dialéctica entre realidad y ficción, queda plasmada en las dos hermanas protagonistas: Ana (Ana Torrent) e Isabel (Isabel Tellería). Isabel, un poco mayor que Ana, es una niña que ya ha empezado a desterrar los atributos de la infancia y a adentrarse en el país de la juventud. Isabel no es, sino que actúa, interpreta un papel ante Ana y ante los demás. Isabel es racionalidad, pragmatismo, apariencia, seriedad; lo que queda claro en esa frase tan sencilla, y por ello tan hermosa, que le dice a su hermana cuando dialoga con ella sobre la película que acaban de ver: «En el cine, todo es mentira». Una sentencia que bien se podría extrapolar a la vida. En la vida, todo es mentira, fingimiento, pretensión, apariencia.
Ana, por el contrario, es la infancia más pura y esencial. Ana es instinto, juego, curiosidad, ilusión, lo que queda claro en esa mirada límpida y cristalina con la que asiste atónita a la proyección de Frankenstein (1931) de James Whale. Tal vez porque Ana conserva una suerte de pureza primigenia, ella es la única capaz de entrar en contacto con las entidades de otro mundo, con el espíritu que una vez conoció a la orilla del río al amparo de la noche y al que volverá a invocar a la luz de la luna.
Sin que seamos conscientes, Victor Erice es capaz de atraparnos con un relato de realismo mágico, con una historia en la que, como sucedía en la obra maestra de Mizoguchi Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu Monogatari, 1953), lo sobrenatural y lo natural van de la mano con solemnidad. Para la pequeña Ana, el espíritu de la colmena es tan real como la casa en la que vive o los familiares con los que convive. Es más, para la chiquilla, su padre (Fernando Fernán Gómez) es un ser misterioso y taciturno, un tipo obsesionado con las abejas y que vagabundea por la casa como alma en pena, igual que su madre (Teresa Gimpera), una mujer que mantiene una correspondencia secreta con un destinatario desconocido para el espectador (¿un familiar?, ¿un amigo exiliado?, ¿un antiguo amor?). El tema de las relaciones paterno filiales y las sombras que los primeros proyectan sobre los segundos es una cuestión que volvería a abordar Erice en su siguiente y extraordinario largometraje El sur (1983).
Para poder materializar este proyecto, Erice contó con el apoyo y financiación de uno de los mejores productores del cine español, Elías Querejeta, y con la pictórica fotografía de Luis Cuadrado, inspirada en el trabajo de maestros como Vermeer o Caravaggio. Mención aparte merecen las increíbles interpretaciones de todo el elenco actoral, pero muy especialmente de Ana Torrent, a la que Víctor eligió por poseer una inocencia auténtica, sin imposturas, cuando durante el proceso de casting le preguntó si conocía a Frankenstein y la pequeña le respondió con rotunda sinceridad que había oído hablar de él, pero que no le conocía personalmente.
El espíritu de la colmena es un título que se aconseja ver y disfrutar. Podríamos estar más y más párrafos desgranando sus elementos, temas y secretos, pero es el espectador el que delante de la pantalla, como hacía Ana, debe maravillarse ante el cuento que se le está relatando. El propio Víctor Erice ha confesado que es superfluo que el autor hable de su obra cuando es la obra la que debe hablar por el autor ante el público. Así que, mejor no sigamos. Visionemos El espíritu de la colmena y volvamos a ser niños.
Adiós, muchachos
Adiós, muchachos es, posiblemente, la última gran obra de su realizador, el francés Louis Malle. Sin grandes presupuestos y con una puesta en escena sobria, aséptica y en el que predominan las tonalidades frías, Malle evoca sus vivencias infantiles en un film sentido y profundamente melancólico.
Tomando unas coordenadas temporales parecidas a las de Erice, Malle ambienta su película en la Francia ocupada, a mediados de los cuarenta, cuando el continente europeo se desangraba en la contienda bélica más feroz y despiadada que jamás se ha visto. Sin ser una película de batallas o campos de concentración, el espíritu de la guerra sobrevuela el internado en el que estudia Julien (Gaspard Manesse) con su hermano mayor y al que acudirá el enigmático Bonnet (Raphaël Fejto). Indagaciones posteriores harán que Julien caiga en la cuenta de que Bonnet es un chico judío acogido por los religiosos para evitar ser capturado por los nazis.
Sin caer en sensiblerías fáciles ni en maniqueísmos, Louis Malle traza una historia que sigue los mismos parámetros estilísticos que otros trabajos anteriores como Soplo al corazón (Le suffle a coeur, 1971) o Lacombe Lucien (ídem, 1974). Su autor persigue constantemente el realismo, de ahí el riqueza que destilan sus personajes o la sensación de que estamos siendo testigos de hechos totalmente verídicos. En el caso de Adiós, muchachos, asistimos a las clases de matemáticas de los chicos que bien podrían haber sido las nuestras o a sus juegos en el patio que nos retrotraen a los de nuestra propia infancia. Y es que Malle sabe aportar las dosis de ternura justas para evitar el empalagamiento, filmando con la distancia y el sentido común necesarios para hacer de sus trabajos piezas únicas y cautivadoras. Se podría decir incluso, que uno puede verse reflejado en el universo malliano con mayor veracidad y emotividad que en cualquier filme o serie de televisión sobre niños y adolescentes en los que los problemas se magnifican hasta cotas insospechadas, los guionistas siembran las historias con tópicos resobados hasta la saciedad y los personajes son más bien estereotipos caricaturizados que seres con personalidad y carisma auténticos
Aunque inicialmente la relación entre Julien y Bonnet es un poco tensa y abundan las peleas y las palabras cortantes, el tiempo logrará que entre ambos muchachos fructifique una amistad férrea e inquebrantable, una amistad que les hará sobrevivir cuando se pierdan en el bosque, intercambiar libros de conocimientos secretos y marcarse un twist con el piano del colegio. Todo parece ir sobre ruedas hasta que al final tiene lugar la inexorable despedida, cuando Bonnet marcha y queda Julien solo, desencajado, al tiempo que una lágrima se desliza lentamente por su mejilla. Es el elegíaco momento del adiós. Del adiós a los muchachos que se van. Del adiós a la infancia.