El estudiante
Un cine urgente Por Pablo Sánchez Blasco
Ocurrió en el Festival de cine de Gijón de 2011, dos años atrás. Era la última edición dirigida por José Luis Cienfuegos y brillaban en su sección oficial Bruno Dumont, Todd Solondz, Alexander Sokurov, Jeff Nichols o Mia Hansen-Love. Y entre ellas, concretamente, dos películas que enfrentaban sin circunloquios la deriva política occidental desde el punto de vista de sus jóvenes. Low Life (2011) de Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval, francesa, europeísta, construía su discurso desde la intertextualidad entre pasado y presente, mayo del 68 y mayo del 2011, la Carmen de Godard y el diablo de Bresson. Sus creadores revisaban los planteamientos de aquella generación –intelectual, cinematográfica– en busca de un respaldo moral y emocional que proporcionar al descontento contemporáneo. La memoria de la cultura sesentayochista condicionaba su visión de la realidad y sus imágenes densas, desafiantes, se abrían finalmente al futuro como ferviente testimonio: en salas españolas aún no se ha estrenado ni es probable que lo vaya a hacer. Y entonces se proyectó El estudiante (2011) de Santiago Mitre, argentina, de bajo presupuesto, rodada al margen del sistema de subvenciones estatal y con un director treintañero. Una película austera, de manifiesta sencillez expositiva, enérgica, irritada y urgente. Y, contra todo pronóstico, la película fue galardonada con el Premio a Mejor Largometraje, Mejor Guion y el más importante en este caso, el Premio del Jurado Joven del Festival.
El estudiante colmó el palmarés de aquella edición a pesar de competir con películas de mucho mayor calado estético y teórico. Porque la ópera prima de Mitre tenía algo de lo que carecían las demás, una urgencia discursiva que conecta con nuestro presente, y no el de las salas de arte o las derivas de la cultura de élite, sino el de las calles y las nuevas formas de comunicación. El film se nos presenta desnudo de ornamentos retóricos. Su marco estético es el cine realista argentino enriquecido con leves apuntes de cine negro, de ficción periodística estilo David Simon –como bien se comentó en su día respecto a The Wire ( David Simon, 2002-2008)– o a thriller norteamericano contemporáneo –Scorsese, Gray, Hanson–. Por estructura se ciñe al ascenso y caída de un arribista atractivo, carismático, de buenas intenciones. Por diseño formal supedita el brillo de la puesta en escena a la dialéctica desarrollada en el guion. Su afán documentalista, voluntariosamente explicativo, aparece enunciado por un narrador extradiegético que nos describe desde el principio a los personajes protagonistas, cuál es el pasado y los objetivos de cada uno, cuál es el ambiente en el que se van a mover. Porque el tiempo se escapa mientras nosotros nos entretenemos, la prisa presiona las estructuras fílmicas anquilosadas frente a la urgencia de la comunicación real e inmediata. Hoy, más que nunca, es preciso hablar, decir, ratificar las verdades.
Sean consecuencia una de la otra o solo casualidad, lo cierto es que la grave crisis ideológica de nuestro sistema ha coincidido con la grave crisis de la exhibición cinematográfica tradicional. Tras el descenso del dinero de recaudación en los cines, la industria se ha retraído, cautelosa, en sus planes de producción y eso ha impedido una transición progresiva y orgánica entre sus generaciones. La urgencia de los jóvenes cineastas de hoy crece porque sus proyectos se acumulan sin salida, sus opciones se complican y se distancia el salto a la gran pantalla. Su voz, la de su tiempo, no se escucha. Mientras surgía entre la juventud un impulso anónimo exigiendo cambios políticos y sociales, los cines españoles se llenaban con Mentiras y gordas (Albacete y Menkes, 2009) –escrita por una Ministra de Cultura, para mayor vergüenza– o Yo soy la Juani (Bigas Luna, 2006), visiones de la adolescencia distorsionadas desde la madurez de los otros. El espacio que aquí podrían simbolizar las recientes Stockholm (Rodrigo Sorogoyen, 2013) o Ilusión (Daniel Castro, 2013), ese espacio conquistado a partir de los márgenes, sería en Argentina la posición que ocupa El estudiante, una película donde, además, la perspectiva generacional no ciega la lucidez y la valentía de su análisis político.
Da la impresión de que toda la película está construida para alcanzar una conclusión expresada en sus rudimentos por medio de un no, una negación rotunda de seguir colaborando en el juego de poder. En las primeras escenas Roque afirma que los políticos son todos iguales y que él no vota por ninguno. Rechaza por igual a la vieja izquierda melancólica así como a cualquier transformación o mascarada de la derecha neoliberal. Y no es mucho lo que su personaje evoluciona tras este viaje moralizante. Los políticos son todos iguales porque el sistema de votos, alianzas, concesiones y acuerdos les obliga a traicionarse para adquirir poder. Porque aquellos que nunca lo logran no aparecen en la foto; están, a pesar de las apariencias, fuera del auténtico juego. Es en este punto donde El estudiante coincide con The Wire, en el análisis de un sistema social donde la estructura piramidal constriñe cada uno de los escalones en un tembloroso equilibrio de fuerzas. Podemos confiar en que, hoy, mañana o el mes próximo, dicha pirámide se derruya o se desplome a partir de un desarreglo en su distribución. Pero ese desarreglo no va a ocurrir por una catástrofe natural, sino por una decisión convencida, seguramente individual y, sin duda alguna, dolorosa. La trama que vislumbramos en la película no comienza con Roque ni con Paula ni con ninguno de nuestros personajes. Es una larga línea en la que estos participan extraordinariamente, aprovechando su momento, venciendo batallas hasta ser vencidos por otro cualquiera. De forma muy curiosa, Roque representa menos nuestro iniciador a ese mundo de alianzas como su último participante, pues el único final posible de la historia es ese no tras el cual, efectivamente, solo pueden venir los títulos de crédito. La opción inédita de la impugnación origina en la trama un agujero negro que impide a Mitre seguir narrando. La cadena que se nos describía se ha roto para siempre. Su universo se ha colapsado por el arrebato de un solo hombre.
El guión de Santiago Mitre examina las elecciones universitarias como extensión alegórica de las democracias actuales que, a su vez, parecen extensión –pragmática– de entramados criminales bien organizados. Desde la perspectiva de Roque, las relaciones humanas son una táctica de intereses mutuos que él calcula con minuciosa atención. Si entonces la política no es más que un control orientado de esas relaciones humanas, el protagonista de El estudiante encuentra pronto su lugar en el mundo como estratega de agrupación. Mitre nos ilustra dicho instante con un plano secuencia scorsesiano que relaciona la fluidez del movimiento con la convicción de sus ideas. Sin embargo, enseguida el fraccionamiento de la planificación regresa al film para confirmarnos que su nueva vida no será, ni mucho menos, un camino espontáneo sino una constante lucha de influencias y elaboraciones. Cada personaje de la pelicula vive solo y rodeado por multitud de personajes que se entrecruzan en plano, que interrumpen sus pensamientos para imponer los suyos a los demás. La narrativa omnisciente es la apariencia insatisfactoria de lo real. Cada personaje de la película vive solo y nos desvela únicamente la sombra de sus estrategias, tal y como va a corrobarse de forma drástica en la última media hora.
Ese no rotundo, escéptico, ese no terminante de Roque demuestra al fin que es necesario un paréntesis que permita replantear por completo el sistema. Predicar en el desierto del fracaso electoral es el consuelo de los resignados. Seguir pactando ligeras mejoras sociales no puede ser ya un subterfugio. La negación que enuncia la película pretende inaugurar así la rebeldía, la desobediencia civil y la insurrección de los jóvenes, materializada en su toma –física, combatiente– de la facultad. Pero, en cambio, dicha impugnación supone también la fatídica prueba de una encrucijada, ya que detrás de ella sigue sin vislumbrarse una alternativa convincente y sucesoria. Recuperar la responsabilidad del ciudadano, aumentar la participación del sistema o potenciar las ideologías de los bloques parecen propuestas interesantes si existiera en paralelo un respaldo mayoritario. Pero Mitre no puede ir más allá de su marco de observación y transformar su análisis social en una hipótesis política: queda en manos del espectador tomar una decisión a los conflictos de la obra. Circunstancias de la distribución española han hecho que, paradójicamente, El estudiante haya coincidido estos días en cartelera con Después de mayo (Après mai, 2012), la reflexión de Olivier Assayas sobre el debilitamiento de la izquierda a partir de su apogeo. Y tras ver ambas películas en apenas unos días, uno aseguraría que seguimos paralizados en aquel momento, en aquella lucha implícita, secreta, por ahora desconocida de la que el no de Roque, su negación asumida, podría ser una repetición cíclica de un mismo vórtice o, por el contrario, el principio de otra perspectiva que debe manifestarse, no solo pregonarse, en los próximos años.