El ex-preso de Corea

Hay que amar la cuerda Por Marco Antonio Núñez

1. 70’s

El cine de los 70 tiene olor a videoclub y sábado por la mañana después de catequesis. Olor a anaqueles agobiados de estuches vacíos y barrocas carátulas que interpelaban con su violencia mi fascinación preadolescente. La mayor parte eran exploits italianos que remozaban los créditos con torpeza, los (ahora) clásicos de la factoría Spielberg, las series de 007, Rocky, un puñado de slashers, películas de artes marciales y producciones de los años 70. Por eso, para los que maduramos la mirada en barricas de las texturas groseras del VHS no podemos menos que sentirnos forasteros con la asepsia que legisla la imagen digital.

El cine de los 70 es un género en sí mismo. En aquellos tiempos, el cine de los 70 era fundamentalmente norteamericano. Era un cine que nos hablaba de la década del desencanto, conspiraciones, soledad, alienación, incomunicación y violencia. Era un cine hecho principalmente por Peckinpah, Kubrick o Scorsese. Aunque también en los improbables callejones de Sunset Boulevard, por donde amanecían algunos de los nombres que establecieron su territorio estético y moral: Romero, Craven, Hooper o Carpenter, pero también Monte Hellman, Michael Winner, Tom Gries o Walter Hill.

La cesura entre un brillante primer hemistiquio con el otro menos vistoso, pero igualmente elocuente, la salvará Paul Schrader, componiendo un alejandrino donde la falta de mesura es un principio estético, y un valor ético.

Quizá su trabajo como guionista menos conocido sea El ex-preso de Corea (Rolling Thunder, 1977; John Flynn).

 El ex-preso de Corea

2. El regreso.

Uno de los temas que marca la segunda mitad del cine de los 70 será la guerra de Vietnam y el difícil regreso de sus veteranos. Especialmente después de un largo cautiverio. Al duro recibimiento de las hordas pacifistas que culpaban a las víctimas de las decisiones de su gobierno, se sumaba la guirnalda de traumas de guerra.

Regresar no se regresa. Vuelve un cuerpo y un nombre, una voz, pero la mente quedó para siempre convicta en el país asiático, en la selva, acechado por un enemigo invisible, salvando ardides letales. O en una celda, durante interminables sesiones de interrogatorios y torturas. Nunca se regresa, no hay regreso posible. Asbhy, Cimino o Stone firmarán títulos imprescindibles sobre este no-regreso. Schrader y Flynn fueron quizás los primeros en abordarlo.

El Mayor Ranen (William Devane) y el soldado Vohden (Tommy Lee Jones) regresan tras siete años presos en alguna cárcel de Hanoi. La expresión adusta, granítica de Devane y ese par de potentes líneas de expresión que enmarcan su boca, construyen al personaje con su mera presencia. Impávido, incapaz de sentir ya entonces, es una criatura semoviente, un uniforme vacío. El consejo que dirige a su compañero y un gesto, hacen el resto, “Protégete tras las gafas”, y se encaja las suyas. El cristal ahumado vela la mirada cargada de horror que deberá afrontar homenajes y palabras de gratitud, que deberá repartirse en traiciones personales y la pérdida del hijo. Esas gafas permiten el recogimiento, aislarse de un mundo apacible que nada sabe de la jungla ni su olor a muerte, un mundo que en su corazón es igual de salvaje que aquella, solo que sus reglas son otras. En adelante, esas gafas formarán parte de su anatomía. Como el garfio que pronto ocupará el lugar de la mano derecha.

Schrader nos habla de prótesis más que de hombres, lentes, garfios y armas de fuego. Schrader perfila una nueva humanidad que ya aventuró Freud y Cronenberg desarrollará a lo largo de su filmografía en torno a la noción de “nueva carne”. Una humanidad esculpida por el buril bárbaro de la guerra y complementada por la tecnología. Una humanidad híbrida, monstruosa, carente de propósito salvo regresar al lugar del que nunca volvieron. Travis hubo de inventarse a un propósito, primero salvar a su Debbie hippie. Luego, destruir el poder, al gran Otro, en la figura de Palantine. A Ranen el propósito se lo dan los mexicanos que matan a su hijo y lo mutilan como al héroe de una saga nórdica. A Johnny el propósito se lo da Ranen cuando lo rescata de la insulsa vida familiar invitándole a volver a matar o escapar al fin muriendo.

La ironía la pone una donación generosa de su ciudad natal, un dólar de plata por cada día de cautiverio que atrae a unos delincuentes y reconduce la vida anodina de civil de Ranen hacia el propósito del guerrero.

 El ex-preso de Corea 1977 (1)

3. El dolor

El dolor no nos hace mejores. Suprime la empatía y afina la potencia predadora congénita del individuo. Además, el dolor incuba el sentimiento de venganza contra la vida, ergo, el dolor termina por destruir al sujeto. El dolor solo se vence con amor, con amor al dolor. Amar el dolor será revertir la situación, aprender a amar la vida desde su abismo sin esperar la salvación. Sin esperar nada. Dominar el dolor, hacer de él un aliado, es el modo de vencer al torturador o cualquier otro rival que vea en el dolor ajeno una fuente de poder propia.

El secreto, dirá Ranen a Cliff, el tipo que le guardó su lado de la cama durante el cautiverio reside en amar la cuerda. Antes, le ha mostrado una tortura que les practicaban dos veces al día, obligando casi a Cliff a que sea él quien ahora le inflija el castigo. El tipo pronto abandona espantado. Ranen lo ha vencido con su propio dolor. Esta portentosa secuencia tendrá su eco en El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999), cuando tanto Tyler como su alter ego, se golpeen ante sus respectivos contrincantes (el dueño del local donde celebran las peleas y su jefe) para conseguir sus propósitos. En sendas ocasiones los vencen al mostrarles lo real de su deseo.

Los asaltantes mexicanos, buscando que Ranen les diga dónde esconde los dólares de plata, meten su mano derecha en el triturador de basura. A Ranen el dinero no le importa, le importa defender lo suyo frente a unos tipos que se lo quieren arrebatar. De nuevo Ranen dará su amor al artilugio que le destroza la mano. La representación de la violencia, en consonancia con el resto del filme, es contenida, elíptica, casi elegante, algo insólito en un Grindhouse. Ranen logra vencer al torturador, pero no conseguirá salvar a su hijo. Esta pérdida incuba un nuevo dolor y pone en su horizonte un renovado propósito, vengar su muerte.

Entonces atisbamos la road movie que El ex-preso de Corea nunca es. Porque el filme de Flynn es deliberadamente estático, pese a la búsqueda, la carretera y su canción. Porque nos hace sentir que Ranen sigue atrapado, solo que ahora su celda es mayor. Solo que ahora se le permite moverse, aunque ya no tenga destino.

 El ex-preso de Corea road movie (1)

4. El estilo

El ex-preso de Corea es un filme monstruoso, una serie B de autor, el Detour de los 70, un western apocalíptico, una road movie de interiores, un filme tan físico en su representación de la violencia como abstracto en su concisión. Hay en la puesta en escena de Flynn la sobriedad de un Ulmer o un Boetticher. Encuadres precisos, iluminados sombríamente por Jordan Cronnenweth, en la mejor tradición de Gordon Willis o Bruce Surtees. Un montaje sobrio que no regala un plano ni se permite alejarse de la mirada emboscada tras las lentes ahumadas de Ranen. Solo una excepción que a buen seguro haría montar en cólera a Schrader. Desconozco la implicación de Heywood Gould como co-guionista, pero sospecho que la secuencia en la que Cliff busca a los asaltantes salió de su pluma, así como el personaje de Linda. Sendas concesiones a la acción y al romance en un filme que no concede ni un segundo a los protagonistas cuando abandonan maltrechos el burdel tras la refriega.

Y no obstante hay una manifiesta voluntad de Flynn de hacer de las limitaciones presupuestarias un carácter, un estilo. La precisa economía en la gestión de los silencios, el intercambio las miradas. La atención a los gestos, la contención de las emociones. Nada parece improvisado por Flynn, que ejerce un férreo control sobre todos los elementos de la puesta en escena.

Flynn no muestra la salida al exterior de los personajes, como tampoco lo hacía Carpenter en Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976). No hay una afuera para los presos. No hay escapatoria, ni esperanza, ni mañana. Tras lograr su venganza, han perdido el propósito.

El ex-preso de Corea final (1)

 

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