El fantástico contra el audiovisual contemporáneo
Sitges 2021 (II) Por Álvaro Peña
I.
Como los lectores recordarán —o, si son recién llegados, les recomendaría su lectura previa—, en la pasada entrega de estas crónicas tratamos de exponer la instrumentalización institucional del feminismo por parte de algunos organizadores de Sitges 2021, quienes demostraban una profunda concienciación no acerca de los problemas de los mujeres, sino del sistema sociocultural del que tratan de extraer rentas 1.
Sin embargo, sería injusto reducir el festival al intento de apropiárselo por parte de estos agentes, más políticos que culturales. Aparte de determinadas personas que consideran que Sitges trabaja para ellos, y no ellos para Sitges, siempre ha habido voluntarios, programadores y otros miembros del staff que por amor al género y al evento que lo acoge han alumbrado con su esfuerzo lo mejor de cada edición; esfuerzo a veces reconocido, a veces incomprendido por el aficionado. Es la diferencia entre adaptarse a los tiempos y contribuir a hacerlos, entre vivir del fantástico y vivir el fantástico.
En esta línea hemos de destacar la inquietud sobre las derivas del género que el director del festival, Ángel Sala, lleva unos dos años expresando, alejándose del discurso complaciente que unos pocos afeábamos al festival y sus comunicaciones hasta entonces. De los textos introductorios del catálogo, el suyo es el único que parece recoger una percepción real de los nubarrones que se ciernen sobre la industria cinematográfica de la que Sitges participa, proponiendo un rumbo a seguir que nos atañe a todos, incluidos aquellos que aman y trabajan por el festival:
«Estamos normalizando una cultura de la resistencia con tendencia a las trincheras que minimiza expresiones culturales como el cine. Vivimos una especie de genocidio cultural provocado por una expansión de lo impuesto, vulgar, desinformado, inmediato y olvidable que arrincona de forma agresiva el cine hasta justificar su reducción a lo mínimo, a la prudencia y a lo manejable, reduciendo el poder expansivo de los altavoces culturales a un mero suspiro quejoso que se pierde entre el ruido fatal y compulsivo de lo inmediato. […] resulta necesaria una planificación de futuro basada en la excelencia, la expansión y la evolución. […] Apostemos por un cine ambicioso de gran formato a la vez que sigamos descubriendo desde la base los talentos que germinan y que aseguran el futuro del género» 2.
A la declaración se le podrían poner algunos peros, entre ellos la contradicción entre una política de programación expansiva y esa voluntad manifiesta de apoyar el talento de base: programar una ópera prima prometedora no equivale a descubrirla si se entierra entre otros doscientos títulos vendidos en paquetes por las distribuidoras, por lo que al cabo habrá de ser otro festival el que finalmente le dé al debutante la oportunidad de relucir con horarios y trato de premiere. Pero al margen de lo que, guste más o menos, es una seña de identidad del Sitges de Sala —otra nunca bien ponderada sería su relativa impermeabilidad al extremismo nacionalista de la región—, su texto da en el clavo acerca de lo que está sucediendo hoy en el seno de la industria y, no menos importante, entre el público y la prensa especializada.
Si hay algo que ha reforzado la pandemia (y no solo en términos sanitarios) es el reinado de lo «prudente» y lo «manejable» en aras de la supervivencia, frente a lo «excelente» y lo «expansivo» que nace de una concepción libre y dionisíaca de la existencia; o, en lo que nos concierne aquí, de la imagen. Ese «cine ambicioso de gran formato» al que alude Sala antes se llamaba simplemente «cine», y eran otros modelos de audiovisual los que corrían con la cuenta de los adjetivos. La primera labor de un productor, de hecho, era contener las posibilidades imaginadas de la imagen cinematográfica, proclive a hechizar a los aprendices de brujo tras la cámara y, en consecuencia, a desbordar el balance contable de cualquier producción.
De izda. a dcha. y de arriba a abajo: El callejón de las almas perdidas (2021), Reminiscencia (2021), Mute (2018) y The Wild Goose Lake (2019)
Ahora la sociedad ha abjurado de la imagen inflamada, invasiva. Cineastas y espectadores han convertido lo industrial en consuetudinario, aceptando reemplazar aquel torrente visual por un suave flujo higienizado que baña cada remanso de nuestra vida ociosa y hasta laboral. El parteaguas cinematográfico, que antes separaba la gris rutina diaria de la imaginación desbocada de un domingo por la tarde, ha sido anegado por infinidad de arroyuelos discursivos —series, festivales, originals de plataforma— que mueren en la gran depresión del streaming, conformando una nueva orografía de la imagen sin relieves significativos. No es casual la proliferación de neowesterns, nordic noirs, distopías de ciencia ficción o grandes dramas en precioso blanco y negro de autores en horas bajas. Las codificaciones que antes roturaban la ficción cinematográfica, desaparecida esta, han pasado a ser performativas, meros estímulos de memorias acumuladas por espectadores de otros tiempos. Al igual que las estrellas de cine recicladas para la televisión, los géneros sirven ahora de anclaje de imágenes a la deriva, incapaces de excitar miradas o de contradecir rutinas.
Ante semejante panorama podemos convenir que, si cabe depositar alguna esperanza, es en el género fantástico, por su potencial para cuestionar y subvertir los consensos establecidos. Puestos a ello ¿deberíamos apostar por un fantástico derivativo, pequeño —aunque engole la voz con metáforas y claroscuros—, enganchado a la metarreflexión y a la búsqueda de coartadas para existir; o bien por un «cine ambicioso de gran formato» que aspire a la reconquista de la imagen mediante la «expansión» y la «excelencia» decididas en sus propios términos?
II.
La respuesta debió de parecerle obvia al jurado de Sitges 2021, pues le concedió el premio a la Mejor Película de la sección oficial a Lamb (Valdimar Jóhannsson, 2021), una cuidada producción A24 ambientada en el norte de Islandia y rodada en espectacular panorámico, con el rostro de Noomi Rapace como principal reclamo internacional. Su trama, acerca de una pareja de granjeros sin hijos que resuelve involucrar en sus vidas a un extraño cordero contra natura, elude asimismo la vulgaridad, desarrollada como un drama poblado de notas lúgubres y humor negro que se va adentrando en lo fantástico.
Por supuesto, para determinados perfiles de aficionado de Sitges, servidor incluido, todo esto no tendría por qué significar nada bueno a priori. A24 ha devenido sinónimo de «terror elevado» (It Comes at Night, Hereditary), de cine canallita del que todo el mundo habla (The Disaster Artist, Uncut Gems) o de ampulosas relecturas de tradiciones culturales (First Cow, The Tragedy of Macbeth); sin embargo, también ha dado la oportunidad a directores como Gaspar Noé (Clímax), David Robert Mitchell (Under the Silver Lake) o Claire Denis (High Life) de, por decirlo llanamente, tirarse a la piscina con planteamientos arriesgados incluso para cineastas aventureros como ellos; y ha producido obras de enjundia del fantástico contemporáneo como Under the Skin (Jonathan Glazer) o Ex Machina (Alex Garland). Si nos pidieran una valoración neutral de lo que distingue a A24 como productora, podría resumirse en que es lo más parecido a un formato prestigio enfocado a una cinefilia relativamente joven que se tiene por sofisticada —lo que explica que luzcan tan impostados los registros trash de películas como Swiss Army Man o Midsommar—.
La realidad es que para un crítico no tiene apenas mérito «descubrir» una producción A24 a un espectador target que suele aguardar el estreno con expectación, lo cual conduce a carreras poco decorosas dentro de la prensa cinematográfica por ser el primero en publicar el avance desde su presentación oficial en Sundance o en otro marco de la cinefilia cool. Asimismo, Valdimar Jóhannsson parece seguir la costumbre de la casa, combatiendo al aficionado que apoya su cine en lugar de los complejos que lo alumbran: se declara fan de Béla Tarr y se muestra reacio en las entrevistas a que se encuadre en el género de terror lo que, según el islandés, es un mezcla de drama familiar y renovador cuento de hadas 3. Sería inútil negar la obviedad, por tanto, de que Lamb se nos presenta como otra muestra de fantástico de tapa dura con relieves dorados para la crítica Meliá de Sitges, a la que solo restaría confeccionar un titular para la faja promocional que lucirá al salir al mercado.
Y, sin embargo, bajo su capa más mercantilizable ha de reconocerse una obra subversiva. Justo porque se niega a abrirse al horror explícito hasta sus últimos compases, la metáfora «elevada» de la maternidad, lo animal y lo ecológico tarda en cristalizar lo suficiente como para que un discurso más insidioso rompa la superficie de la película: una feroz diatriba contra el empeño contemporáneo en negociar nuestras necesidades emocionales con la realidad, conflicto que siempre se acaba librando en las profundidades del alma —la exposición del egoísmo a la luz del fracaso vital nos recuerda a La hija (Manuel Martín Cuenca, 2021), no por casualidad ambientada en otro bucólico paraje—. Jóhannsson da salida a la influencia de Tarr en un montaje que atiende ritmos y puntos de vista ajenos a la diégesis de los protagonistas, creando una cosmología propia, un universo cruel en el que el relato humano lucha infructuosamente por incrustarse.
Si habláramos de un film de hace diez años, esto sería lo más destacable. Pero la auténtica subversión que Lamb opera sobre el panorama actual se refiere a la imagen. El director de fotografía Eli Arenson utiliza una cámara ARRI Alexa Mini y lentes Master Anamorphic de 50mm, con las que, de manera contraintuitiva, encuadra el drama de pareja en frames amplios y limpios de distorsión, en los que además puede permitirse una iluminación mínima aprovechando el sol de medianoche. El resultado es una síntesis cinematográfica del drama humano y el orden cósmico que llama a la inmersión total en la gran pantalla: no es coincidencia que el aura de estrella de Noomi Rapace —a quien Jóhannsson conoció cuando él trabajaba de crew en Prometheus (Ridley Scott, 2012)— reluzca como en ninguna otra película suya, invocada por una puesta en escena que rechaza el multiformato y demanda para sí un único destino en lo visual.
En suma, Lamb es la impugnación de dos relativismos de nuestros días más unidos de lo que parece: el audiovisual y el existencial. Ni la imagen ni la vida son dúctiles y maleables a coste cero, viene a decir, ni pueden ser reducidas a respectivos contenedores de (auto)ficciones narrativas y psicológicas.
III.
Como hemos visto, la crisis de la imagen cinematográfica aboca el debate a superar el marco evolutivo del género. Ya no importa tanto si es arty o comercial como si se ajusta al paradigma audiovisual contemporáneo o si, por el contrario, lo violenta. Conviene no engañarse: a lo largo de la historia el fantástico —y en particular el terror— ha tendido a ser capturado por esquemas productivos de explotación en serie; de hecho, no pocas de sus obras maestras lo son por su naturaleza reactiva al modelo imperante de su época, osadías autorales que anticipan mutaciones industriales. En cualquier caso, la rebelión abierta nunca ha sido uno de sus rasgos definitorios.
Sin embargo, de la misma manera que muchos artesanos en la era dorada de Hollywood eran capaces de dejar una huella en férreas estructuras de producción, buena parte del fantástico exploitation abría rendijas a lo desasosegante y lo subversivo: un maquillaje inefable, una pátina de crueldad inesperada, un héroe corrupto o un gore de irresistible atracción para el niño que contempla el televisor desde el pasillo, sin que sus padres sospechen que ya no duerme abrazado a su ridículo peluche. Mientras salieran las cuentas y se cumpliera con cierta codificación de género para no despistar al público, quién iba a preocuparse de controlar todos esos aspectos.
Ahora tampoco se practica una censura directa —aunque en ciertas áreas, como la exhibición del cuerpo desnudo, el retroceso es palmario—. No hace falta. La mayor concentración industrial desde la caída del sistema de estudios tras la II Guerra Mundial arroja su ciclópea sombra sobre cualquier película, de manera que sus responsables, desde el director hasta el último ayudante de operador de cámara, han perdido de vista al público y solo son conscientes de la hidra productora-distribuidora-exhibidora que se cierne sobre ellos. Así, los cineastas maquillan las películas como cadáveres para ser exhibidos en una única ocasión ante una audiencia de la que no se espera reacción alguna. Vulgares planos-contraplanos emperifollados de filtros o excusados con guiños culteranos, montajes languidecientes y BSOs de sintetizador que parecen surgidas de una IA conforman un nuevo estatuto de la imagen fantástica, cargada además de una hiperconciencia de los códigos que advertíamos el año pasado 4 y que la incapacita para el asalto a lo cotidiano.
Debemos tener esto en mente a la hora de valorar un film como Last Night in Soho (Edgar Wright, 2021), psychothriller en dos líneas temporales (la actualidad y el swinging London de los 60) que fue recibido en Sitges con sana decepción, en contraste con los ditirambos embriagados de la atmósfera de evento del festival de Venecia. Incluso en los trabajos más irregulares de Brian De Palma —autor comparable en virtud de inquietudes compartidas con Wright como la fascinación de la mirada, las tramas deambulatorias o la confusión de la identidad— hallamos una gramática de la obsesión más estricta de lo que se suele reconocer; endeble, por el contrario, en Last Night in Soho, cuyo montaje yerra al no referirse al eje psicológico de la historia —el de una joven que organiza su vida en torno al ideal de la moda y la cultura de los 60— para, en su lugar, servir a un discurso en línea con el revisionismo del movimiento #MeToo, tan legítimo como coyuntural.
Last Night in Soho (2021)
Ahora bien, tampoco nosotros deberíamos poner el foco en lo accesorio. Lo valioso de Wright nunca ha sido su mensaje explicito, ni son sus películas más equilibradas las que le han destacado como cineasta —sirva de ejemplo el documental musical The Sparks Brothers (2021), también presentado en esta edición—. El suyo es un cine que tiende naturalmente hacia el descarrilamiento, a la diégesis insatisfecha que se rebela contra sus propios postulados, a la insuficiencia orgullosamente consciente de unas imágenes que acaban refugiándose en los actores o en valores de producción hinchados. Y cuando Wright se deja llevar por esta conciencia, en lugar de reprimirla, obtiene algo que hace tan solo una década se daba por sentado y en la actualidad escasea como el oro: imágenes finales, que respiran por sí mismas y hacen de puntos de fuga de la burbuja audiovisual que nos sofoca. Como Jóhannsson con Arenson en Lamb, en Last Night in Soho Wright se echa en brazos de su director de fotografía Chung-hoon Chung, y también este recurre a lentes anamórficas para filmar las partes ambientadas en los años 60, con montaje de luces intraescénico (de reconocida inspiración en Dario Argento) y movimientos de cámara cuidadosamente acompasados con los de los actores. Todo ello contribuye a crear, de nuevo, una imagen-cine opuesta a la imagen-industria, con gran facilidad para ser modulada por lo fantástico, lo terrorífico o lo melodramático; sensaciones que la gran pantalla amplifica al margen de que en su conjunto la película pueda dejarnos insatisfechos.
Otra pequeña rebelión contra la «anti puesta en escena» que constituye la lengua franca de nuestro tiempo es La abuela (Paco Plaza, 2021). La fría sensación que dejó en San Sebastián fue explorada en su momento por Javier Acevedo en su crónica del festival para esta revista, donde se preguntaba si acaso sus responsables «piensan que el etiquetado de la codificación fantástica de las imágenes —su carácter solemne, calculado y deudor del goticismo contemporáneo de James Wan— es suficiente para crear un modelo de cine de terror nuevo, cuando en realidad todo lo que se ve redunda en un artefacto cinematográfico pensado y atado hasta el extremo» 5. Estando básicamente de acuerdo con esta observación y su desarrollo —de hecho recomendar su lectura me ayudará a no extenderme aquí—, a mi parecer cabe señalar que ese goticismo de Wan y Plaza ya no representa la contemporaneidad, hasta el punto de que el guion de Carlos Vermut —quien como realizador gusta de dejar que sus encuadres goteen pausadamente diálogos y movimientos dentro del plano— trabaja activamente en su contra. A diferencia de falsos epígonos de Wan como Mike Flanagan o Robert Eggers, Plaza no confía en el trasvase fílmico del texto hacia las imágenes, y parece preparar estas para su traición. Su planificación, de claroscuros impecablemente delineados, temperatura de color estable y composiciones claveteadas, permite la circulación de tropos de terror convencionales (jump scares, exhibición de lo monstruoso), pero sobre todo construye un universo hermético donde el giro final es tan solo el de su cerrojo, y no la culminación que acaso planeaba Vermut sobre el papel.
Izda., La abuela (2021); dcha., The Deep House (2021)
También una cinta como The Deep House (Julien Maury y Alexandre Bustillo, 2021) se fundamenta en una relación orgánica entre concepto e imagen: una casa encantada en las profundidades de un lago, construida en un tanque real de seis metros de profundidad y filmada sin apenas efectos especiales —hasta el extremo de que los fantasmas son interpretados por especialistas en apnea, es decir, buceadores sin equipo de oxígeno—. La carrera de Maury y Bustillo ha sido injustamente recibida como una sucesión de decepciones a la promesa de revolución que algunos quisieron ver en À l’intérieur (2007). Sin embargo, su discurso jamás se ha ubicado en la ruptura, sino en la expansión ordenada de lo gótico, como se evidencia en The Deep House desde los primeros tiros de cámara subacuáticos de la silueta difusa de la mansión, como envuelta en brumas en lugar de agua, reeditando el viejo tropo de los clásicos de la Universal y sus reformulaciones por la AIP y la Hammer en los 60. El espacio es redefinido continuamente por elegantes paneos ejecutados por el director de fotografía Jacques Ballard, fundiendo narración y atmósfera en una suerte de trance compartido por los personajes y el espectador, como en otra tradición más reciente que también invocan los realizadores franceses: la del terror found footage, que últimamente apenas lograban honrar obras inspiradas a fuer de precarias como Hell House LLC (Stephen Cognetti, 2015). Como en el film de Paco Plaza, asistimos a una escritura con la cámara que reina sobre un libreto convencional reclamando para sí la gran pantalla. Un planteamiento antagónico al de Fabrice Du Welz en Inexorable (2021), quizá su película menos oportuna en tiempos de declive cinematográfico —y acaso por ello el futuro le guarde valoraciones más positivas—. Desandando el camino de Adoration (2019), Du Welz y su director de fotografía Manuel Dacosse ceden las riendas de las imágenes al guion del primero coescrito junto a Joséphine Darcy Hopkins y Aurélien Molas, conformando una sugerente variación de Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968) —relato que la vieja Europa reedita con elocuente asiduidad— en clave más de thriller psicológico que de alegoría social. El sutil trabajo de Dacosse, de una riqueza lumínica y cromática que parece demandar 35 mm en lugar de los 16 mm en que está rodada la película, crea los contrastes entre el (engañoso) sol exterior y las (reveladoras) penumbras interiores que, en teoría, pedía esta historia de intrusión de una criada en la mansión de un escritor adinerado; no obstante, la represión que Du Welz ejerce sobre las imágenes para someterlas al frágil esquema diegético hace del filme un objeto cerrado, incapaz de prender el pesado telón que separa la ficción de la ceremonia festivalera a la que sirve —que la persona encargada de presentar en Sitges la película no la hubiera visto indica hasta qué punto su programación era más un trámite que un acontecimiento—.
La abuela o The Deep House dan respuesta tajante al cine de imágenes vaporosas que ha cosechado fortuna en los festivales y que la crítica ha defendido como una liberación del audiovisual, cuando a lo único que ha conducido es a su maleabilidad en beneficio de los intereses de la industria. Una industria que primero ha domesticado las imágenes y ahora pretende domesticar al público para que las acepte. Por eso el fantástico no puede limitarse a construir mundos alternativos como tributo al nuestro; no puede quedarse en la evasión puntual cuando lo que necesitamos es una fuga sin retorno. La fantasía no ha de oponerse a la realidad, sino a la mentira. Y desde la orilla de Sitges vimos emerger algunas catedrales a la verdad.
IV.
La imagen hace valer su verdad cuando se resiste a ser dominada por otras. Y es lo que ha ocurrido con el cine hongkonés de la última década, subsumido por la maquinaria china en paralelo al brutal sometimiento político por Pekín de la antigua colonia británica, pero que aún sigue dando obras como Limbo (Soi Cheang, 2021). Hay algo bonito en el hecho de que Cheang, director cuya técnica empezó a despuntar en films producidos por Johnnie To como Accident (2009) o Motorway (2012), haya recuperado modos de expresión propios de la tradición cinematográfica hongkonesa, ahora que incluso su mentor ha desaparecido de la conversación del circuito de festivales que le encumbró. Con su afilada fotografía en blanco y negro y su abigarrado diseño de producción, que nos extravía entre callejones de residuos de la sociedad —en todos los sentidos—, Limbo es un puñetazo en la mesa contra ese cine chino de neones que sacrifica al altar de las modas el sudor y la sangre que esculpían la humanidad del policíaco hongkonés de antaño. Aunque las generaciones jóvenes acaso identifiquen la torpe persecución de un asesino en serie con ciertas tramas del cine coreano o —si atendemos a la sordidez desesperada de sus imágenes— de la obra de David Fincher, el pathos que concitan los personajes de Limbo, en especial el interpretado por una doliente Cya Liu que purga en sus carnes culpas propias y ajenas, recuerda a aquel cine que entre otros hiciera valer el ahora productor Wilson Yip.
Izda., Junk Head (2021); dcha., Mad God (2021)
No fue el único caso en que las pantallas de Sitges 2021 abandonaban las clónicas penumbras y los filtros rojos y verdosos de moda para embadurnarse de regurgitaciones barrocas del pasado. Más que una película, Mad God (Phil Tippett, 2021) es un acto; de esos que nos reúnen a todos los aficionados de una determinada edición. El maestro de la animación stop motion y los efectos visuales mostró el fruto de una labor de treinta años (sic) discontinua pero apasionada, cuya tremenda arritmia —son ochenta minutos sin tregua de viaje animado de un explorador a un infierno subterráneo— no debe ofuscar su importancia a dos niveles. El primero, el valor filológico de imágenes que empezaron a crearse en 1990 y han acabado siendo alumbradas en una época como la nuestra, cuando la industria trata de explotar una memoria histórica pobre, fabricada a partir de la nostalgia de las producciones Amblin y el ecosistema Lucasfilm. El salvaje y repugnante viaje distópico de Mad God la pone en solfa, refutando esa versión oficial de la historia del fantástico en nombre de todos los aficionados que todavía recordamos aquella época y sus pulsiones underground. Pero más trascendente aún es abrir una grieta en dichas estructuras de explotación mediante una aproximación asincrónica y agenealógica a la exhibición cinematográfica: el terror actual no es un destino manifiesto, y la delicada afectación en los trazos psicológicos y sociales de películas como The Night House (David Bruckner, 2020) o Candyman (Nia DaCosta, 2021) ha de vérselas de igual a igual con la sangre y las pústulas que impregnan el dantesco periplo que propone Tippett. Qué mejor prueba de esta asincronicidad que el hecho de que Mad God coincidiera en esta misma edición con la japonesa Junk Head (Takahide Hori, 2021), otro romántico proyecto de stop motion con menos tiempo de vida —arranca en un corto de 2013—, pero que comparte con el de Tippett un sentido de lo distópico abierto a lo grotesco, el laberinto como símbolo de horror y búsqueda existencial y un control obsesivo de cada imagen —Hori escribe, dirige, ilumina, diseña sets y efectos especiales e incluso hace las ininteligibles voces de los personajes—. Entre sus diferencias cabe reseñar una narrativa más limpia; una fotografía que tiende menos al expresionismo lumínico y más a resaltar las interacciones entre personajes, reforzando el mundo ficcional; o una concepción de lo cyberpunk más afín a la propia tradición japonesa, recogida en el manga y el anime de los años 80 y principios de los 90.
Aparte de estas iteraciones invasivas, de reconquista de un audiovisual colonizado por holdings mediáticos liderados por niños de papá graduados en escuelas de negocios, otros autores resignifican la imagen tras un elaborado velo de ligereza que les permite trabajarla sin intromisiones. Evidenciando lo difícil de hallar tal compromiso con el espectador en el menú diario de realizaciones líquidas y escritura deshilachada, público y crítica celebraron Beyond the Infinite Two Minutes (Dorosute no hate de bokura, Junta Yamaguchi, 2021), cuya premisa queda explica bien su título original, que podría traducirse como «Nosotros, en el límite del efecto Droste». La alusión al conocido efecto de recursividad en que una imagen contiene otra igual a escala más pequeña, y así hasta el infinito, se refiere aquí a una sucesión de ventanas temporales abiertas por algo tan mundano como un monitor, que conecta planos separados por tan solo los dos minutos que indica el título internacional. El guionista Makoto Ueda —como Yamaguchi, perteneciente al grupo de teatro Europe Kikaku— confiere al relato la precisión requerida tanto por la ciencia ficción de viajes en el tiempo como por la comedia, los dos difíciles géneros que auna. Pero es Yamaguchi con su habilidad para el montaje interno quien vigoriza un recurso tan devaluado como el plano secuencia, utilizando una sola toma que abarca el metraje íntegro de algo más de una hora. Desentendido de la espectacularidad al partir de escenarios y personajes que no pueden ser más mundanos, Yamaguchi logra con dicho recurso una tensión entre las expectativas y su materialización a los dos minutos. La limitación intrínseca a la premisa deviene estímulo para alejarse del modo imperante de entretenimiento que se ha instalado en el audiovisual japonés —incluido el cine independiente—, consistente en monótonas planificaciones donde las sorpresas provienen casi siempre de los cómicos ya presentados y no de las variaciones del cuadro y sus elementos. Por el contrario, Beyond the Infinite Two Minutes hace del encuadre algo fantástico en sí mismo, donde se hace realidad aquello que esperamos no por lógica, sino por una fe en la ficción que veremos recompensada con el mayor premio que pueda haber: el romance. Uno no puede más que aplaudir el regreso de la gran pantalla; más allá del tiempo, de los tiempos.
- PEÑA, Álvaro (2022): «Sitges 2021 (I): ¿Cine de género o cine con género?», en Cine Divergente. https://cinedivergente.com/cine-de-genero-o-cine-con-genero/ ↩
- SALA, Ángel (2021): «Bienvenida», en Sitges 2021 (catálogo del festival). Fundació Sitges Festival Internacional de Cinema de Catalunya. p.9. ↩
- BETTS, Emma-Jane (2021): «Lamb director Valdimar Jóhannsson on bringing the new A24 movie to life», en The Digital Fix. https://www.thedigitalfix.com/lamb/interview-director-valdimar-johannsson ↩
- PEÑA, Álvaro (2021): «Sitges 2020 Online (y II): Formatos domésticos, ¿fantástico domesticado?», en Cine Divergente. https://cinedivergente.com/sitges-2020-online-y-ii/ ↩
- ACEVEDO NIETO, Javier (2021): «La abuela: La vejez de un tabú», en Cine Divergente. https://cinedivergente.com/la-abuela/ ↩