El francotirador (American Sniper)
El mundo a través de la mirilla Por Pablo Sánchez Blasco
Si ha de servir para algo el estreno de El francotirador de Clint Eastwood, al menos que sea para quitar las telarañas de un concepto tan sobado como el de ambigüedad. Constantemente, solemos escuchar que una película o una serie son ambiguas, que no definen sus fronteras morales, que provocan un conflicto de lectura al espectador. Pero eso no es verdad; en la mayoría de los casos se trata solo de una suspensión temporal del juicio. Ambigüedad, como equivalencia de dos interpretaciones distintas, como indefinición, o incluso confusión de su discurso, es lo que genera un film como El francotirador: gesta patriótica para algunos y crítica antibelicista para otros. Una película que parece irresoluble desde la neutralidad, tan sometida a los matices que obliga a completarla desde el prejuicio, adoptando la filosofía maniquea del western o rechazando el intervencionismo “moral” de los Estados Unidos.
En realidad, yo todavía no tengo claro cuál de las dos lecturas es más correcta. Y tampoco estoy seguro de que alguna de ellas merezca la pena. Para empezar, El francotirador no es, como se ha repetido, un biopic tan sencillo del soldado Chris Kyle. Ya que todas sus escaramuzas son inventadas. Ninguna aparece en su best-seller de memorias que apenas nombra al francotirador Mustafá, por lo que resulta también falso que Kyle le derrotara en una operación de alto riesgo. Eastwood, o su guionista, recoge la leyenda del francotirador para reflexionar sobre la vida de los soldados. La rápida conversión de Kyle en un mito le abre las puertas de ese juego. Y su inmediatez lo hace, si cabe, más perverso, más peligroso y desconcertante. Este Chris Kyle cinematográfico resulta entonces un personaje escrito bajo los estereotipos del western –es presentado de joven bajo un sombrero vaquero–; un americano ingenuo y violento como lo era El sargento York (Sergeant York, 1941) de Howard Hawks. Si a uno le convencían para matar en nombre de la patria, al otro le enseñan a no titubear ante las mujeres y los niños. Educado así desde la infancia, Kyle madura con una visión, o con una ceguera cultural que condiciona su obediencia en el ejército. Para él hay hombres buenos y hombres malos en el mundo. Y la misión de los buenos es luchar contra los malos para proteger a los demás.
Este interés de Eastwood por la construcción de la historia oficial no es, ni mucho menos, nuevo. De ello trataba su díptico sobre la 2ª guerra mundial, la más optimista Invictus (2009) y su biopic de J. Edgar (2011), que fue recibido con una condescendencia inexplicable. De hecho, Chris Kyle tiene mucho en común con el director del FBI. Ambos son personajes con un punto de vista excluyente respecto a la alteridad, y que llegan a trastornar su percepción. En la primera, la ficción se va independizando de la realidad hasta un desenlace lúcido y demoledor. Y en esta, aunque no contemos con ese giro final, la subjetividad del narrador se hace evidente desde su prólogo, en el que Kyle se sugestiona para el asesinato de un niño iraquí. El protagonista debe recurrir al imaginario de su infancia para justificar, mediante un largo flash-back, el crimen que ha de cometer. ¿Debemos identificarnos nosotros con su decisión? ¿O debemos distanciarnos y separar nuestro punto de vista del suyo? En una escena de su entrenamiento, curiosamente, Kyle comenta que la mirilla limita su campo de visión; él prefiere mantener el otro ojo atento a todo lo que ocurre fuera de la lente.
Mirar o no mirar por ese objetivo condiciona la experiencia de El francotirador. Si los republicanos observan a través de la mirilla, la obra se convertirá en una gesta del héroe patriótico. Por el contrario, si los demás rechazamos ese impulso, el film de Eastwood exhibe una autoconsciencia en principio inadvertida. Y ambas películas conviven dentro de El francotirador; solo dependen de los mecanismos que activemos en su experiencia. De este modo, el personaje de Chris Kyle muestra una irónica similitud con el protagonista de la reciente Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014). En ella, el joven Lou Bloom llegaba hasta el asesinato siguiendo las máximas teóricas del capitalismo. Y en esta, Kyle actúa de forma semejante guiado por la teoría del cowboy paternalista, violento y defensor de una moralidad cifrada en el bien común. Kyle se alista en los marines tras un atentado contra los Estados Unidos. Allí se obsesiona con salvar la vida de sus compañeros mientras su figura se hace legendaria. Pero no muere en la guerra, durante una contienda, sino asesinado por un admirador, igual que hacía el trágico Jimmy Ringo de El pistolero (The Gunfigter, 1950) de Henry King. Kyle fallece víctima de su propia obra, de un problema que no advirtió en los estrechos límites de su mirilla, hecha para ver a grandes distancias pero no para mirar de cerca, hacia su propio hogar.
Esta dicotomía entre fuera-dentro, lejos-cerca, se muestra recurrente durante toda la película. Eastwood rompe muy pocas veces el punto de vista de Kyle y siempre para exacerbar el maniqueismo del conflicto. Lo hace cuando el carnicero liquida a un niño en plena calle, algo que Kyle no puede estar viendo por encontrarse aislado en una azotea. Y lo repite con las apariciones de Mustafá, caracterizado como un asesino meticuloso que vive solo para su misión. Podría pensarse incluso que Kyle, al igual que J. Edgar Hoover, confunde la realidad con la fantasía, y solo así podríamos comprender el plano subjetivo de la bala que acaba con la vida del tirador iraquí. Según el personaje construye su ideología, ésta construye el relato que nos ofrece El francotirador. Sus contradicciones internas serían la bandera de alerta para no dejarnos llevar por la emoción del combate. En una escena fundamental, Kyle parece ver en televisión una secuencia bélica que le perturba. No obstante, cuando la cámara gira en redondo notamos que el televisor está apagado: la guerra existe solo en la cabeza trastornada de Kyle, cuya imaginación le hace ver fantasmas. Así que nuestro narrador no es en absoluto fiable.
De hecho, casi todas las escaramuzas de Kyle acaban en fracaso. Se muestra incapaz de proteger al confidente iraquí. No evita la muerte de sus dos mejores amigos. Y su “ojo por ojo” tras el ataque a Biggles solo conlleva nuevas víctimas americanas. A su alrededor, tanto su esposa como su hermano, sus compañeros o sus doctores cuestionan la finalidad de la guerra. Y cada una de estas frases va reforzada por un travelling de acercamiento que deja la pregunta en el aire, sin resolver. El francotirador no emite, pues, una apología de la guerra de Irak. Aunque tampoco es la crítica antibelicista y responsable que han aireado algunos. Algo debe fallar en una película que solo ha producido lecturas simplificadas de su confusión –o ambigüedad– narrativa. Cada espectador, en cierto modo, ha visto aquello que quería ver. La película no ha persuadido a los intervencionistas de sus errores ni ha convertido al contraterrorismo a ningún liberal. Aquellos que simpatizaban con la virilidad cínica y disfrutable de El sargento de hierro (Heartbreak Ridge, 1986) o El principiante (The Rookie, 1990) tampoco encontrarán aquí motivo de satisfacción. Ya que Chris Kyle no es presentado como un héroe resolutivo, sino como un héroe moral y apegado a sus ideales.
Creo que ahí se encuentra el corazón y el mayor desliz de la película, la razón de su profunda ambigüedad. Porque no basta con mostrarnos que el héroe americano íntegro ha convertido su filosofía en un trastorno de estrés postraumático. Al definir a Kyle como un ingenuo de la política internacional, El francotirador defiende la posibilidad de que sigan existiendo esa clase de personajes, esa clase de héroes. Desde entonces, la metonimia del protagonista con su país resulta insoslayable, aunque sea involuntaria. Kyle invade Irak para defender, con absoluta convicción, la seguridad de sus seres queridos, no por intereses petrolíferos en la región. Kyle mata solo cuando lo juzga indispensable, se siente mal tras hacerlo y se alegra cuando puede evitarlo –la segunda escena con el niño–, lo cual ya difiere del verdadero Chris Kyle, que hinchaba el número de sus víctimas por egocentrismo, o de una cultura que celebra la guerra como potestad del país más poderoso del mundo.
En definitiva, la existencia de un protagonista como Kyle dignifica automáticamente a su bando respecto al enemigo. Un individuo nunca crece aislado del sistema de valores imperante, y Kyle hereda las creencias de su padre y sus superiores militares. Se trata de un héroe a pesar de los tiempos en los que vive y de las guerras que le toca luchar, indignas de su esfuerzo. Pero un héroe al fin y al cabo que cree defender el bien, el orden y la familia. El francotirador resulta así víctima de las propias estructuras que utiliza para cuestionar las guerras actuales. Porque la obsesión con cumplir unos valores ficticios nunca será peor que la ausencia de valores, verdadero socavón de la política internacional y del sistema capitalista. Y es que hoy en día, aunque nos parezca lamentable, el Lou Bloom de Nightcrawler está más cerca del hombre de nuestro tiempo que el Chris Kyle de El francotirador.