El futuro
Los muertos Por Manu Argüelles
Uno a uno nos vamos convirtiendo en sombras. Mejor pasar valientemente a ese otro mundo en la plena gloria que apagarse y marchitarse tristemente con la edad.
Soy consciente que abrir con una cita sobre muertos en una película titulada El futuro presenta un tono sombrío. Algo quizás poco afortunado para una película cuya aleación de film-ensayo funciona como plataforma para debatir ideas y alzarse así como un dispositivo que integra lo político desde un cauce menos convencional. Pero lo que a mí me interesa particularmente es el nexo común con la película de John Huston. Lo mismo que recojo de obras como Holy Motors y La gran belleza, películas que me desgarraron. De hecho, de la de Sorrentino, hoy en día, quisiera escaparme pero no lo consigo.
¿Qué tendrán que ver unas cintas tan dispares ambientadas, una a principios del siglo XX en una cena en Dublín con gente de clase alta, mientras la otra nos lleva a 1982, en plena Movida madrileña con jóvenes de clase media? No pueden situarse más en las antípodas. La primera con una autoconsciente voluntad testamentaria, la segunda dirigida por un chico con toda una trayectoria por delante. Ambas registran una reunión de amigos, pero difieren totalmente en la retórica utilizada. Huston desde el clasicismo nos deja en lo académico de las películas de qualité. Luis López Carrasco aplica la metodología del documental found footage (no confundir con el cine de terror que simula la grabación doméstica) y hace uso de los recursos del cine experimental. Pero ambas con su expresividad NO explican una historia, quizás Dublineses se camufla mejor en el micro relato múltiple, por aquello de que sigue los cauces del cine narrativo, si bien las dos pretenden, por encima de todo, captar presencias. Son los rastros de algo que va a desaparecer. Se embalsama un instante, como si tuviesen la capacidad de la fotografía que en su captura lo propulsa hacia lo eterno. No obstante, el cine como como movimiento sólo puede dar crónica del tránsito de lo efímero. Por eso sólo puede aspirar a filmar fantasmas que reviven en la pantalla. Se les arranca desde los muertos, otros tiempos donde existieron, y se les trae al presente pero desde su intrínseca condición fugaz. Además, ambos directores se ven impelidos a hacerlo patente en su desenlace. John Huston utiliza la voz en off reflexiva, la del pensamiento. Luis López Carrasco sobre impresiona en una sucesión de imágenes congeladas de sus personajes (ese momento perpetuo de la fotografía), un gran círculo negro que horada la imagen, no sólo la gráfica negación de lo imperecedero sino la absoluta refutación del porvenir.
De hecho, el film empieza con la pantalla en negro mientras escuchamos una alocución radiofónica que rescata la victoria del PSOE en las elecciones de 1982. Un clima optimista, donde Felipe González habla de consolidar la democracia, la que hemos heredado, mientras la efervescencia cultural de la entelequia hoy conocida como Movida Madrileña, que tuvo su resquicio para emerger en la transición, iba a estar condenada a su extinción. Una serie de individualidades multidisciplinares con impulsos creativos, que se autodefinían como apolíticos, hedonistas y nihilistas y que hacían lo que les apetecía, mientras disfrutaban de una libertad negada durante tanto tiempo. Vivían el presente a su manera, al margen de lo que fuese dictado por la sociedad mayoritaria, que les importaba bien poco. El futuro recupera a esa juventud que vivía en esa órbita, un grupo de gente que se reúne en una fiesta.
Una especie de arcadia culminada y abocada desde su misma aprensión como algo que no podía ser perecedero. Así que la película de El futuro en lo relativo al ambiente político conecta también con No de Pablo Larraín, dado que ambas parten de un mismo arranque de esperanza, pero vehiculan lo ideológico de diferente manera. Si el chileno efectúa una desmitificación sin piedad de los diferentes grupos políticos a través de la sátira despiadada y nada complaciente, Luis López Carrasco opta por el film de tesis desde la abstracción. Considero que si se adopta lo conceptual de forma tan decidida éste no necesita concretarse, si bien él decida clarificar su hipótesis, que además validamos, en un epílogo que acaba resultando un añadido un poco redundante.
Pero pecata minuta. No voy a ser tan aventurado de teorizar más sobre la Movida Madrileña. Aparte de que no sea el espacio, tampoco puedo hablar por experiencia. Me pasa lo mismo con los 70 del glam-rock, siento una nostalgia irresistible por aquellos tiempos que no viví, como le pasaba al John Ford de Peter Handke en su novela, Carta para un breve adiós. Resulta más placentera que la melancolía, porque en lo que se refiere a mi propio pasado no tengo ninguna añoranza. Así pues, según lo que yo he procesado, ahora mismo me cuesta concebir un exponente cinematográfico que transmita mejor esa atmósfera que cómo lo ha hecho López Carrasco. En su apuesta radical y en su encierro uno palpa una obsesión por un presente que proyectado en el futuro desaparece. Al proceder a un simulacro como si fuese metraje encontrado de una antigua fiesta -filmado en 16 mm para evocar la textura adecuada de la época, factor que también tuvo en cuenta Pablo Larraín en No-, evidencia su conciencia metalingüística, conforme estamos en un tiempo fantasmagórico. Y todo lo proyectado apela a lo subjetivo. Nos plantea como sujetos de la sensación, antes que receptores de lo fenomenológico, lugar de lo narrativo.
Es un mundo descompuesto, perfectamente vehiculado a través de lo formal. Tal como afirmó su director en el coloquio posterior al pase en el D’A, los actores eran filmados con teleobjetivo para que no supiesen en qué momentos estaban siendo grabados. Eso favorece que se muevan y se comporten espontáneamente mientras la cámara trata de de visibilizar unas siluetas, siempre al borde, entre lo figurado y lo borroso, énfasis que acrecienta su carácter espectral. Una imagen que imita el registro amateur y casero, se desincroniza con el sonido, coloca a los personajes fuera de foco y los distorsiona hasta el punto que se hace inestable y frágil; opaca y poco funcional, que funciona más como indicadora que reveladora. Ello nos provoca la visión interna en la multitud. Aunque parezca que nos distanciemos el efecto es todo el contrario, acabamos inmersos en un desfile de fantasmas.
Por ese mismo motivo los diálogos serán prácticamente ininteligibles, a través de una ensordecedora música, signo identificativo de la época, y que nos permite sumergirnos con mayor eficacia dentro del espacio, ya que nos evoca las mismas dificultades acústicas y visuales que tendríamos estando allí presentes entre la multitud. Pero a la vez, en tanto que estamos ante un proceso de algo que ya ha existido, la imagen también se hace autoconsciente en su reconstrucción, dado que incorpora un artificial desgaste del celuloide, sometido a múltiples efectos que contribuyan al aspecto de ser imágenes previamente filmadas. Es, por tanto, un artificio que nos coloca en el precipicio de la desintegración. La ficción como artefacto se inmiscuye en el paradigma documental y la imagen se deshace. Además, la mirada que todo lo articula relaciona esa muchedumbre con su propio pasado. Inserta instantáneas de la España franquista, la del 82 retratada actúa como brutal contraste en cuanto ellos encarnaban una total ruptura, y las acompaña con la letra de la canción de Aviador Dro, Nuclear sí, por supuesto, incorporando una instrumentación del documental vanguardista cuando recicla imágenes ya filmadas y la reescribe con un uso satírico y desmitificador, descontextualiza el origen y otorga nuevos significados a través de nuevas asociaciones creadas explícitamente por el creador.
El futuro se despoja de su carácter narrativo, lo textual se canaliza por otra vía alternativa al relato estándar. Se fragua a través de destellos y reflexiona sobre ese tiempo en presente como una huella del pasado. Una dialéctica vampírica que trata de plasmarnos y hacernos sentir lo verosímil en bruto, mientras no deja de recordarnos que estamos ante los cadáveres de nuestra memoria cultural. Nuestra vivencia se acompaña del vacío que existe detrás de todo ello, nosotros mismos. El futuro no existe, o peor aún, es nuestro presente.