El gato con botas: El último deseo
El triunfo de la repetición Por Samuel Lagunas
A mediados del siglo XIX, Karl Marx escribió que la historia se repite siempre dos veces: una como tragedia y otra como miserable farsa. Está claro que, si el pensador alemán hubiera conocido los Universos Cinematográficos, y los más recientes Multiversos, lo menos que hubiera hecho era meterse un balazo en el pie. O tal vez no, y estaría encantado. Porque ¿qué ha hecho la historia, durante las 4 fases del Universo Cinematográfico de Marvel sino repetirse, ya no una, ni dos, ni tres, sino infinitas ocasiones? ¿Tragedia? ¿Farsa? Marvel-Disney han pasado por ambas una y otra vez. Y otra. Y de regreso. La repetición es la clave de su éxito y de su fracaso.
Los estudios de animación de Dreamworks nacieron como un contrapunto de Disney. No sólo porque uno de sus líderes, Jeffrey Katzenberg, provenía de la empresa del ratón, sino porque sus primeras películas —Antz (Hormigas) (Antz, Eric Darnell y Tim Johnson, 1998), El príncipe de Egipto (Brenda Chapman, Steve Hickner y Simon Wells, 1998) y Shrek (Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001)— fueron un claro, y hasta original, manifiesto contra-Disney. Si, por un lado, Dreamworks aspiró en sus primeros años a contar épicas animadas que emularan al Hollywood clásico y “dignificaran” el quehacer del animador; por el otro, buscaba la mejor manera de dialogar desde el chiste y la burla con la industria cultural hegemónica y así diversificar sus audiencias. La anécdota es más que conocida. A finales de los 90, los artistas que ya no cabían o que cometían algún error en la animación de El príncipe de Egipto eran enviados como castigo a trabajar en las secuencias de Shrek. Desde luego que animar al hombre judío más importante de la historia era mucho más gratificante que dar vida a un ogro verde y feo. No obstante, el tiempo y la taquilla acabarían por invertir la balanza y, 20 años más tarde, Shrek se ha convertido en un icono de la cultura popular norteamericana —y global—, además de un eslabón importantísimo en la cronología de la historia de la animación. Y es que si Bakshi había desmontado la moral ideológica de Disney en 1972 en aquella emblemática escena de Fritz el gato donde Mickey dirige a los aviones militares a bombardear un barrio de afroamericanos; en 2001 el lenguaje posmoderno de la parodia invadió la animación de los grandes estudios y un par de ogros y un burro se encargaron de demoler el otro corazón de Disney: sus cuentos. El acierto fue contundente y se convirtió en marca personal de la casa. No es azaroso, incluso, que en 2017 Dreamworks lanzara Las Aventuras del Capitán Calzoncillos (David Soren), subtitulada en inglés “La primera película épica”, como si así enmendara la plana del pasado, reconociendo en Shrek y no en El príncipe de Egipto su acta de nacimiento.
Lo que pasó entre 2001 y 2016 es de conocimiento común. Se estrenaron tres películas más de la saga de Shrek y un spin-off protagonizado por el Gato con Botas (Antonio Banderas), cada uno más problemático y fallido. La caída fue tan evidente que, en 2017, ante la adquisición de Dreamworks por Universal, Katzenberg fue reemplazado por Chris Meledandri, sin duda el segundo o tercer hombre más importante en la actualidad de la animación industrial norteamericana (a la par seguramente de Pete Docter de Pixar y de la dupla Lord-Miller de Sony). El creador de los Minions y exjefe de Illumination tomó Dreamworks con una misión importante: revivir la franquicia de Shrek. El gato con botas: El último deseo (Joel Crawford, Januel Mercado, 2022) es el cumplimiento de esa misión.
En El gato con botas: El último deseo la leyenda felina enfrenta una crisis fulminante: ha alcanzado su última vida y con ello ha perdido su vitalidad y valentía. Así, vencido por el miedo y perseguido por la muerte, decide retirarse y convertirse en un gato común hasta que encuentra una manera de recuperar sus nueve vidas: el mapa que lleva a la estrella del Último Deseo. El argumento no despierta mucho interés, pero tanto Crawford y Mercado, como la dupla de guionistas encabezada por Paul Fisher, han logrado una película dinámica (atención a esos increíbles momentos donde la perspectiva del plano se sitúa desde adentro de un instrumento musical o desde el fondo de una tumba), divertida y aleccionadora por igual. La clave de ese éxito está —no podía ser de otro modo— en que la película es una sinfonía de repeticiones. Por un lado, la fórmula dramática que funcionó a la perfección en la primera entrega de Shrek aquí vuelve a brillar: un antihéroe en crisis, una doncella aguerrida y una mascota cómica (con un pasado lleno de infortunios y con complejos corporales) se embarcan en un viaje de múltiples (auto)descubrimientos. Luego, uno de los elementos nodales del conflicto es casi idéntico: hay un secreto que guarda uno de ellos que sólo sabe la mascota (en Shrek era la maldición de Fiona, aquí es la condición mortal del Gato). Las referencias y autorreferencias vuelven a usarse con gracia: hay cameos de Pinocho, Shrek y la galleta de Jengibre que hacen que no olvidemos de dónde vienen las imágenes que estamos viendo. Técnicamente, el uso del cel shading o sombreado plano en las secuencias de acción (que tan bien ha comentado Alberto Corona en su crítica de la película) se convierte en un guiño a lo que hizo con genialidad Spider-Man: Un universo nuevo (Spider-man Into the Spider-verse, Bob Persichetti, Peter Ramsey, Rodney Rothman, 2018). Pero el rasgo que me parece más contundente está en la repetición vivaz de la mordacidad de la parodia que apareció por primera vez en Shrek, pero que se fue perdiendo con las sucesivas entregas. La subtrama de Ricitos de Oro y los tres osos (presentados en El gato con botas: El último deseo como una banda de ladrones) es igual o hasta más encantadora y dolorosa que la trama principal, así como el villano Gigante Jack Horner tiene un carácter y unas motivaciones mucho mejor justificadas aún que Lord Farquad, debido especialmente a que provee —y que él mismo es— un costal de referencias a los objetos mágicos de Disney.
El arco de crecimiento del Gato con Botas es, al mismo tiempo, una lección moral y una parodia. Por un lado, efectivamente, se trata de un carpe diem que invita a las infancias y a las audiencias adultas a mantener a raya las agonías y el pesimismo y a reconciliarse con su vida porque es la única que tienen. Después no habrá más. Pero, por otro, la película también puede verse en este aspecto como una patada doble en los tobillos de Disney. La escena donde Gato se encuentra con sus vidas pasadas atrapadas en un cristal bien puede recordarnos a otra de la última entrega de Spider-man: No way home (Jon Watts, 2021), en la que Peter (Tom Holland) ve enjaulados a personajes provenientes de otras películas, misma que prefigura el epifánico encuentro con el Spider-man de Tobey McGuire y el Spider-man de Andrew Garfield. Pero la decisión última de Gato y el rompimiento de la estrella del Último deseo demuestra que él no está interesado en “reiniciar” sus nueve vidas y aventurarse en una fantasía igual de hedonista que el multiverso. Eso es de cobardes y egoístas que temen los puntos finales. Asimismo, la embestida contra Disney apunta ingeniosamente hacia el futuro. Si la empresa del ratón estrenará en 2023 la película Wish que contará la vida de la estrella que cumple todos los deseos de los cuentos, en El gato con botas: El último deseo, Dreamworks se ha encargado de hacer añicos a esa estrella por anticipado. ¿Para qué pedir un deseo más si todo lo que necesitamos está frente a nosotros? Así el genio —así la maravilla— de la película. Pero así también la prefiguración del desastre.
En la escena final de El gato con botas: El último deseo (casi una escena post-créditos, recurso mercadotécnico que consagrara Marvel y aquí repite Dreamworks) Gato, Kitty Patitas Suaves y Perro se dirigen al reino de Muy Muy Lejano a visitar unos viejos amigos. Uno se pregunta qué pasará cuando Shrek, Fiona y Burro descubran que esos otros tres se han convertido en un trasunto de sus vidas. Será como mirarse en un espejo: una ¿última? repetición de la historia: primero como éxito, luego como fracaso. Ojalá me equivoque.