El hombre más enfadado de Brooklyn
Robin se marcha muy cabreado. Por Enrique Campos
Bajo otras circunstancias, El hombre más enfadado de Brooklyn habría pasado por ser el enésimo Cuento de Navidad, más o menos remozado, otro olvidable intento de reciclar el espíritu de Capra: porque la vida puede ser maravillosa. Gentes de muy mal café, sacos de culpa con patas, que viran la nave cuando el lobo enseña sus orejas. Es un subgénero en sí mismo y nos ha deleitado con lloreras monumentales, por lo civil o por lo criminal.
El hombre más enfadado de Brooklyn arranca por lo civil, durante cinco minutos sobrevuela la sombra de Un día de furia (Falling Down, Joel Schumacher, 1993 ). Sobrevuela y parte hacia otros cielos espantada por el tono de parábola bíblica, la demiurgia de la voz en off. Pero hablemos de las circunstancias. Esta es la última película que Robin Williams pudo ver estrenada antes de que el Parkinson y la depresión le llevaran a tomar la escalera de incendios. Por eso duele. Por eso es una tremebunda paradoja de 80 minutos. Cuando Williams se sube al puente de Brooklyn con la firme intención de bajar el telón sobre sus problemas, ahora sabemos que estaba llevando el método a otra dimensión, y la ironía, la puerca ironía. El Señor Sonrisas, que dispensó tanta irritación a sus detractores como felicidad a los afiliados honoríficos de El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989), se despide de todos en la piel de un eterno amargado, áspero como una lima, malencarado como De Niro –cuando De Niro era De Niro-, con la boca más sucia que la de todos sus personajes anteriores juntos. Este Henry Altmann replicaría con un sonoro “¡Que os jodan a todos, niñatos!” al “Oh, capitán, mi capitán”. Porque la vida a veces no es tan maravillosa.
¿Qué nos mueve, entonces? ¿Es el morbo? ¿Un último chapeau para el cómico que se marcha entre aplausos? En nuestro currículum querríamos poner lo segundo; en el mundo real, todos vivimos en el patio de vecinos. En realidad, es indiferente. Desfilamos con idénticas intenciones al “eso es todo, amigos” de Philip Seymour Hoffman en El hombre más buscado (A Most Wanted Man, Anton Corbijn, 2013) y dejamos la sala mucho más preocupados por el ojo que todo lo ve de la CIA que por hilar panegíricos a mayor gloria de Hoffman. Eso no se repite en El hombre más enfadado de Brooklyn. Phil Alden no juega en la misma liga que Anton Corbijn, Alden es un viejo mercenario con el encargo de producir un remake y no hay ningún Le Carré en las inmediaciones. Las ambiciones creativas quedan aquí en manos del plantel, grandes nombres para un pequeño proyecto. El propio Williams ya sabía lo que necesitaba para explorar otros territorios: rebajar el caché. Lo hizo en Retratos de una obsesión (One Hour Photo, Mark Romanek, 2002), también en Insomnio (Insomnia, Christopher Nolan, 2002). No es él quien más se beneficia del cambio de registro, porque no era él quien tenía que demostrar nada a nadie. A su compañera de reparto, Mila Kunis, un papel como este, alejado de los presupuestos de siete ceros, las heroínas, la femme fatale recurrente, le viene de perlas para el currículum. El gran público no reparará en ello, los directores de cásting desde luego que sí.
Nosotros, que no precisamos cartas de presentación para el próximo drama de postín, podemos quedarnos con la última carcajada perpetrada por Robin Williams en ese desopilante mano a mano con un tartamudo James Earl Jones (aka la voz de Darth Vader). Últimas carcajadas, últimos papeles, últimas películas.
El hombre más enfadado de Brooklyn es un cúmulo de efemérides.
Es lo que no desearíamos que fuera, una metáfora cruel y solapada de los padeceres vitales del actor que tanto quisimos odiar. Querido Robin, no nos engañemos. Si siguieras entre nosotros te hubiéramos puesto a parir por el mismo trabajo que ahora nos retuerce el corazón. Así somos. Humanos. Como Henry Altmann, hoy todo le sabe a mierda, ayer todo le sabía a gloria. Pero qué te vamos a contar a ti, Robin.