El hombre que mató a Don Quijote

Por Ignasi Mena

En la rueda de prensa de El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018) que tuvo lugar en el festival de Cannes, Terry Gilliam confesó no tener ideas para más proyectos. «Sólo pienso en la muerte», dijo. Dicho comentario habría pasado desapercibido si no fuera porque el director, pocos días antes de la conferencia, sufrió un ictus que estuvo a punto de impedirle asistir. Pero el caso es que su película, El hombre que mató a Don Quijote, parece responder también a ciertas inquietudes personales, funcionando al mismo tiempo como homenaje y testamento, como resumen y clausura de toda una obra.

Lo paradójico del asunto es que, para ser una película que parte de ciertas reflexiones sobre la muerte, El hombre que mató a Don Quijote acaba suponiendo un gran homenaje a una vida dedicada a la fantasía, la ficción y la locura. A diferencia de su producción anterior, Teorema cero (The Zero Theorem, 2013), en la que el protagonista optaba por prescindir de cualquier fantasía y de cualquier esperanza y con ello apagaba el único sol que iluminaba su vida, El hombre termina tal y como empieza: con Quijote y Sancho dispuestos a afrontar nuevas aventuras. Aquí el sol no se apaga, sino que queda para siempre fijado en el cielo, crepuscular, melancólico. Gilliam parecería encontrar consuelo en el hecho de que la ficción, o más bien el poder de la imaginación, siga adelante cuando él ya no esté. Pero entonces uno debería preguntarse: ¿Y qué entiende él por ficción?

El hombre que mató a Don Quijote

La pregunta recorre las dos horas largas de metraje en, al menos, estos dos sentidos, uno interno y otro externo. Por un lado, de puertas para fuera, el guión muestra las innumerables formas que puede tomar la figura del Quijote en nuestra sociedad contemporánea: desde libros de bolsillo hasta anuncios para televisión, desde proyectos fílmicos universitarios hasta casetas de feria, desde grandes espectáculos realizados para magnates del vodka hasta sueños y alucinaciones, El hombre nos muestra el personaje de Cervantes en múltiples contextos y desde varias perspectivas, aunque todas ellas, o la gran mayoría de ellas, para ser criticada o tachada de falsa o superficial. El protagonista, Toby (Adam Driver) despierta de los sueños, desmiente sus alucinaciones, se rebela contra los negocios y las explotaciones, y descubre a la postre que lo único que no ha hecho ha sido escuchar a Javier, el zapatero que dice ser, y actúa como, el Quijote (Jonathan Pryce). Se opone un mundo de imágenes, relacionado al mundo del espectáculo y del capitalismo, a otro mundo, que es el de la ficción vivida por el Quijote, y después por el propio Toby, resumido en unas pocas palabras repetidas por ambos personajes y que, a modo de encantamiento, o de plegaria, les abren el mundo interior de su propio quijotismo. La ficción debe vivirse, debe vivir, y eso no lo ofrece la industria del espectáculo sino una vivencia de la cultura como entidad viva, eterna, a renovar en cada instante, de carácter existencial – por no decir religioso-. (Queda por escribir un artículo sobre las dimensiones kierkegaardianas y unamunianas del filme).

Al mismo tiempo, en un sentido interno, el filme revisita y profundiza ciertos topos del cine de Gilliam, dando unión y coherencia a elementos que podrían parecer dispersos. En primer lugar, el cine de Gilliam jamás ha ocultado su amor por la aventura y la peripecia. Desde La bestia del reino (Jabberwocky, 1977) y Los héroes del tiempo (Time Bandits, 1981) el cine de aventuras de, entre otros, Ray Harryhausen, ha sido un referente indiscutible. Cuando, a partir de Brazil (1985), se produce una introyección y una psicologización de las aventuras, el componente lúdico empieza a desdibujarse, sobre todo en su cine de los 90 (El rey pescador/The Fisher King, 1991, Doce Monos/Twelve Monkeys, 1995, Miedo y asco en Las Vegas/Fear and loathing in Las Vegas, 1998). La psicologización le permite dibujar una postura de oposición ante la sociedad capitalista de tintes autoritarios (Brazil), le permite construir la aventura en términos de caída en angustia y desesperación y su salida de la enfermedad mediante la fe (El rey pescador) o la imaginación en loop (Doce monos) y le permite dar rienda suelta a su fantasía alucinatoria mediante los delirios psicodélicos de dos yonkis (Miedo y asco en Las Vegas). En todos esos casos la aventura ofrece quizás la estructura de la narración, pero su papel es, precisamente por ello, simbólico.

The Man Who Killed Don Quixote Gilliam

Las aventuras del barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988), para un servidor, supone el principal antecedente del nuevo Quijote. No sólo ofrece a un protagonista de ficción dentro de la ficción, sino que, a mi entender, ofrece la primera reflexión cinematográfica de Gilliam sobre la naturaleza de la fantasía y sus personajes. El barón recuerda sus múltiples aventuras, y vive otras nuevas, pero sobre todo muere en la narración, según él «varias veces», y deja entrever que su vida, su poder, depende de que se expliquen sus peripecias y que se crea verdaderamente en él. El barón regresará siempre que se le busque y se le necesite (¿la ficción como religión?).

Cuando unimos la naturaleza específica del barón Munchausen con la introyección psicológica de las películas posteriores obtenemos un relato de aventuras en el que, paradójicamente, la peripecia está en primer plano para mostrarnos que ella no es la verdad. Cada escena propia del Quijote es un engaño. Se diría que son experiencias del Quijote que no se corresponden con su verdadera naturaleza. La aventura sirve para desmentirse a sí misma cuando no se ciñe a la verdad. ¿Y cuál es esa verdad? Que las aventuras no hay que «verlas», no hay que «leerlas», hay que «vivirlas», y para vivirlas no basta con ir de peripecia en peripecia, sino que hay que dar un paso más, un paso extra, el que lleva los personajes a ser «a saint» (según el granjero interpretado por Sergi López) tanto como «insane» (según un incrédulo Toby). Es lo más parecido a un «salto de la fe» que haya creado Gilliam en su trayectoria, substituyendo la religión por algo que no sé si llamar fantasía, imaginación, literatura o cultura.

Pero a su vez la película insiste en la necesidad que ya expresó el barón Munchausen de ser recordado, de ser necesitado. No hay Quijote sin Sancho. No hay literatura sin lectores. No hay cineasta sin público. La verdadera «vivencia» quijotesca solo es posible en comunidad, y aún diría más, en intimidad. Una comunidad de dos, la del maestro y el discípulo. Y la intimidad más profunda: la de dos amantes. Solo en la comprensión y la comunicación, solo en el amor, abandonan los personajes la cárcel egocéntrica 1 (la sociedad capitalista individualista) y pasan al nivel de la paradoja y el enigma… el de la ficción. El de todas las ficciones. El del reino que los trasciende y permanecerá cuando de ellos ya no quede nada.

Como rezan los créditos iniciales, tras décadas de «hacerse y deshacerse» (of making and unmaking) el Quijote de Terry Gilliam se ha convertido en su película más importante desde principios de los 90. Maestro y discípulo, Quijote y Sancho, Gilliam ha empezado a despedirse. Que resuene su carcajada durante muchos años más.

  1. VILLORO, Luis (2012): «Soledad y comunión» en La significación del silencio y otros ensayos, México, Fondo de Cultura Económica
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